Capítulo 10 – El techo bajo los pies

•Vera•

El techo de la terraza era ahora su suelo.

Y sobre el cielo —ese techo verdadero al que ya no se podía volver— flotaban los últimos restos de su mundo.

Vera no se movía.

Seguía allí, de rodillas sobre las tejas, con la espalda pegada al marco de la puerta que ya no llevaba a ninguna parte.

Alex y su madre...

ya no estaban.

El grito de su madre aún retumbaba en su mente,

como si no hubiese terminado.

Como si se repitiera dentro de su pecho, en un eco que no paraba de subir.

La había visto desaparecer.

Y lo peor no había sido perderla.

Lo peor había sido verla intentar salvar a Alex... y no lograrlo.

Sintió que el corazón se le caía en la garganta.

Y entonces, el aire la dejó.

El pecho se le cerró.

Intentó inhalar, pero era como si el cuerpo no la escuchara.

Todo giraba.

No por la gravedad...

Sino por dentro.

—¡Vera! —gritó el vecino, desde el otro extremo del techo.

Ella se encogió.

Se abrazó las rodillas, la frente contra las tejas.

Quería gritar.

Romperse.

Volver atrás.

O desaparecer también.

—¡Vera, mírame!

Una mano la sujetó por el hombro.

Era Alonso.

El vecino.

El que la había visto crecer.

El que había compartido el pan del domingo con su madre.

El que también... acababa de perderlo todo.

Pero no estaba llorando.

Solo respiraba hondo.

Firme.

Humano.

—Escúchame —dijo, arrodillado junto a ella—. Esto es una locura, sí. Pero tú estás viva. ¿Me oyes?

Estás viva.

Y eso ahora es todo lo que tenemos.

Ella no respondía.

Alonso se acercó más.

La abrazó.

Y por un segundo, solo uno... Vera permitió que alguien la sostuviera.

No era su madre.

No era su hermano.

Pero era alguien.

Alguien que no había flotado.

Alguien que temblaba igual que ella.

—Respira, Vera —susurró Alonso—. Respira conmigo.

Y lo hizo.

Lenta.

Forzadamente.

Pero lo hizo.

El mundo no dejó de estar al revés.

Pero por un instante, ella dejó de caer dentro de sí misma.

Pasaron varios minutos así, acurrucados en el "nuevo suelo".

El viento agitaba papeles al otro lado de la calle.

Unos peluches flotaban enganchados en los cables.

Unos zapatos colgaban al revés de una farola.

Y en ese silencio absurdo...

ella pensó en Rosalía.

¿Estaría bien?

¿Se habría sujetado a tiempo?

¿Habría tenido quien la abrazara, como ahora lo hacía Alonso?

El pecho de Vera volvió a doler.

No podía perderla también.

No ahora.

Vera se secó la cara con la manga.

Los ojos seguían ardiendo, pero la respiración era más firme.

La cabeza... aún giraba. Pero algo dentro de ella empezaba a ordenarse.

—Tengo que irme —dijo de repente.

Alonso la miró, aún sentado sobre el marco de la puerta invertida.

—¿Cómo?

—A casa de Rosalía. Tengo que ir.

—Vera... —la interrumpió—. ¿Has visto lo que hay ahí fuera?

Es un campo de minas... al revés.

—Precisamente por eso —insistió ella—. Si no me muevo ahora, tal vez ya no tenga a nadie más que salvar.

Alonso no respondió.

El silencio se volvió pesado otra vez.

Ella se incorporó despacio.

Las suelas ya no se adherían igual al tejado, pero el cuerpo se había acostumbrado al tirón extraño de la nueva gravedad.

Miró hacia la calle.

Los coches.

Varios estaban boca abajo, enganchados de forma grotesca a la carretera de siempre.

Y otros... aún aguantaban.

Un pensamiento le cruzó como un rayo.

—Alonso... ¿tu coche?

—¿Qué pasa con él?

—¿Dónde está?

—En el garaje, claro —respondió, confundido—. Justo debajo.

Ella se giró con los ojos abiertos.

—Entonces está del otro lado.

Porque Vera lo entendió de inmediato:

el garaje, que antes era la parte más baja de la casa, ahora era la más alta.

El coche estaría allí, colgando del techo del mundo, como una piedra inmóvil en mitad de una cascada al revés.

—¿Del otro lado de qué? —insistió Alonso.

—¡Del mundo! —respondió Vera, con un tono casi eufórico.

Alonso frunció el ceño.

—¿Qué estás diciendo?

Vera se agachó, respiró hondo, y le habló despacio.

—Las cosas más pesadas... han aguantado. Los coches están donde estaban.

No flotaron.

Están anclados.

Si puedo llegar al tuyo, arrancarlo... puedo desplazarme.

Alonso se quedó en silencio, masticando la idea.

—¿Quieres conducir... en el techo?

—No en el techo —corrigió ella—. En nuestro techo... que antes era suelo.

—Vera... eso es una locura.

—¿Y esto no lo es?

Se miraron unos segundos.

Dos sobrevivientes colgados del mundo.

Uno pensando en cómo aferrarse.

