•Nilo •
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El cielo estaba abajo.
Y el suelo... ya no era suelo.
Desde aquella azotea invertida, Nilo veía la ciudad convertida en maqueta suspendida.
Las persianas colgaban como lenguas rendidas.
Y el silencio... era absoluto.
No porque no hubiera ruido, sino porque ya no quedaba nadie para hacerlo.
Lucía y el niño —aún sin nombre— estaban sentados junto a él, en cuclillas, con las manos sujetas a una barandilla rota que ya no sabía hacia dónde tirar.
Era una pausa. Frágil. Artificial.
Como si el mundo les diera apenas un minuto... antes de seguir rompiéndose.
Nilo se asomó.
Abajo —que ahora era arriba— quedaba un balcón con una reja firme.
Debajo de ese balcón, la puerta corredera de un antiguo primero.
Si lograba bajar colgándose desde allí, tal vez podría acceder al interior.
Un hogar.
Una habitación sin gravedad.
Un refugio, aunque sea invertido.
Pero si entraba...
Si entraba, no podría bajar a los niños
Y si todo seguía despegándose del mundo...
Él sería solo otro peso suelto, sin dónde volver.
Suspiró.
No. No aún.
Se giró hacia ellos.
El niño tenía los nudillos blancos de tanto apretar la reja.
Lucía, las rodillas raspadas y los ojos rojos.
Pero estaban.
Estaban vivos.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó al niño.
Este dudó. Trató de hablar. La voz le salió fina, rota.
—Mauro.
—Mauro —repitió Nilo, como si saboreara el nombre—. Suena a tipo valiente.
¿Te has dado cuenta de lo que has hecho?
Mauro negó, confundido.
—Has vencido al cielo —dijo Nilo, con media sonrisa—.
Te quería llevar, y tú dijiste que no. Eso es de héroes, ¿sabes?
Lucía lo miraba.
Los ojos vidriosos.
La boca apretada.
No lloraba.
Solo... quería preguntar.
—¿Y mi papá?
Nilo se quedó quieto.
No bajó la mirada.
No mintió.
—Tu papá fue más rápido que el viento.
Y más fuerte que esta locura.
Saltó por ti, ¿recuerdas?
Lucía asintió.
—Y ahora estás aquí, porque él te enseñó a no tener miedo.
Porque él sabía... que tú ibas a resistir.
Él no cayó: voló.
Como solo vuelan los que aman sin medida.
Se convirtió en algo que ni siquiera la gravedad pudo detener.
Y en ese último gesto, cuando te dejó a salvo...
te dejó también su fuerza.
—Allá arriba, donde todo flota, hay cosas que nunca regresan.
Pero brillan.
Y ahora, cuando mires al cielo, busca la estrella que te hace sentir valiente.
Esa será él.
Siempre ahí, vigilando.
A tu altura... o un poquito más cerca del corazón.
Lucía tragó saliva.
Se aferró a la rodilla de Nilo.
Y cerró los ojos.
Nilo les habló de un perro que perseguía grillos en su taller.
De una vez que intentó soldar con los ojos cerrados "porque creía que ya lo sabía todo".
De cómo su hermana le enseñó a mirar las estrellas... sin pensar que estaban lejos.
Les habló de cosas pequeñas.
De cómo su madre cocinaba una sopa que parecía tener superpoderes.
De una vez que casi se quedó pegado a un poste con hielo.
De una historia que no acababa nunca, pero que él inventaba todo el rato.
Y por un momento, el aire dejó de tirar.
Por un momento, no eran supervivientes.
Solo tres personas... juntas.
Resistiendo.
——
Mientras hablaba con los niños, Nilo no dejaba de observar.
El corazón contaba cuentos, pero la mente... trazaba rutas.
Ya había analizado el balcón de abajo, el primero, y su vieja puerta corredera,
pero ahora miraba hacia arriba.
A cinco metros sobre ellos flotaba la calle —suelo suspendido—
y, un poco más abajo, a apenas dos metros,
la cornisa superior de un local: una tienda abandonada,
sus letras despegadas, su escaparate vacío como un ojo sin párpado.
Si lograba lanzar el cable —el mismo que había usado para rescatarlos—
y engancharlo en algún borde o rejilla del tejado del local,
quizá podría trepar hasta allí.
Y desde ese punto más alto...
tendría el ángulo perfecto para izar a los niños uno a uno.
Lo pensó.
Lo calculó.
Preparó el lazo con un nudo cowboy, firme y flexible.
Respiró hondo.
Y lanzó.
Uno, dos, tres intentos fallidos.
El cable rebotaba contra la pared del local y caía como un látigo rendido.
El cuarto intento casi lo engancha, pero volvió a soltarse.
En el séptimo, pareció rozar una cornisa, pero también fue en vano.
Nilo sudaba. Respiraba por la boca. Cada vez que lanzaba, el esfuerzo le recorría la espalda como una cuerda tensa a punto de romperse.
