Conforme Gehrman bajaba por la profunda e iluminada escalera de piedra, un horrendo olor a descomposición comenzó a envolverle las fosas nasales.
Al principio, completamente abrumado por el hedor, las ganas de vomitar y de taparse la nariz fueron casi inmediatas. No tuvo más opción que detenerse en seco, ralentizando aún más su descenso mientras intentaba, con esfuerzo, acostumbrarse poco a poco al olor, que no dejaba de intensificarse con cada paso.
Durante más tiempo del que estaría dispuesto a admitir jamás, y con el rostro torcido por el asco, logró finalmente ver el final de la escalera: el origen de aquella brillante luz que, incluso desde allí, lograba filtrarse hasta la habitación superior.
Bajo sus pies se abría un gran espacio, incluso más amplio que el primer piso de la mansión, sin una sola pared que lo dividiera, haciéndolo parecer aún más inmenso. Las paredes de piedra no dejaban duda alguna de que aquel lugar era una cueva, pero lo que más llamaba la atención era el techo: surcado por largos caminos de metal dejando solo el centro abierto, sujetos por seis pilares triangulares hechos con tubos metálicos huecos, cuya altura no alcanzaba a adivinar.
El ambiente, mezcla de lo rocoso y lo artificial, ni siquiera fue procesado por Gehrman. Nada más pisar el suelo húmedo de la cueva, su mirada fue arrastrada inevitablemente hacia el centro.
Allí, se alzaba una montaña grotesca compuesta de pieles humanas, extendiéndose hasta alcanzar casi cuatro metros de altura y decenas de metros de perímetro. Era de allí de donde nacía el hedor pútrido que impregnaba cada rincón.
Frente a esa abominación, quedando reducido en comparación como un simple gato ante una montaña, un hombre con una larga túnica lo contemplaba con emoción y una satisfacción desmedida en los ojos. Mantenía los brazos alzados en forma de T, como si estuviese rindiendo culto a la monstruosa pila... mientras susurraba algo que no lograba alcanzar los oídos de Gehrman.
Con la revelación aplastante de que no estaba solo, Gehrman buscó de inmediato un lugar donde esconderse. Sus ojos danzaban de un lado a otro, rezando en silencio para que aquel hombre no se girara. Fue entonces cuando lo vio: unas escaleras metálicas que subían hasta el techo, conectadas a las extrañas estructuras de tubos que se cruzaban en lo alto. El problema era que hasta allí le separaba un gran tramo completamente expuesto.
Olvidando por completo el hedor, tragó saliva. Encorvó el cuerpo y dio el primer paso, obligando a cada músculo de sus piernas a controlar el peso y el ruido con absoluta precisión. Incluso, a pesar de ser reacio a ello, se obligó a susurrar una plegaria a la diosa Náurya, rogando por un golpe de fortuna.
A cada paso se acercaba más a la escalera... y también al hombre que, con los brazos en cruz, adoraba a la monstruosa montaña de pieles humanas. Poco a poco, los susurros que antes eran apenas un murmullo sin forma comenzaron a hacerse comprensibles. Era una sola frase, repetida una y otra vez:
"Ha llegado el día. Es el gran momento. Todos lo aceptarán. Soy un genio. El mayor genio desde el Comediante."
Una y otra vez. Una y otra vez. Como un disco rayado, como una frase esperanzada lanzada a la montaña de pieles humanas ante él, buscando quizá que, entre todas esas veces, la montaña le respondiera.
Afortunadamente, el completo estado de concentración del hombre lo cegó ante la presencia de Gehrman, quien, con el corazón latiéndole con fuerza en la garganta, logró alcanzar la base de la escalera de metal sin ser detectado.
Las escaleras de metal, más firmes de lo que podían parecer, permitieron que Gehrman, manteniendo el sigilo, alcanzara la parte superior de la estructura. Desde allí, pudo ver cómo unos metros más arriba se alzaba el techo de piedra de la cueva, cubierto por estalactitas afiladas como lanzas detenidas en el tiempo.
Frente a él, uno de los largos pasillos metálicos se extendía hasta el centro hueco de la caverna, donde, sin ninguna protección, cualquiera que caminara por él podría caer directamente sobre la montaña de pieles humanas.
Desde esa altura, logró ver la parte trasera de la montaña. Allí, vestidos de blanco, había dos hombres más. Al igual que el que estaba de rojo ahora gracias a su punto de vista tambien con el rostro cubierto por una máscara del color de la sangre, también susurraban algo con los brazos abiertos en forma de T, de cara a la montaña.
Incrédulo, con una incomodidad creciente clavándosele en el pecho, Gehrman apartó la mirada del acto macabro bajo sus pies y comenzó a buscar con desesperación cualquier señal de Alizée. Pero no estaba en ninguna parte. Solo estaban esos tres hombres, claramente fuera de sí.
