Capítulo 14 - “El rincón de Vera, entre latas y consuelo”

•Vera•

Vera incorporó a Rosalía con delicadeza, como si su cuerpo pudiera deshacerse con un simple gesto. La sostuvo de los hombros hasta sentarla contra el lateral del sofá. Durante unos segundos, Rosalía no reaccionó. Pero luego tosió, una, dos veces, y sus párpados comenzaron a temblar.

—Rosalía… —susurró Vera, con una mezcla de alivio y temor.

La mujer abrió los ojos lentamente. Desorientada. Como si acabara de despertar de un sueño demasiado largo.

—¿Qué…? ¿Dónde…?

Vera le sostuvo la mano.

—No te asustes —dijo con voz suave—. Todo está bien… o lo estará.

Rosalía miró a su alrededor. Vio el techo donde solía estar el suelo. Vio la lámpara colgando desde lo que ahora era la parte inferior de la casa. Y, cuando se acercó a la ventana, su mirada se perdió en el paisaje al revés: árboles flotando desde las raíces, calles suspendidas como una cinta rota, coches clavados en la nada como moscas atrapadas en ámbar.

—Dios mío… —murmuró—. ¿Qué ha pasado?

Vera se acercó a ella y, con pocas palabras, le explicó lo esencial. La inversión. El caos. La confusión. Y el mundo convertido en un lugar sin arriba ni abajo.

Rosalía se giró. Caminó hacia ella con una ternura antigua. Y la abrazó como se abraza a una hija tras el miedo.

—Ay, mi niña… lo que habrás vivido tú sola.

Le acarició el cabello, la espalda. Vera se tensó, pero luego se dejó caer en ese abrazo como en un refugio al que no sabía que podía volver.

Entonces Rosalía se apartó un poco y preguntó con la voz entrecortada:

—¿Y Alex? ¿Y tu madre?

Vera no respondió con palabras.

Solo bajó la mirada. Un gesto, una lágrima que cayó sin hacer ruido.

Rosalía comprendió al instante.

La volvió a abrazar. Más fuerte. Más tiempo.

—Shhh… No tienes que explicarme.

Ellos te estarían mirando ahora mismo con orgullo.

Eres lo mejor que pudieron dejarle a este mundo.

Vera se quebró en silencio. Pero no huyó del consuelo. Se quedó. Acurrucada con ella. Por un rato que no midieron.

Hasta que Rosalía, con su tono más calmo, preguntó:

—¿Y cómo has llegado hasta aquí?

Vera suspiró. Le contó todo. El caos en la calle. Los techos volando. Las decisiones rápidas. El instinto. El miedo. Y la fuerza que ni sabía que tenía.

Rosalía la escuchó con ojos emocionados.

—Eres luz, Vera.

De esa que no se apaga aunque todo se venga abajo.

No cualquiera atraviesa un mundo del revés solo por un poco de amor.

Tú lo hiciste.

Y eso… eso te hace enorme.

Vera no sabía qué decir. Pero algo dentro de ella se sostuvo un poco mejor.

Después de unos minutos en silencio, Rosalía le preguntó con una sonrisa cansada:

—¿Tienes hambre?

—No… la verdad que no —murmuró Vera.

—Pues da igual —replicó ella—. Porque aquí vamos a seguir vivas. Y para eso hay que comer, aunque sea sin ganas.

Rosalía señaló el armario empotrado, ahora arriba, como todo lo demás.

—Ahí tengo latas de conserva y botellas de agua. Todo revuelto, claro… pero suficiente para unos días. Y en el sótano —es decir, allá arriba— tengo un camping gas. No nos faltará de nada.

Vera asintió. Se acercó con cuidado al armario. Se trepó con esfuerzo sobre una silla al revés, apoyó una rodilla en un estante caído y abrió la puerta.

Un alud de latas cayó sobre ella.

—¡Ay! —soltó, mientras su cabeza asomaba de entre los bultos de atún y verduras precocidas.

Rosalía la miró, sorprendida.

Y fue entonces —por primera vez desde que todo comenzó— que Vera sonrió.

Una sonrisa pequeña. Involuntaria. Pero sincera.

Como quien recuerda, aunque solo sea por un segundo, que aún puede existir un lugar para la risa.

——

Vera examinaba las latas esparcidas por el suelo-techo, recogiendo una a una las que no habían rodado demasiado lejos. Judías verdes, lentejas con chorizo, melocotones en almíbar. Se giró hacia Rosalía, con una ceja arqueada.

—¿Pero por qué tienes tantas latas? ¿Esperabas el apocalipsis?

Rosalía sonrió con una mezcla de orgullo y melancolía.

—No hace falta esperar nada cuando ya lo has vivido.

Yo crecí con hambre, Vera. De la de verdad.

La posguerra nos enseñó a guardar, a prever.

A saber que mañana puede no haber nada… y a que lo poco que tengas, te puede salvar la vida.

Vera la miró con ojos distintos. No solo como a una mujer mayor, sino como a una superviviente. Como a una igual. Algo se encendió dentro de ella. Un reflejo de coraje. Una chispa de continuidad. Si Rosalía había aprendido a resistir, ¿cómo no iba ella a seguir intentándolo?

