•Nilo•
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El mundo ya no sonaba igual.
Nilo seguía colgado de la barandilla del taller, jadeando.
El esfuerzo por mantenerse era brutal; el suelo —el de siempre— ya no tiraba de él.
Era el techo el que lo reclamaba.
Y todo lo que no superaba su peso... ya estaba allí arriba.
Desde el taller, los tornillos, tuercas, destornilladores y latas habían salido despedidos hacia el techo como una lluvia invertida.
Solo quedaban algunas ruedas de repuesto más pesadas, bancos metálicos atornillados al suelo y una máquina de soldar que temblaba, amenazando con desprenderse.
El resto...
flotaba como si nunca hubiera pertenecido a este planeta.
Aflojó los dedos de la barandilla, tanteando con los pies un trozo de chapa deformada que se había incrustado en la puerta del garaje.
Se impulsó hacia dentro.
Su cuerpo no caía.
Simplemente... cambiaba de eje.
Cada paso en el taller era una lucha.
Las suelas de sus botas se despegaban del suelo con lentitud, como si caminara sobre velcro al revés.
Todo tiraba hacia el techo.
Hacia el cielo.
Abrió la puerta lateral que daba al callejón.
Y vio lo que ocurría afuera.
Al principio era casi imperceptible.
Los toldos empezaban a inflarse hacia arriba.
Luego las bicicletas mal aparcadas se elevaban por sus ruedas.
Una bandeja metálica salió despedida desde la cafetería, girando sobre sí misma como un platillo.
—¡Lucía! —gritó.
La niña de la bici —la hija de Santi, el mecánico— intentaba correr hacia la esquina, pero sus pasos eran torpes.
Parecía avanzar saltando, como en la luna.
El casco ya flotaba atado por las correas a su cuello.
Santi salió tras ella desde el taller de al lado.
Trató de alcanzarla, pero una estantería entera con herramientas se soltó del suelo y chocó contra él, empujándolo contra el portón.
Del otro lado de la calle, Elena, la camarera del bar, intentaba cerrar la puerta del local mientras las sillas flotaban en desorden, rebotando en los ventanales.
Se detuvo.
Cerró los ojos un segundo.
Luego volvió a entrar.
Desde donde estaba, Nilo pudo verla sacar su teléfono móvil, colocarlo sobre el mostrador y activar la grabadora de voz.
Puso música.
Una canción suave.
De esas que suenan cuando nadie las pide, pero llegan justo a tiempo.
Se lo llevó al pecho.
Y comenzó a hablar.
No gritaba.
Solo hablaba.
Palabras que no se oían.
Pero una lágrima escapó de su ojo, flotó en el aire... y subió.
Lenta, solitaria, perfecta.
Después, todo en el bar desapareció de su vista.
Y Nilo ya no volvió a verla.
Santi corría.
El aire ya no empujaba igual.
Cada zancada era más larga, sus botas golpeaban con menos peso.
Lucía flotaba.
Santi saltó.
La atrapó por la mochila justo a tiempo y la impulsó hacia el toldo del bar de al lado.
Lucía aterrizó sobre él, rebotó, y quedó atrapada entre dos tensores.
Santi trepó como pudo, con el cuerpo ya tirado hacia el cielo, y enganchó el cordón de la mochila a uno de los ojales.
Hizo un nudo. Rápido. Firme.
—¡Sujétate a esto! ¡Y no lo sueltes!
¿Me oyes?
Lucía asintió con los ojos bañados en lágrimas.
El toldo crujía.
Uno, dos, tres ganchos saltaron.
Santi buscó con la mirada.
Una cornisa, un balcón, un cable...
Nada.
Todo lo que podía sujetarlo ya estaba cediendo o flotando.
Y él... ya no podía quedarse sin arrastrarla.
La miró.
Sonrió.
—Escúchame, ratona...
Si cierras los ojos, no da miedo.
¿Sabes?
Y recuerda lo que te dije siempre:
nadie en el mundo te quiere como yo.
Santi giró la cabeza hacia Nilo.
"Cuídala."
Y se soltó.
No gritó.
Solo flotó, de espaldas, con los brazos abiertos.
Un banco metálico de taller pasó a su espalda, rotando como si lo escoltara.
Un compresor industrial giraba a lo lejos.
Una viga de acero cruzaba el cielo invertido como el último latido de un lugar que ya no volvería a pisar.
Lucía, en el toldo, se quedó quieta.
Sin moverse.
Apretando los ojos...
como le dijo su padre.
Y entonces Nilo lo vio.
Un niño.
Flotaba a media altura, totalmente suspendido.
Solo una cuerda, enrollada accidentalmente en un viejo soporte de poste de luz, lo mantenía anclado.
Gritaba.
Sus zapatillas golpeaban el aire como si nadara en el vacío.
La cuerda crujía.
Nilo no pensó.
Saltó desde donde estaba, una barandilla ya deformada, y usó su propio impulso para propulsarse hacia un balcón cercano.
El aire lo empujaba hacia arriba.
Su cuerpo pesaba lo justo para mantenerse, pero cada movimiento era una guerra.
Las manos no servían.
Cada intento de trepar era como escalar contra el viento.
Tuvo que enganchar un tobillo en una reja y empujar con todo el cuerpo hacia la siguiente plataforma.
—¡Aguanta! —gritó, aunque el viento se lo tragaba todo.
El niño seguía subiendo.