La otra... en cómo avanzar.

—Necesito las llaves —dijo ella.

—Están en el perchero, en la entrada.

—Entonces están ahí abajo. Donde todo flota.

Alonso tragó saliva.

Se giró, entró con cuidado por el marco invertido, y tardó unos segundos.

Cuando volvió, tenía las llaves en la mano.

—No sé si es buena idea, Vera...

Ella las tomó.

Alonso la miró, más serio.

—¿Y si después... los coches también se van?

¿Y si aguantan ahora, pero luego... no?

Vera no respondió.

—No quiero perderte a ti también.

La frase la atravesó.

Pero no la detuvo.

—Entonces ayúdame a intentarlo —dijo, sin apartar la mirada—.

Porque si ella está viva y sola... no puedo dejarla ahí.

Alonso bajó la vista.

—Ten cuidado, por favor.

Vera se ató las botas.

Guardó las llaves en el bolsillo interior de la chaqueta.

Y antes de marcharse, le dedicó una última mirada.

—Gracias por no soltarme... cuando todo subía.

Él asintió.

Y no dijo nada más.

Ella... saltó a la siguiente parte del tejado.

Sin mirar atrás.

El tejado crujía bajo sus pies, aunque ahora era su suelo.

Vera se movía con precaución, tanteando cada paso como si el mundo pudiera ceder en cualquier momento.

A sus espaldas, Alonso observaba en silencio desde la terraza.

No volvió a llamarla.

No volvió a detenerla.

Ella avanzó hasta el borde, donde el tejado se cortaba abruptamente, dejando al descubierto el resto de la fachada invertida.

Lo que antes era la planta baja... ahora estaba arriba.

Flotando, como una carcasa suspendida en el aire.

Y allí estaba.

El coche.

Pegado al techo del garaje como un insecto atrapado.

Las ruedas apuntando al cielo.

El parabrisas polvoriento.

Y justo debajo —o encima—, el portón metálico del garaje... colgando.

Vera tragó saliva.

No parecía tan lejos.

Pero tampoco era una distancia que perdonara un error.

Se acuclilló, observando los bordes del muro.

Tendría que trepar usando las vigas que sobresalían entre las tejas y el marco del porche.

Luego impulsarse hacia el saliente de ladrillo que ahora era la cornisa invertida del garaje.

Y una vez allí... buscar la forma de abrirlo.

—Vale... —susurró, ajustándose la chaqueta—. Solo tengo que cruzar un mundo vertical para meterme en un coche al revés. Nada del otro mundo.

Con los dedos firmes y la mirada fija, comenzó a escalar.

El cuerpo no pesaba igual.

No era como antes.

La gravedad invertida empujaba desde los pies hacia arriba, pero no con fuerza total.

Era como si el aire tirara de ella con una insistencia constante.

Las botas perdían agarre con facilidad.

Cada movimiento era más largo, más lento, más incierto.

Cuando llegó al borde del muro, se detuvo a recuperar el aliento.

Debajo de ella —aunque ahora era arriba— las casas colgaban, invertidas, como esqueletos suspendidos en el cielo.

Algunas ventanas aún oscilaban abiertas.

Otras ya estaban vacías, como ojos abandonados.

Vera se impulsó hacia el saliente.

Lo alcanzó con una mano.

Luego la otra.

Las piernas buscaban apoyo, pero no había suelo firme, solo el borde de la puerta del garaje, ahora colgando boca abajo.

Tuvo que balancearse.

Se impulsó con las caderas, apretando los dientes, hasta enganchar un pie en la rejilla metálica de ventilación.

—Vamos... vamos...

La estructura crujía, pero aguantaba.

Y entonces, lo logró.

Estaba sobre el portón.

Frente al coche.

El espejo retrovisor giraba con lentitud.

El maletero mostraba una leve abolladura.

Se arrastró con cuidado hacia el maletero.

Tiró con fuerza del pomo.

La compuerta cedió lentamente hacia abajo, como una trampilla que conducía al único refugio firme de todo aquel caos.

Vera se deslizó por el hueco.

Cayó dentro con los pies primero, como quien se sumerge en una cueva flotante.

El techo del coche —ahora convertido en suelo— crujió bajo su peso.

Apoyó las manos y avanzó arrastrándose hacia la parte delantera.

Pasó por entre los asientos traseros, que colgaban del "cielo".

La guantera estaba justo encima.

La abrió con un golpe seco.

Allí, como si el universo hubiera conspirado a su favor, estaba: una cuerda.

Una gruesa, con nudos.

Alonso. Siempre dejaba cosas "por si acaso".

La desenganchó, la rodeó alrededor de su cuerpo, y la lanzó por encima del asiento del conductor.

Con un impulso firme, se colgó, trepó y se volteó en el aire hasta quedar sentada en el asiento... como si el coche no estuviera suspendido boca abajo.

Los pedales quedaban justo bajo sus pies.

El volante frente a ella.

Ajustó el nudo al respaldo.

Primero al pecho.

Luego a la cintura.

Y cuando quedó bien firme, soltó por primera vez el aliento.

Entonces se puso el cinturón.

No por costumbre.

