•Saúl•
El móvil vibró con insistencia sobre la mesa de metal oxidado. Saúl abrió los ojos como si despertara de un sueño sin sueños. Había programado esa alarma como un faro entre tinieblas: no para recordarle el tiempo, sino para recordarle que aún existía.
Se incorporó lentamente, con la pesadez de quien lleva demasiados días dormido más por desazón que por necesidad. El refugio subterráneo donde se había encerrado estaba en silencio absoluto, salvo por el crujido remoto de algún soporte de hormigón expandiéndose o cediendo.
Encendió la pantalla del portátil —alimentado por su precaria reserva solar— y repasó por enésima vez los archivos del Arca. Mapas. Registros. Códigos. Fotos borrosas de instalaciones científicas y documentos redactados en un lenguaje técnico y frío. Pero él sabía lo que buscaba. Una pieza concreta, olvidada en un laboratorio al borde de la ciudad, que podía ser el comienzo de algo nuevo… o de nada.
Se acercó a la trampilla reforzada que daba al exterior. La abrió apenas unos centímetros. Afuera, la noche tenía el aliento helado de los mundos que ya no giran igual. Miró en dirección a la ciudad. No se veían luces eléctricas. Solo una calma espectral bañada por la luna llena.
Cerró. Volvió al interior y preparó su mochila con lo esencial: vendas, agua, pastillas potabilizadoras, una cuerda, un encendedor, el portátil. Guardó también un cuchillo de hoja curva y su única arma de fuego. Se vistió como quien se enfunda en una piel ajena: con ropa técnica, reforzada, y una determinación silenciosa.
Y entonces se sentó a esperar.
La inversión volvería pronto, como cada día. Él no saldría hasta que la tierra volviera a sostenerse bajo sus pies. Hasta entonces, su sombra seguía adherida al techo del mundo.
——
La inversión comenzó con una vibración casi imperceptible.
Saúl ya la conocía. La había estudiado, sentido, temido. Primero llegó la presión hacia el oeste. Una fuerza invisible que empujaba como una corriente silenciosa, como si todo el aire quisiera arrastrarlo a otra parte. Dentro de la cueva, rodeado de piedra y estructura reforzada, Saúl apenas se movió. Lo había preparado todo para resistir ese instante. Las cuerdas de su litera aguantaron, el peso de las provisiones estaba anclado, y él mismo estaba bien sujeto, como un alpinista esperando la tormenta.
Después, llegó el tirón hacia abajo.
La gravedad recuperó su dirección “real” —si es que aún podía llamarse así— y la transición fue suave, pero firme. Un ligero estremecimiento recorrió la cueva, seguido de silencio. Silencio absoluto. Saúl aflojó la cuerda del arnés, se puso en pie con calma y revisó sus cosas por última vez.
Cuando salió al exterior, el mundo no lo sorprendió.
Sabía lo que iba a encontrar, al menos en parte.
La ladera descendía con suavidad hacia el valle, bordeada por árboles que seguían anclados a la tierra. La luna llena —más luminosa que nunca, o quizás simplemente más necesaria— bañaba todo con una luz pálida y precisa. No había farolas, ni ventanas encendidas. La oscuridad era natural y casi reconfortante. Y sin embargo, allí estaba: la ciudad.
Dormida. Oscura. Rota.
Pero viva. Aún viva.
Desde lo alto, pudo ver el trazado de calles como cicatrices silenciosas. Todos los edificios permanecían en pie, sólidos, imponentes incluso sin luz. Solo faltaban los objetos ligeros, aquellos que no habían alcanzado los cien kilos: barriles, señales, muebles, recuerdos. El laboratorio estaba allí, envuelto en sombras, pero presente.
Saúl respiró hondo. Su objetivo estaba claro. Pero no podía evitar pensar en lo demás. En los que quizá quedaban por ahí. En los que aún no habían encontrado refugio. Si se cruzaba con alguien en el camino, no dudaría. No podía dejar que el mundo nuevo matara del todo al viejo que llevaba dentro.
Y con la luna guiando su paso, descendió.
——
Bajó durante casi una hora, bordeando las laderas con pasos medidos, cruzando matorrales silenciosos y un terreno ahora sorprendentemente llano, casi antinatural. No había piedras pequeñas, ni ramas sueltas, ni escombros livianos. El suelo parecía limpio, barrido por una fuerza cósmica que lo había dejado desnudo y estable, como si caminara sobre una herida ya cicatrizada. Todo lo que pesaba menos de cien kilos había sido arrancado por Nemesis, y el paisaje ahora tenía la textura inquietante del vacío. Se sentía en el espacio, pero con gravedad. Con historia.
El aire tenía una densidad extraña, como si el mundo aún no hubiese decidido en qué dirección pesar.
Cuando alcanzó los primeros barrios de las afueras, Saúl sintió que entraba en una zona suspendida entre la memoria y el desastre.
No había luces. No había motores. No había ruidos.
Pero sí había gente.