Por un instante, sus puños se apretaron con fuerza ante la posibilidad de que Alizée hubiese sido convertida en una de las pieles que formaban aquella montaña. Sin embargo, al recordar que los cuerpos de los sirvientes seguían en la mansión —y no aquí abajo— se aferró a una esperanza frágil: que Alizée hubiese escapado, o al menos, que aún estuviera viva.
Deseando huir de aquella cueva fétida con la confirmación de que Alizée no se encontraba allí, pensó en regresar por donde había subido, esperar a Kerrin y a quienquiera del barco que viniera a ayudarlos. Pero justo cuando colocó el pie en el primer peldaño para descender, un grupo de hombres comenzó a entrar por la escalera que conectaba con la trampilla.
Todos vestían la misma túnica blanca, avanzaban en parejas. Mientras los minutos pasaban, más y más hombres seguían descendiendo. Pronto fueron demasiados para contarlos.
Consciente de que escapar ya no era una opción, el cuerpo de Gehrman se tensó como una piedra. Impotente, solo pudo observar cómo la cueva, que minutos antes parecía vacía, ahora se llenaba con cientos de figuras encapuchadas.
Cuando el último de ellos terminó de bajar, como si todo hubiese estado coreografiado, todos se arrodillaron en silencio alrededor de la montaña de pieles.
El hombre vestido de rojo, que hasta ese momento había estado ensimismado susurrando a la montaña, bajó los brazos y comenzó a trepar por la pila de pieles en descomposición. Su ascenso, mitad escalada, mitad arrastre, agitaba las capas de carne y dejaba al descubierto nidos de gusanos y moscas, que zumbaban y se retorcían bajo su paso. Pero él los ignoraba, como si no existieran.
Finalmente, alcanzó la cima. Con cuidado, se espolvoreó los muchos gusanos adheridos a su túnica, se irguió sobre la cima con una sonrisa invisible tras la máscara... y alzó los brazos en forma de V.
"Mis queridos hermanos, hoy, finalmente, tras siete largos años de espera y búsqueda, ha llegado el día en que nuestro querido Comediante por fin conocerá la existencia de sus fieles seguidores. Aquí, sobre los 223 sacrificios que fortalecerán el contacto, derramaremos sangre olvidada. "Bajen sus cabezas y recen con humildad, porque cuando su mirada se pose sobre nosotros, seremos juzgados por sus ideales."
Sus palabras, cargadas de gozo, como si experimentase la más pura de las felicidades, hicieron eco en toda la cueva. Sus leales seguidores no dudaron en gritar con fervor ante el discurso y, acto seguido, inclinaron la cabeza hacia la montaña de pieles para rezar en el más absoluto silencio, permitiendo que Irmis continuara.
"Yo, el gran genio tras este plan, vuestro magnífico y perfecto líder, aquel que os traerá el placer de servir al Comediante... yo, el gran Irmis. Nunca olviden el nombre de su salvador."
Conmocionado por las palabras de Irmis, Gehrman, aún observando desde el techo, sentía la piel erizada al máximo. El ambiente, el silencio, el hedor, los cientos de seguidores, aquel líder egocéntrico y claramente trastornado… todo era simplemente demasiado.
Su mente, envuelta en incredulidad por lo que presenciaba, olvidó por completo considerar el mundo tras él. Por eso, cuando una mano fría se posó sobre su hombro, se sobresaltó como un gato al ver un pepino.
Reaccionó con lo justo para no perder el equilibrio y caer sobre la montaña de pieles en descomposición, girando el cuerpo con agilidad.
En algún momento, un hombre vestido con pantalones anchos de un gris oscuro, al igual que su ajustada camiseta, se había posado tras él en absoluto silencio. Su rostro, cubierto por una máscara del color de la sangre, no mostraba esconder emoción alguna.
Sobre su hombro cargaba un cuerpo joven, desmayado, vestido con un elegante vestido blanco, densamente decorado con líneas y flores rojas. El cabello, entre rojo y castaño, caía libre sobre el cuerpo del hombre, delatando de inmediato quién era.
Gehrman, al reconocerla, sintió cómo la furia le cubría la mente por completo, desplazando cualquier otra emoción, cualquier pensamiento de escape. Solo una palabra se congeló en su interior: Alizée.
Con toda la fuerza de su cuerpo, sin dudar ni un milisegundo, se lanzó contra él. El sigilo ya no tenía cabida en su mente.
Zofe, envuelto en su frío silencio, ni siquiera intentó esquivar el ataque. Simplemente alzó su mano derecha y detuvo en seco el puño de Gehrman.