A la undécima caída, el cable quedó enredado en su propio nudo y Nilo perdió el equilibrio.
Cayó de espaldas.
Sus pies resbalaron y su cuerpo se arrastró hacia el borde de la azotea.
Durante un segundo —uno solo— no hubo nada.
Solo el abismo.
La calle suspendida allá arriba, el vacío debajo, el viento sin dirección.
Pero logró aferrarse a una rejilla.
Respiró con fuerza.
Cerró los ojos.
Volvió a empezar.
Y lanzó.
Y lanzó.
Y lanzó.
Hasta que no pudo más.
Se dejó caer junto a los niños, con la cuerda entre las manos. El pecho subía y bajaba como un fuelle roto.
Lucía lo miró en silencio. Mauro también.
Un rato después, Mauro se puso de pie.
—¿Puedo intentarlo? —dijo.
—Claro —respondió Nilo, sin mucha esperanza.
El niño tomó la cuerda. La observó. Midió con la mirada. Lanzó sin fuerza.
Nada.
Segundo intento.
Nada.
Tercero...
La cuerda se enganchó.
Por un instante.
Por otro más.
Y aguantó.
Nilo se incorporó de golpe.
Lo miró boquiabierto. Y sonrió.
—Eh... ¡qué maravilla hiciste!
Probó tirando con fuerza.
La cuerda resistía.
Sí. Esta vez, sí.
Enganchó su cinturón. Y comenzó a subir. Centímetro a centímetro. La gravedad era traicionera, pero su determinación... mucho más.
Cuando tocó el borde superior del local, supo que, al fin, habían encontrado una salida.
——
Una vez dentro del local, Nilo sintió que el mundo entero se tambaleaba sobre un hilo invisible. Caminaba sobre el techo como si fuera un suelo nuevo, pero nada en ese lugar tenía sentido. Todo estaba del revés. Estanterías boca abajo, pantallas colgando por sus cables, sillas y objetos livianos... suspendidos. Pegados al techo como si alguien los hubiera clavado allí para siempre.
Era una tienda, quizá de electrodomésticos o herramientas. El mostrador flotaba a unos centímetros, aún en su sitio, aferrado por un milagro de peso y estructura.
Sus botas resonaban sobre el falso suelo con un eco apagado. Buscaba con urgencia algo más resistente. Una cuerda, una cincha, cualquier cosa que pudiera sujetar mejor a los niños. El cielo, allá arriba —es decir, abajo— comenzaba a apagarse en un tono azul sucio, un gris violeta que no anunciaba noche, sino incertidumbre.
Se hizo de noche buscando entre todo aquello .
Entonces lo vio.
Un cinturón de seguridad industrial, aún anclado a una máquina de carga caída de costado. Lo tiró, lo examinó, lo alargó con ayuda del cable anterior. Lo aseguró con un nudo doble y lo preparó todo como si aquella cuerda fuera la última palabra entre el cielo y el abismo.
Volvió a la entrada del local. El borde de la puerta ya era más suyo que del edificio. Desde ahí, miró hacia abajo. Lucía y Mauro lo observaban en silencio , apenas iluminados por una luna nueva que flotaba entre escombros.
—Lucía, tú primero —dijo con firmeza.
Le lanzó el extremo y ella se ató como le había dicho. Nilo comprobó el nudo dos veces, apoyó los pies contra la pared invertida y comenzó a tirar.
Fue lenta. Su cuerpo oscilaba como una cometa con miedo. Pero subía. Centímetro a centímetro. Hasta que pudo alargar el brazo y llevarla con él hacia el interior del local.
Lucía cayó jadeando, sin entender del todo lo que pasaba. Pero estaba arriba. Estaba viva.
—Ahora tú, Mauro —llamó.
El niño repitió el proceso, esta vez con más torpeza. Cuando quedaba apenas un metro para alcanzarlo, Nilo notó el cambio. Una presión. Primero leve. Luego... creciente.
El viento ya no venía del cielo.
Ahora empujaba hacia el oeste.
Lucía gritó.
La ráfaga los empujó contra el lateral del local. Nilo se estrelló primero, protegiéndola con el cuerpo. No soltó la cuerda. Mauro quedó colgando hacia un lado, oscilando en silencio como una lámpara rota.
Y entonces, el mundo volvió.
La gravedad se reescribió como si alguien apagara un interruptor. Primero una sacudida. Luego... el derrumbe.
Cayeron.
El local dejó de ser techo y volvió a ser suelo. Pero no era su suelo.
Lucía y Nilo rodaron por la fachada como hojas secas, golpeando la acera de costado. No fue una caída brutal, pero sí suficiente para hacerles perder el aliento.
Nilo se incorporó como pudo, con las palmas raspadas y la mirada errante.
—¡Mauro! —gritó.