—Voy a por ese camping gas —dijo, con decisión nueva en la voz.

Revisó la estancia, aún patas arriba. Se acercó a la mesa de comedor, ahora suspendida en la nada como un armatoste flotante. La giró con cuidado, la empujó hasta encajarla como una base improvisada. Luego arrastró una silla, la colocó encima y trepó con precaución hasta quedar justo frente al marco superior del sótano… ahora convertido en su única entrada.

Se impulsó con fuerza y se adentró por el hueco, alzando las piernas como si trepara hacia el cielo.

Dentro, todo era un caos.

Cajas volcadas, herramientas flotando desde las paredes, estanterías retorcidas. Pero Vera se movía con convicción. Rebuscando entre los objetos desplazados por el mundo invertido, halló finalmente el botiquín dorado del camping gas, con su bombona pequeña aún sujeta a un lado.

Lo sostuvo con ambas manos, aliviada. Iban a poder cocinar. Iban a poder sobrevivir.

Mientras acomodaba el equipo junto a la entrada, sus ojos se fijaron en algo más: una escalera extensible, metálica, firme, medio atascada bajo un viejo mueble. La rescató, comprobó su estado. Funcional.

La arrastró hasta la ventanita inferior del sótano —antes superior— para tener más luz.

Y entonces lo vio.

El coche de Alonso.

Aparcado de espaldas en el porche de Rosalía. Quieto. En pie. Pegado al suelo, como si nada. Como si el mundo no hubiese cambiado nunca.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

Sintió algo. Un susurro interno. Una intuición fría.

¿Y si volvemos a girarnos?

No podía apartar la vista del coche. Si el mundo se enderezaba de golpe, Rosalía… dos metros de altura. Una caída directa.

No sobreviviría.

Tenía que sacarla de la casa. Meterla allí, en el coche. Un habitáculo cerrado. Aislado. Un capullo protector contra lo que pudiera venir.

Miró la escalera. Luego la estancia.

Si no servía la escalera, usaría la nevera. O una mesa. O una estantería. Lo que fuera.

Pero iba a sacar a Rosalía de allí.

Porque el mundo podía dar otra vuelta en cualquier momento.

Y esta vez, no iba a dejar que lo encontrara desprevenida.

——

Vera asomó medio cuerpo por el marco superior —aquel umbral improbable que ahora era su entrada al mundo— y miró hacia abajo, a Rosalía.

—¿Necesitas algo de aquí arriba? Agua, abrigo, alguna de tus mantitas… —dijo, mientras escaneaba rápidamente el entorno—. Si necesitas algo, dímelo ya. Porque nos vamos de la casa.

Rosalía soltó una risa corta, casi divertida.

—¿Y a dónde vamos a ir, niña?

Vera le sostuvo la mirada con una determinación nueva.

—A un lugar seguro.

Sin esperar respuesta, apoyó la escalera extensible, la bloqueó con precisión y bajó con agilidad, como si su cuerpo estuviera hecho para resistir más de lo que creía. Tocó tierra firme —o techo firme, según la lógica invertida— y se acercó a Rosalía con el rostro encendido de energía.

Le explicó su plan. El coche, el colchón, el refugio improvisado. Pero Rosalía negó con la cabeza, lentamente, apretando los labios.

—No voy a salir de aquí, Vera. Esta es mi casa. Mi vida.

Vera tragó saliva.

—Rosalía… si tú… si tú te haces daño… si te pierdo también… —La voz se le quebró, y no hizo nada por ocultarlo— No me lo perdonaría nunca. Nunca.

Rosalía bajó la mirada. Aquellas palabras, más que convencerla, le pellizcaron el alma.

Asintió.

—Si has jugado tu vida por llegar hasta aquí… entonces yo haré lo que haga falta por ti.

Y lo dijo con esa calma que solo da el amor verdadero, ese que no grita pero sostiene.

Pero el planteamiento era solo la teoría.

La práctica era otra cosa.

Subir a Rosalía por esa escalera era arriesgado. Alto, inestable. Demasiado vertical para una mujer mayor. Vera lo vio claro: necesitaban otra solución.

Se puso manos a la obra.

Revolvió muebles, arrastró electrodomésticos. Giró la nevera, la empujó contra la pared como si pesara la mitad. Colocó mesitas, cajoneras, hasta el sofá. Luego fue a por los colchones de los dormitorios. Uno lo dejó justo detrás de la escalera improvisada, por si algo fallaba. El otro lo arrastró hasta el coche, y lo encajó en lo que ahora era su suelo interior: el techo.

—Parece que estés montando el porche de una casa de muñecas —bromeó Rosalía, observando la estructura creciente.

Y, de alguna manera, era cierto.

Cuando estuvo todo listo, subieron.

Peldaño a peldaño, módulo a módulo. Vera delante, marcando el ritmo. Rosalía, lenta pero decidida. El tramo final, el salto del último escalón al maletero abierto, fue el más difícil. Pero Vera estiró los brazos, la sostuvo con fuerza, y juntas lo consiguieron.

Rosalía se dejó caer sobre el colchón con un suspiro largo. Lo había logrado. Estaba dentro.