Con los ojos ocultos tras una densa niebla gris que danzaba mágicamente en su interior, Gehrman, fuera de sí por la ira y la necesidad de rescatar a Alizée, no se rindió ante el agarre que lo sujetaba de la mano derecha. Comenzó a golpear con su brazo izquierdo y con las piernas, sin descanso, con toda la fuerza de su cuerpo.
Zofe, dejando que los golpes cayeran sobre su cuerpo inmóvil, no reaccionaba en absoluto, como si Gehrman estuviese golpeando una piedra inerte.
Poco a poco, los constantes golpes de Gehrman comenzaron a detenerse, vencidos por la fatiga, al igual que su voz rota, que gritaba tras cada impacto.
Como si simplemente se hubiese cansado de que un pequeño cachorro lo golpeara, Zofe forzó el cuerpo de Gehrman a separarse del suelo.
Sujetando con una sola mano su puño cerrado, lo alzó sin esfuerzo, solo para balancearlo y, con un simple movimiento, lanzarlo contra el metal que hacía de suelo.
Gehrman, impotente, solo pudo sentir cómo su cuerpo era arrastrado por el frío y duro metal hasta que, por el rozamiento, acabó por detenerse.
"Alizée... Alizée... Alizée... Alizée... Alizée... Alizée... Alizée... Alizée... Alizée..."
Su mente, nublada por una sola palabra y necesidad, se movía por instinto. Aquel instinto lo empujó a forzar sus piernas, a levantarse.
Pero en ese mismo instante, a una velocidad que no le permitió ni pensar en esquivar, Zofe se abalanzó sobre él, asestándole un golpe directo y brutal al estómago.
Gehrman quedó estático, inmóvil. Solo su mente permanecía firme ante el impacto, pero su cuerpo, forzado al límite, cedió. Vomitó al instante, y aunque su voluntad lo ordenara con todas sus fuerzas, ya no podía moverse.
Sus músculos, cediendo por completo, dejaron que su cuerpo golpeara el suelo metálico sin piedad. Impotente, bajo la mirada oculta y silenciosa de Zofe, Gehrman ni siquiera pudo intentar imaginar qué rostro se ocultaría tras aquella máscara.
Arrastrándolo de una pierna sin el menor cuidado, como si solo fuese un juguete roto, Zofe lo llevó escaleras abajo, donde lo encadenó a uno de los pilares triangulares y cumpuestos de tubos huecos que sostenían la plataforma metálica que hacía de falso techo.
Todos los presentes, que hasta entonces mantenían la cabeza gacha y rezaban en silencio, no pudieron ignorar el constante sonido del cuerpo de Gehrman golpeando cada escalón. Uno a uno, comenzaron a alzar la mirada en su dirección, buscando el origen de aquel perturbador sonido.
El único que no pareció prestarle atención fue Irmis, que con los brazos aún alzados en V y los ojos cerrados tras su máscara color sangre, se mantenía ajeno a todo.
Los seguidores, sin entender qué ocurría, se fijaron en Zofe. Al ver su rostro cubierto con la misma máscara que Irmis y la paciencia con la que encadenaba al joven al pilar, asumieron que todo formaba parte del ritual, o que aquel desconocido sería el primer sacrificio tras ser reconocidos por el Comediante.
Así, sin más, volvieron a agachar la cabeza y a rezar humildemente frente a la montaña de pieles en descomposición.
Gehrman, envuelto en la necesidad de rescatar a Alizée, luchaba en su mente para obligar a su cuerpo a moverse, a golpear a Zofe, o al menos intentar liberarse… pero este no reaccionaba. Cada orden mental se perdía en la inercia de sus músculos agotados.
Con Gehrman firmemente encadenado, Zofe giró el cuerpo hacia la montaña de pieles y comenzó a caminar en su dirección, cargando todavía a Alizée sobre su hombro como si no pesara más que una simple gallina.
Con cada paso que lo alejaba de Gehrman, la densa niebla que cubría los ojos del joven comenzó a disiparse lentamente, dejando salir poco a poco el marrón oscuro de sus pupilas, profundas y cansadas.
Su mente, finalmente despejada una vez Zofe se hubo alejado lo suficiente, fue invadida de inmediato por el ardor punzante del estómago golpeado, obligándolo a encorvarse de dolor. Incapaz de moverse, solo pudo observar con impotencia cómo Zofe trepaba con Alizée hacia la cima de la montaña de pieles, mientras sus propios ojos, secos y rojos por la desesperación, seguían cada paso con un temblor invisible.
Como un último intento de aferrarse a algo que no fuera el miedo ni la rabia, su esperanza se sostuvo en una frase, apenas un susurro entre el ruido de su dolor:
"Kerrin... date prisa, por favor."