La cuerda se desenrollaba lentamente, casi con piedad.
Cada hebra que se soltaba era un adiós contenido.
Nilo alcanzó un saliente del poste.
Una caja eléctrica oxidada le sirvió de ancla.
Desde allí, se lanzó con un último impulso.
El tirón hacia arriba era ya constante.
Le dolían los brazos, los riñones, las piernas que apenas lograban empujar.
Pero alcanzó al niño.
Lo agarró por la cintura.
Sintió el temblor de su espalda, la liviandad de sus huesos.
Con una mano libre, arrancó un trozo de cable viejo y lo pasó como pudo alrededor del soporte del poste.
Sus dedos temblaban.
El sudor flotaba de su frente como pequeñas gotas suspendidas.
—Tranquilo... ya está. Ya está.
Apretó el nudo.
Lo reforzó.
Sujetó al niño contra sí, asegurándose de que nada colgara.
Todo lo suelto flotaba ya.
—Estás anclado. No te vas a ir a ninguna parte. Ni tú ni yo.
El niño no decía nada.
Temblaba.
Se aferraba a su cuello como si fuera su único punto de gravedad.
Entonces, el ruido empezó a cambiar.
Primero fue un crujido lejano, como si algo muy grande se rompiera en el horizonte.
Luego, el zumbido constante de cosas flotando se volvió más disperso... más esporádico.
Y después... casi nada.
Un silencio raro.
No de calma.
De falta.
Como si el mundo ya hubiera soltado todo lo que podía perder.
Nilo levantó la cabeza.
La calle entera flotaba.
No quedaban bandejas. Ni bicicletas. Ni cuerpos.
Solo estructuras pesadas... y ellos.
Sintió que el tiempo se congelaba.
Y que, ahora, lo que quedaba... era resistir.
Miró al niño.
—No podemos quedarnos colgando —murmuró—.
Esto no ha terminado.
Lo aseguró con una doble vuelta.
Le habló al oído.
—Voy a buscar la forma de ponernos a salvo. Pero tengo que moverme. No te sueltes. ¿Vale?
El niño asintió apenas.
Nilo lo aseguró con un segundo nudo, usando el resto del cable del poste.
Le dejó un trapo entre las manos para que lo mordiera, por si quería gritar.
Después levantó la vista.
Necesitaba un techo.
Uno bajo.
Uno intermedio entre la posición del niño y Lucía.
Lo encontró a unos seis metros.
Una azotea cuadrada, con un toldo roto y varias unidades de aire acondicionado incrustadas.
Si lograba llegar allí, desde ese punto podría trazar dos rutas:
una hacia Lucía, otra hacia el niño.
Pero tendría que dejar a ambos... solos.
Tragó saliva.
Saltó desde el poste hacia una cornisa flotante que apenas resistía su peso.
De ahí, empujándose como un nadador invertido, alcanzó un tubo vertical de desagüe.
Lo trepó con piernas cruzadas, empujando el talón contra la pared, hasta alcanzar el borde del tejado.
Se encaramó con un gruñido.
Ya no tenía aire.
Ni certeza.
Buscó con la mirada.
Un rollo de cable eléctrico, medio desenrollado.
Resistente.
Lo arrastró con él.
Ató un extremo a una rejilla de ventilación anclada al tejado.
Probó el nudo.
Fuerte.
Se asomó al vacío.
Lucía seguía en el toldo, con los ojos cerrados.
El nudo que Santi había hecho resistía, pero el tejido de la lona ya estaba desgarrado por los bordes.
—Vamos, pequeña... aguanta un poco más.
Pasó el cable alrededor de la cintura, usándolo como línea de vida.
Se dejó caer, bajando a pulso, cada centímetro luchado.
Las manos le ardían.
Cuando llegó a su altura, Lucía abrió los ojos.
—Papá... —dijo, en un susurro.
—No. Soy Nilo.
Tu padre... te salvó.
Ahora yo te voy a subir, ¿sí?
Lucía no respondió.
Solo temblaba.
Nilo pasó el cable por su cintura, lo sujetó con una mordaza que encontró en su bolsillo.
Luego lo enganchó con el mosquetón improvisado a su propio cinturón.
Subió arrastrando.
Centímetro a centímetro.
El cuerpo de Lucía colgaba bajo él, tirando de su espalda.
Cuando tocó el tejado con una rodilla, la soltó, la empujó con fuerza hacia la superficie plana y la ayudó a rodar.
Lucía quedó tumbada.
Respirando con fuerza.
Sin entender nada.
Nilo volvió a por el niño.
La cuerda vibraba con el viento.
Los postes ya no eran fijos: oscilaban como ramas al borde del desarraigo.
Repitió el proceso.
Descendió.
El niño se le lanzó al cuello como un paracaídas humano.
—Tranquilo, tranquilo... yo te tengo.
Esta vez, el ascenso fue más duro.
La cuerda tiraba de su hombro dislocado.
Le sangraban las uñas.
Pero lo logró.
Lo dejó en el techo, junto a Lucía.
Ambos niños se miraban sin entender.
Sin llorar.
Los tres quedaron sobre la superficie plana.
Jadeando.
Temblando.
Y por fin... seguros.
Nilo se dejó caer de rodillas.
Respiraba como si hubiera salido del fondo del mar.
Una sola lágrima flotó frente a sus ojos.
Como si el mundo aún la permitiera.
Y él, por un instante,
supo que seguía...
luchando.