Poca. Muy poca. Pero real. Despeinados, cubiertos de polvo, con la ropa rasgada y los ojos desbordados. Saúl vio a una madre buscando entre escombros, llamando un nombre que se le quebraba en la garganta. A un anciano apoyado en una viga caída, abrazando una fotografía sin marco. A dos jóvenes empujando un coche medio volcado, quizás por salvar algo, quizás por moverse simplemente.
Se ayudaban entre ellos. Aunque no hablaran. Aunque estuvieran al borde del llanto. Se ayudaban.
Una mujer de unos cuarenta años se le acercó sin palabras, temblorosa, y le extendió una fotografía plastificada: un niño sonriente, con una camiseta roja y un diente torcido.
—¿Lo has visto? —preguntó con voz cortada.
Saúl negó con la cabeza, con suavidad. Le sostuvo la mirada.
—¿Cómo se llama?
—Iván. Tiene siete años. Salió corriendo cuando… cuando todo empezó —respondió ella, sin aire.
—Si lo encuentro, le diré que lo estás buscando. ¿Dónde vives?
—Aquí cerca. En la calle Geranio. Número 3. No me moveré de allí.
Saúl asintió.
—Hazlo. Y de día… permanece dentro. Pase lo que pase. Solo de noche es seguro.
Ella asintió también, como si esas palabras fueran una pequeña cuerda en mitad del abismo.
El corazón de Saúl, endurecido por la lógica y el cálculo, se estremeció un poco. Porque aún quedaba algo. Porque no todo se había ido al abismo.
Nemesis había robado millones de cuerpos. Había arrancado los objetos más livianos del planeta. Pero no había podido con eso: con esa llama que algunos aún llevaban dentro. Con la voluntad de no dejarse ir del todo.
Saúl cruzó una avenida en silencio, con la capucha baja y la mochila pegada al cuerpo. A cada paso encontraba más rastros de humanidad perdida: cartas abiertas, zapatos de niño, una radio rota.
Pero también escuchaba respiraciones. Llantos. Pequeñas voces.
Y eso era algo.
La ciudad no estaba muerta. Estaba herida.
Y a veces, pensó Saúl, lo herido es lo que más lucha por vivir.
——
Llegó a una plaza abierta, antigua, con bancos de piedra y una fuente seca en el centro. Bajo la luna llena, todo tenía un tinte de revelación. Las fachadas de los edificios aún se sostenían, mudas, como testigos de un mundo que ya no estaba.
Un grupo disperso de personas se refugiaba entre portales y esquinas. Algunos hablaban entre ellos, otros simplemente miraban al cielo, buscando algo que no sabían cómo nombrar.
Saúl se subió a un pequeño pedestal caído —quizás parte de una estatua arrancada por el cielo— y alzó la voz.
—¡Escuchadme todos! —rugió, firme.
Las cabezas giraron. Poco a poco, la atención se acumuló sobre él como polvo magnético. Su figura alta, la chaqueta ajustada, la linterna colgando del cinturón, el arma escondida. Algo en su tono hacía imposible ignorarlo.
—¡Lo que ocurrió volverá a pasar! ¡No es un milagro! ¡Es un ciclo! ¡Una inversión total cada doce horas! ¡Cada mediodía… y cada medianoche!
El silencio fue inmediato.
—¡Habéis sobrevivido a la noche! ¡Pero volverá a suceder al mediodía! ¡El mundo se invertirá otra vez! ¡Todo lo que pese menos de cien kilos… se irá si no está anclado!
Una mujer soltó un grito ahogado. Un joven con una venda en la cabeza maldijo. Alguien rompió a llorar.
—¡Debéis permanecer dentro! ¡Buscar estructuras pesadas, sótanos, refugios! ¡Todo lo que no esté preparado volará al abismo! ¡O volverá colgado del cielo hasta caer en la siguiente inversión!
Algunas personas empezaron a hablar entre ellas, alarmadas. Un niño pequeño abrazó a su padre.
—¡No quiero asustaros! —gritó Saúl, con los brazos abiertos—. ¡Quiero daros tiempo! ¡Quiero que estéis vivos esta noche! ¡Y también mañana!
Hizo una breve pausa, la mirada encendida.
—¡Ahora es cuando más necesitamos ayudarnos unos a otros! ¡Sin violencia, sin miedo, sin egoísmo! ¡La rabia no nos protegerá… pero la unidad sí! Si compartimos lo que tenemos, si nos cuidamos los unos a los otros, saldremos adelante. ¡No estamos solos, aunque lo parezca!
Se bajó del pedestal. Su rostro, ahora visible por la luna, era una mezcla de cansancio y urgencia.
Una anciana se le acercó y le tocó el brazo.
—¿Eres tú quien va a arreglar todo esto?
Saúl le sostuvo la mirada, apenas un instante, y luego dijo:
—No lo sé. Pero al menos… lo intentaré.
Y siguió su camino hacia el laboratorio, con pasos decididos, mientras detrás de él comenzaban a moverse como engranajes rotos los que aún quedaban.