Corrió entre cascotes, latas aplastadas y bolsas de polvo.
Y lo vio.
El niño estaba de espaldas, tirado sobre una lona gruesa, probablemente de algún mercado cercano. Algo que había resistido porque su peso era mayor al umbral maldito.
Mauro se incorporó, con los ojos enormes, y al ver a Nilo, sonrió sin saber por qué.
—Estoy bien —dijo.
Y entonces, por primera vez desde que todo había empezado... Nilo dejó que sus rodillas tocaran el suelo.
El mundo, al fin, parecía estar en su sitio y gracias a esa maniobra ,la caída fué mucho más corta por pocos minutos.
——
El barrio parecía dormido. Quieto. Como si aún no supiera en qué parte del cielo debía estar.
Nilo salió del callejón con cuidado, Lucía y Mauro pegados a sus costados como dos satélites desorientados. Miró al cielo, a los cables, a los balcones... todo parecía estable. Al menos por ahora.
No se alejó mucho.
Pero tampoco podía quedarse allí. Necesitaban cobijo. Agua. Comida. Una cama que no colgara del techo.
Y, sobre todo, necesitaban no volver a
estar solos.
—Vamos, pequeños —les dijo—. Esto es como una misión secreta. Pero de las divertidas, ¿eh? Nada de monstruos ni cosas raras. Solo buscamos el cuartel general.
Lucía sonrió con la comisura rota. Mauro no soltó su mano.
Caminaron por una calle familiar, pero extrañamente ajena. El suelo tenía marcas extrañas, grietas donde antes hubo arena.
Y empezaron a verlos.
Personas.
Supervivientes saliendo de portales, de tiendas, de rincones donde habían esperado... a que todo dejara de moverse. Hablaban entre ellos con susurros temblorosos, con los ojos en el cielo como si aún pudiera traicionarlos.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó una mujer a Nilo—. ¿Es esto el fin del mundo?
—No lo sé —respondió él—. Pero si lo es, aún estamos dentro.
Se giró hacia los demás, con la voz más firme:
—Escuchadme todos. No os alejéis nunca de un techo. Si vuelve... si vuelve, será sin avisar. Tened algo a lo que agarraros. Una mesa, una viga, lo que sea.
Algunos asentían. Otros simplemente lloraban.
Nilo no se quedó mucho tiempo.
Guiando a los niños, entró en el bar de Elena.
Dentro, todo estaba al revés. Luego del doble giro, los muebles habían quedado como juguetes desordenados. Había cristales en el suelo y botellas rotas en los rincones.
—Tranquilos —les dijo a los niños—. Hoy dormimos en una taberna pirata.
Lucía rió bajito. Mauro estaba exhausto.
Subieron al altillo donde aún quedaba una cama. Nilo encontró una caja de galletas, una botella de agua y algo de pan seco. Lo suficiente para no dormir con el estómago vacío.
Buscó a la camarera. Gritó su nombre. Nada.
Solo el silencio... y un móvil.
Estaba junto a la cafetera, con la pantalla agrietada y la batería a punto de morir. Lo desbloqueó sin pensarlo y allí estaba: un audio grabado. No enviado. Con un nombre que decía: Hijo.
Nilo bajó el volumen, lo guardó en el bolsillo y subió con los niños.
—Aquí descansamos —dijo—. Ya he hecho el check-in por vosotros.
Ordenó la habitación lo justo para que pareciera un refugio. Les dejó la cama. Él se quedaría en una silla. Siempre despierto. Siempre cerca.
Cuando ambos se quedaron dormidos —Lucía abrazada a un cojín, Mauro aún con los zapatos puestos—, Nilo bajó las escaleras con un suspiro largo y una caja de cigarrillos que había rescatado de ese desorden .
Se sentó en la puerta del bar, con las piernas estiradas y el mechero en la mano.
Fumó.
El humo subía tranquilo. Como si el aire no supiera lo que había pasado.
Sacó el móvil. Puso el audio. Una voz de mujer comenzó a hablar, entre lágrimas, diciendo cuánto lo sentía, cuánto lo quería... y cómo no sabía si lo vería de nuevo.
Nilo no lloró.
Solo escuchó.
Y fue entonces cuando, al otro lado de la plaza, un hombre se subió a un algo y pidió atención con las manos en alto.
— ¡Escuchadme todos! —gritaba—.
—¡Lo que ocurrió volverá a pasar! ¡No es un milagro! ¡Es un ciclo! ¡Una inversión total cada doce horas! ¡Cada mediodía... y cada medianoche!
Nilo entornó los ojos.
La voz no le era familiar.
Pero la fuerza sí.
Porque algo en ella no se rompía.
Y esa noche, por primera vez, no sintió que estaban huyendo.
Sentía que alguien... estaba empezando a dar respuestas.
Y aunque aún no lo sabía...
ese hombre volvería a cruzarse en su camino.
Para cambiarlo todo.