•Bruno
La montaña tenía su propio lenguaje.
Bruno lo sabía desde niño.
Era el rumor del viento entre los pinos, el crujido de las piedras bajo las botas, el murmullo de los arroyos escondidos.
Una lengua antigua que no necesitaba palabras.
El sol de la mañana apenas despuntaba cuando Bruno y Alba ya estaban fuera, revisando el ganado.
Las ovejas se arremolinaban nerviosas, más inquietas de lo normal.
Bruno, de pie junto al corral, observaba en silencio, mientras Alba acariciaba a Chispa, el viejo perro pastor de la familia.
—Están raras —murmuró ella.
—Será el cambio de estación —respondió Bruno, aunque en su voz había más duda que certeza.
Pasaron la mañana entre silbidos, cencerros y el ritmo pausado de la vida montañesa.
El trabajo era duro, pero el aire limpio y el paisaje verde hacían que cada esfuerzo valiera la pena.
A media tarde, cuando el sol estaba en su punto más alto, se reunieron con el resto de la familia para una excursión que habían planeado hacía días.
Sus padres, Ana (la esposa de Bruno) y el pequeño Leo (hijo de Ana y Bruno), de apenas cinco años, les esperaban junto al sendero que subía hacia los riscos altos.
Bruma, la gata montesa, y Chispa, el perro pastor, correteaban felices alrededor del grupo.
La excursión era sencilla:
un paseo por los viejos caminos de pastores, hasta un claro donde siempre hacían fuego y compartían pan y risas.
Mientras subían, los mayores hablaban de los viejos tiempos.
—Antaño —decía el padre de Bruno, un hombre de rostro curtido y voz pausada—, sabíamos leer la montaña como un libro abierto.
Hoy... —miró hacia el cielo, donde las nubes empezaban a retorcerse en formas inusuales—, es como si el libro hubiera cambiado de idioma.
Ana le sonrió, tomando la mano de Bruno.
—Lo importante es que aún sabemos caminarlo —dijo ella.
Alba y Leo corrían adelante, riendo, lanzando ramas al aire que Bruma perseguía con saltos ágiles.
El grupo avanzaba entre bromas y carcajadas, respirando el aroma a tierra húmeda y a bosque vivo.
Cuando llegaron al claro, algo extraño los detuvo.
En el centro del prado había una estructura semienterrada en la tierra, como un anillo metálico oxidado que apenas sobresalía entre las raíces.
Era fácil confundirlo con una roca si no se miraba con atención: pero había líneas grabadas, ángulos demasiado perfectos para ser naturales.
Bruno frunció el ceño.
—¿Qué demonios es eso?
Su padre se agachó lentamente, pasando la mano áspera sobre el metal frío.
—No es nuestro. No es de este lugar.
Ana, inquieta, agarró la mano de Leo y lo alejó unos pasos.
Alba se acercó, fascinada.
—¿Será de los antiguos? ¿O algo... caído del cielo?
Nadie respondió.
La estructura no emitía sonidos, no vibraba, pero el aire a su alrededor parecía más denso, como si tirara de la tierra hacia sí.
—Vámonos —dijo finalmente el padre de Bruno, su voz seria—. Hoy no es día para preguntas. Es día para agradecer.
No discutieron.
Volvieron sobre sus pasos, bajando la montaña hacia la aldea, con la inquietud pesando como una piedra en sus mochilas.
La aldea los recibió envuelta en humo de chimeneas y el perfume dulce de pan horneado.
En el cruce de caminos, mientras cada familia se despedía, Alba tiró suavemente de la manga de su madre.
—¿Puedo dormir en casa de Bruno y Ana esta noche? —pidió con una sonrisa—. Prometo ayudar en el corral mañana temprano.
Su madre, sonriente y cansada, le acarició el cabello.
—Claro, mi niña.
Disfruta.
Bruno puso una mano sobre el hombro de Alba.
—Estás en casa, ya lo sabes.
Se abrazaron brevemente, como siempre hacían.
Pero en alguna parte, aunque nadie lo dijo, el adiós pesaba un poco más.
Bruno, Ana, Alba, Bruma y Chispa caminaron hasta su casa de madera, mientras el sol se escondía tras las cimas lejanas.
Alba se volvió una última vez, grabando la imagen de sus padres alejándose bajo el atardecer dorado.
No sabía por qué, pero su corazón apretó ligeramente.
Muy dentro de ella, algo susurró:
"A veces la vida nos ofrece un adiós sin palabras,
y solo después entendemos que fue un adiós."