•Vera
La brisa marina arrastraba el olor a sal, algas y promesas viejas.
Vera caminaba descalza sobre la arena húmeda, su chaqueta de mezclilla ondeando contra el viento. El mar, a pocos metros, rompía en olas perezosas, como si el océano también estuviera cansado.
Era temprano aún.
El pueblo costero apenas comenzaba a despertar: persianas subiendo, sillas arrastrándose en las terrazas, el rumor lejano de una radio encendida en algún balcón.
A su alrededor, la vida seguía su curso.
La señora Rosalía, vieja como las barcas varadas en la orilla, regaba con parsimonia las macetas de su ventana.
El joven Héctor, con la gorra siempre ladeada, corría al pequeño supermercado a reponer el pan recién horneado.
En el paseo marítimo, un grupo de jubilados jugaba al dominó, ignorando por costumbre las noticias que hablaban de cosas grandes y lejanas: Némesis, la anomalía, el cambio invisible.
"Eso es cosa de los gobiernos," decían.
"Siempre exageran."
Vera no lo creía.
Lo sentía en el aire, en la manera en que las gaviotas volaban más bajo, en la electricidad estática que a veces le erizaba la piel sin razón.
Y, sobre todo, en la mirada de su hermano pequeño, Álex, cada vez más asustado cuando el viento golpeaba las ventanas de noche.
Se agachó para recoger una concha blanquecina, pequeña y perfecta.
Un recuerdo inútil, pero hermoso.
Desde el muelle, su hermano la llamó:
—¡Vera! ¡Vamos, que mamá va a matarnos si llegamos tarde!
Vera sonrió y corrió hacia él.
Álex tenía solo doce años, pero se creía mayor: cargaba la mochila al hombro como si llevara el peso del mundo dentro.
Juntos caminaron hacia la casa, donde su madre los esperaba con el desayuno servido y la televisión a todo volumen:
"Nuevos informes astronómicos aseguran que la aproximación de Némesis no afectará gravemente a la Tierra. La población puede continuar sus actividades normales."
Vera cruzó una mirada rápida con su madre, quien fingía ignorar el temor oculto tras el volumen alto y las sonrisas forzadas.
"Continuar nuestras actividades normales," pensó.
Claro.
Como si los cimientos del mundo no estuvieran ya resquebrajándose bajo sus pies.
Se prometió que, ese día, sería normal.
Por Álex.
Por su madre.
Por ella misma.
Así que fue al mercado, bromeó con Héctor, ayudó a la señora Rosalía a cargar sus plantas.
Rió con Álex mientras competían en una absurda carrera por el paseo marítimo.
La última risa antes de que el mar decidiera levantarse hacia el cielo.
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Esa tarde, Vera acompañó a Rosalía a su casa, como hacía muchas veces sin que nadie se lo pidiera.
La vieja mujer caminaba despacio, arrastrando su carrito lleno de plantas y bolsas del mercado, y Vera, sin decir nada, tomaba las más pesadas.
—No tienes que hacerlo, hija —murmuró Rosalía, medio avergonzada, medio agradecida.
—No tengo que hacerlo —replicó Vera sonriendo—, pero quiero.
Subieron los escalones del portal con dificultad, mientras Rosalía refunfuñaba sobre sus rodillas viejas y el tiempo cambiante.
Cuando llegaron, Vera se quedó un rato más, ayudándole a colocar las macetas en la ventana.
—¿Sabes qué me preocupa? —dijo Rosalía mientras limpiaba una hoja marchita—. Que no estemos prestando suficiente atención a las señales.
Antes, los animales nos avisaban. Las aves cambiaban de rumbo. El mar hablaba. Ahora estamos todos tan ocupados mirando pantallas, que no escuchamos.
Vera se quedó en silencio.
No sabía si Rosalía era una vieja supersticiosa o la única cuerda en un mundo que negaba lo evidente.
La abrazó antes de marcharse.
La mujer olía a lavanda, a jabón de antaño, a tardes infinitas bajo el sol.
—Eres una buena chica, Vera —susurró Rosalía en su oído—. Pase lo que pase, no pierdas eso.
Vera no respondió. No pudo.
Más tarde, en casa, mientras la tarde caía y el cielo comenzaba a teñirse de tonos extraños, se sentó en la azotea con Álex.
Jugaron a adivinar formas en las nubes, como hacían de pequeños.
—¿Ves esa de ahí? —señaló Álex—. Parece un dragón.
—Yo veo un barco. De esos enormes, con velas.
—¿Y adónde iríamos?
Vera pensó un momento.
—A donde el suelo siempre esté bajo nuestros pies —dijo, sin saber por qué esas palabras le pesaban tanto.
Álex rió y apoyó la cabeza en su hombro.
Y por un rato, muy breve, muy frágil, el mundo siguió siendo suyo.
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Cuando bajaron, la casa olía a guiso caliente y a ropa húmeda extendida junto al horno viejo.
Vera respiró hondo: era un olor imperfecto, cotidiano, a hogar.
Clara, su madre, movía las cucharas y los platos con gestos mecánicos, como quien lucha cada día contra un enemigo invisible.
Su cara estaba cruzada por finas arrugas de cansancio, pero en sus ojos todavía brillaba esa luz dura de quien se niega a rendirse.
Álex dejó caer su mochila en el suelo con un golpe sordo.
—¡Buenas noches! —gritó desde las escaleras antes de desaparecer en su habitación.
El portazo sacudió ligeramente la puerta del salón.
Clara sonrió, negando con la cabeza.
—Ese niño... —murmuró, más enternecida que molesta.
Vera la ayudó a limpiar la mesa y, sin decirse nada, ambas se dejaron caer en el viejo sofá, cubriéndose con la manta gastada que había visto mejores inviernos.
El televisor continuaba encendido, emitiendo una noticia tras otra, todas disfrazadas de normalidad.
Por un momento, solo hubo silencio entre ellas.
Un silencio de esos que pesan.
Vera se atrevió a romperlo:
—¿Tú también lo sientes, mamá?
—¿Sentir qué? —preguntó Clara, aunque su tono la delataba.
—Que algo... algo grande está a punto de romperse.
Clara cerró los ojos un instante, como quien recoge fuerzas desde algún rincón perdido del alma.
—Claro que lo siento, Vera —dijo finalmente—. Sería estúpido no hacerlo.
—¿Y por qué no hablamos de ello? —susurró Vera.
Clara la miró. Esa mirada que solo tienen las madres que ya han perdido más de lo que el mundo permite.
—Porque hablarlo sería admitir que no puedo protegeros de lo que viene.
Y yo... —su voz tembló apenas—, yo necesito creer que aún puedo.
Vera sintió un nudo en la garganta.
Recordó a su padre, aquella ausencia que siempre había estado allí, moldeándolas, empujándolas a ser fuertes en silencio.
Se abrazaron, allí, en ese salón pequeño, mientras el viento soplaba más fuerte contra las ventanas.
Vera apoyó la cabeza en el hombro de su madre y cerró los ojos, escuchando el tic-tac del viejo reloj de pared.
Y pensó:
"Puede que el mundo se esté rompiendo allá afuera,
pero mientras nos tengamos,
el hogar seguirá latiendo en alguna parte."