Sino para reforzarse.

Para no ceder.

Para que el coche y su cuerpo fueran uno solo si el mundo decidía soltarlo todo otra vez.

La llave en la mano.

Un momento.

Una respiración.

Y entonces... la metió en el contacto

El contacto giró.

El motor respondió.

Un rugido apagado.

Vibrante.

Pero vivo.

Vera cerró los ojos un segundo.

Estaba ocurriendo.

Estaba funcionando.

Pisó el embrague.

Luego aceleró suavemente.

El coche tembló.

Pero no se movió.

La dirección estaba firme.

El peso, también.

Soltó el freno de mano.

La sensación fue extraña: como caer hacia arriba.

Como si el mundo le diera permiso.

Giró el volante.

Las ruedas reaccionaron.

Y el coche avanzó... sobre el techo del garaje que antes fue suelo.

Salió despacio por la puerta abierta.

Las ruedas pasaron el borde del marco como si cruzaran entre dimensiones.

Y entonces rodó por primera vez sobre el mundo invertido.

La calle estaba irreconocible.

No quedaba nada flotando en el cielo.

Todo lo que se había elevado... ya se había ido.

Desaparecido.

Arrastrado hacia lo desconocido.

Solo permanecían en el lugar aquellos objetos que, por su peso o su anclaje, no pudieron ser arrancados.

Los más pesados.

Los más aferrados.

Y entre ellos, los coches.

Firmes.

Pegados al suelo antiguo, que ahora era techo.

Algunos perfectamente alineados, otros ladeados o dañados.

Muchos con las puertas abiertas, como si hubieran intentado huir en vano.

En más de uno, Vera alcanzó a ver gente dentro:

caras pegadas a los cristales, ojos redondos observando lo imposible.

Una mujer —con rostro pálido y gesto incrédulo— la vio pasar.

Estaba sentada sobre el techo de su coche, que ahora era su suelo.

No saludó.

No gritó.

Solo la siguió con la mirada, como si ya no pudiera distinguir si Vera era real... o parte del caos.

Vera seguía conduciendo.

El volante firme.

Los nudillos blancos.

Y entonces lo notó.

Un leve zumbido en los oídos.

Una presión que se acumulaba detrás de los ojos.

Estaba demasiado tiempo al revés.

El cuerpo comenzaba a recordarle que aquello no era natural.

Que el mundo no debía funcionar así.

Pasó junto a la panadería.

Los escaparates estaban vacíos.

Todo —el pan, las pastas, los croissants— había sido succionado hacia el techo interior del local.

Ahí, pegados como si el cielo los hubiese absorbido, formaban una especie de mosaico caótico.

El desayuno del mundo, detenido.

Giró la última calle.

El número 14.

Casa de tejado azul.

Ventanas con celosía.

Y un porche que sobresalía lo suficiente para ejecutar su idea final.

Frenó con precisión.

Colocó la marcha atrás.

Y retrocedió.

Metió el coche con delicadeza bajo el porche invertido, hasta que el maletero quedó alineado justo con el techo de madera.

El portón seguía abierto desde su entrada por él.

Había sido su puerta de entrada...

y ahora sería su salida.

El motor se apagó.

Solo el latido de su corazón quedó encendido.

Vera desenrolló la cuerda.

La soltó de su pecho.

Y luego, con calma, liberó el cinturón.

Se giró lentamente, apoyando las manos en el techo del coche —su suelo—

y se arrastró hasta el maletero.

Colocó los pies sobre el borde.

Se impulsó hacia arriba.

Y cayó, con suavidad, sobre el techo del porche.

Ahí, temblando, se levantó.

Miró hacia la puerta.

La que antes era la entrada de su amiga.

Ahora... su única esperanza.

Y caminó hacia ella.

Sin saber lo que iba a encontrar.

——

Tocó la puerta.

Nada.

El pomo cedió con facilidad.

El porche daba paso a un comedor transformado.

La mesa, las sillas, el televisor... todo estaba arriba, clavado al techo como si algún dios travieso hubiera decidido redecorar la gravedad.

Las plantas colgantes de Rosalía, las pocas que aún quedaban vivas, goteaban tierra desde lo alto, como si lloraran su desconcierto.

Vera se aferró al marco superior de la puerta —que ahora era el más bajo— y, con un impulso contenido, saltó al techo invertido de la casa. Sus pies golpearon la madera con un sonido seco y firme.

—Rosalía... —susurró.

Avanzó con cuidado por lo que ahora era el suelo. Pasó junto al comedor. Rodeó la mesa suspendida y, al llegar a la salita donde Rosalía solía coser, se detuvo.

Debajo de un sofá individual —el más pequeño, donde tantas veces la vio tejer—, algo asomaba.

Un cuerpo.

Unos pies descalzos.

Vera se arrodilló lentamente, temblando.

—Rosalía... —repitió, esta vez con la voz quebrada.

Tocó su brazo. Frío.

No lo suficientemente frío.

Movió el sofá con cuidado, con esfuerzo, mientras el mundo parecía sostener el aliento.

Y la llamó otra vez.

—Rosalía... dime algo.