•Nilo
Nilo siempre decía que las cosas pequeñas eran las que construían el mundo.
Un café humeante en la mañana.
Un adolescente encorvado en un banco de la plaza, deslizando su dedo sobre una pantalla agrietada.
Un repartidor de drones descargando paquetes en la esquina, esquivando el tráfico como si fuera una coreografía absurda.
Los detalles que nadie miraba y que, ahora lo entendía, eran los verdaderos pilares de la vida.
Se apoyó en el balcón de su apartamento, observando la ciudad extendida como una criatura vieja y dormida.
Los sonidos familiares le llegaban entremezclados: el pitido de los coches eléctricos, el rumor de las tiendas abriendo, el eco de una canción barata flotando desde algún altavoz público.
Bajo su edificio, Santi, el mecánico de la esquina, discutía con su hija pequeña, Lucía, sobre si debía o no llevarse el casco para ir al colegio.
—¡Lucía, te rompes la cabeza y luego qué! —gritaba Santi mientras la niña rodaba los ojos, móvil en mano, grabándolo para enviarlo a sus amigos entre risas.
Nilo sonrió.
Conocía a Santi desde hacía años. Le había comprado piezas robadas más de una vez, y compartido cervezas en tardes demasiado calurosas.
Más allá, en la cafetería destartalada de la plaza, Elena, la dueña, barría la entrada, lanzando miradas cargadas de resignación a los clientes que ya reclamaban su primer café.
Elena era una leyenda en el barrio: sobreviviente de mil crisis, de mil desastres personales.
La televisión, instalada en lo alto de la cafetería, escupía titulares con voz neutra:
"La anomalía Némesis es un fenómeno sin precedentes... Pero las autoridades aseguran que no hay peligro inminente para la población."
Nilo dejó escapar una carcajada seca.
Mentiras.
Mentiras envueltas en tranquilizadores eslóganes gubernamentales.
El estómago le gruñó. No recordaba la última vez que había desayunado decentemente.
Suspirando, bajó los viejos peldaños del edificio y cruzó la calle esquivando motos eléctricas aparcadas de cualquier manera.
—¡Eh, Nilo! —gritó Lucía desde la acera, ajustándose el casco de la bici—. ¡Mira, he grabado a mi padre haciendo el ridículo otra vez!
Le mostró su móvil con una risa contagiosa. En el vídeo, Santi forcejeaba con una caja de herramientas que acababa estallándole encima.
Nilo sonrió de verdad esa vez.
—Un clásico —dijo, pasándole la mano por el pelo en gesto cariñoso—. Guárdalo, algún día te hará rica.
Lucía rió y salió pedaleando hacia la avenida, gritando un adiós apresurado.
Nilo entró en la cafetería.
Elena estaba detrás del mostrador, secándose las manos en el delantal.
—¿Lo de siempre? —preguntó ella sin mirarlo, ya sirviéndole un café.
—¿Hoy también viene con profecía apocalíptica? —bromeó Nilo, soltando unas monedas oxidadas en la barra.
—Solo si pagas extra —respondió Elena, sonriendo cansada.
Se sentó en su rincón habitual, al fondo, donde la máquina de aire acondicionado tosía de forma patética.
Bebió un sorbo.
El café era terrible, pero sabía a hogar.
Miró a su alrededor: los mismos rostros, las mismas bromas, las mismas rutinas que daban sentido a todo.
El adolescente seguía absorto en su móvil.
Los drones zumbaban en el aire.
Santi gritaba a algún proveedor por teléfono.
La era de cuando éramos.
Cuando éramos inocentes.
Cuando éramos ciegos.
El sol ascendía lentamente, proyectando sombras largas y deformes en las paredes de ladrillo.
Nilo cerró los ojos por un instante, grabando aquel momento en su memoria.
Sabía, con la certeza amarga de quien ha visto los secretos del mundo, que todo eso —ese café malo, esa risa de Lucía, esa vida sencilla—
pronto sería solo un recuerdo...
y luego, nada.
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(Después de que Nilo se quedase sentado en la cafetería, grabando ese momento en su memoria...)
Elena pasó cerca, dejándole una servilleta junto al café sin decir palabra.
Nilo alzó la vista.
—¿Sabes, Elena? —dijo, medio en broma, medio en serio—. Algún día vamos a añorar esta mierda de café.
Elena soltó una carcajada rasposa.
—Ya lo hacemos, Nilo. Solo que todavía no lo sabemos.
Desde la puerta, vio a Lucía dando vueltas en su bicicleta, riendo a carcajadas.
El adolescente del banco, ajeno a todo, subía un nuevo vídeo a sus redes.
Santi cruzaba la calle cargando una caja de herramientas, bufando como un toro.
Y el cielo, tan azul como siempre, los miraba en silencio.
Por un instante, todo pareció suspendido.
Una fotografía eterna de cuando éramos.
Cuando el peso de la gravedad aún era una promesa.
Cuando creíamos, de verdad, que el suelo siempre estaría bajo nuestros pies.
Nilo terminó su café de un trago, dejó unas monedas extra en la barra, y salió a la calle, con las manos en los bolsillos y la cabeza llena de pensamientos que no sabía cómo nombrar.
El mundo seguía girando.
Por ahora.