Luego vino el aprovisionamiento. Vera empezó a lanzar las latas de conserva, el camping gas, botellas de agua, paquetes de arroz, galletas. Todo lo que pudieran necesitar. Lo organizó dentro del coche como si fuera su nuevo hogar.

Cuando todo estuvo listo, las dos se acomodaron como pudieron.

Hablaron durante un rato. De lo que podría venir. De lo que podría ser. Y por un momento, dejaron que el miedo se sentara en la esquina y les diera tregua.

Rosalía se quedó dormida, agotada. Su respiración era lenta, serena.

Vera, en cambio, permaneció despierta.

Se apoyó contra la puerta del coche y miró el horizonte… invertido. El cielo estirándose desde abajo, el sol ocultándose desde lo alto de un mundo que ya no obedecía las leyes del antes.

Y sin embargo, en ese momento suspendido entre el horror y la esperanza, algo en ella sintió paz.

Rosalía estaba a salvo. Y ella también.

“Mañana será otro día”, pensó.

Y, por primera vez en horas, cerró los ojos sin miedo.

——

Un leve crujido.

Una presión sorda, extraña.

Vera abrió los ojos, confusa.

Algo empujaba su costado derecho, justo por donde había estado contemplando el anochecer. Era como si el mundo otra vez comenzara a reconfigurarse, a deslizarse, a ceder bajo una fuerza muda.

—¿Rosalía? —murmuró, tratando de incorporarse, pero no podía. Algo la retenía.

Las latas de conserva que habían apilado tan cuidadosamente empezaron a rodar, a empujarla también. La presión seguía aumentando. No era un golpe, no era un temblor: era una fuerza continua y muda, como una marea invisible que cambiaba las reglas del juego otra vez.

Desde los asientos de atrás, escuchó la voz quebrada de Rosalía.

—¿Qué… qué está pasando? Vera…

Era más un sollozo que una pregunta. Llanto contenido, lleno de asombro y de miedo. El tipo de miedo que sólo siente alguien que ya ha vivido demasiado para soportar lo imposible.

—Tranquila —dijo Vera, aunque su voz temblaba también.

Las latas cayeron, una a una, por el maletero entreabierto. Algunas salieron rodando por una de las ventanillas laterales que había quedado mal cerrada. Otras simplemente chocaban entre sí, resbalando hacia ellas.

Todo dentro del coche se movía, pero de forma extraña… ladeada. Como si el espacio se estuviera inclinando. No caían de golpe, no chocaban con violencia. Era más bien un deslizamiento, una insistencia. Como si el coche entero estuviera siendo absorbido por algo más grande que su comprensión.

Vera sintió cómo su cuerpo era arrastrado lentamente desde el lateral hacia la parte baja del coche. Lo mismo ocurría con Rosalía.

Los cuerpos, las mochilas, el colchón, todo se comprimía hacia abajo.

Hasta que, de pronto…

Todo se detuvo.

Y la gravedad volvió a ser la de siempre.

Vera respiró hondo. Estaba sentada en el asiento del copiloto, con el cuerpo todavía tenso. Giró rápidamente.

—¡Rosalía!

Rosalía estaba en los asientos traseros, envuelta en el colchón, desorientada, pero viva.

—Estoy bien… estoy bien —susurró la anciana, como si no pudiera creerlo del todo.

—¡Hemos vuelto a girar! —exclamó Vera, con un brillo nuevo en los ojos— ¡Rosalía! ¡Te he salvado! ¡Lo conseguimos!

Se abalanzó hacia ella entre risas, llantos y suspiros contenidos. La besó en la mejilla una y otra vez, con una mezcla de alivio y euforia, como si fuera una niña reencontrándose con su madre después de una pesadilla.

—Te he salvado… te he salvado —repetía, abrazándola con fuerza.

Y por primera vez desde que perdió a Álex y a su madre, por primera vez en lo que parecían años comprimidos en días, Vera sintió algo que creía perdido.

Valor. Sentido. Amor.

El coche estaba desordenado. Todo removido. Pero ellas estaban vivas. Juntas.

Y el mundo, aunque loco, había vuelto a girar.

——

El mundo había vuelto. O al menos, eso parecía.

Pero algo en Vera no encajaba.

Abrió la puerta del coche y bajó lentamente, como si el suelo pudiera mentirle. Al posar ambos pies, una oleada extraña la recorrió: estar de pie en el suelo, sentir la gravedad como siempre había sido… eso, ahora, se sentía raro. Falso. Como una memoria lejana que volvía en un cuerpo distinto.

Miró alrededor.

La rampa de muebles, colchones y electrodomésticos que tan meticulosamente había armado estaba ahora esparcida por todo el porche como piezas de un castillo derrumbado.

Sillas patas arriba.

La nevera ladeada.

El sofá abierto como un libro triste.

El desorden tenía algo de dolor y algo de belleza.

Porque era prueba de que había valido la pena.

Vera se quedó un momento quieta, meditando. Le habría gustado pensar que todo había terminado, que el mundo no volvería a girar como una ruleta cruel. Pero no podía confiar en eso. No aún.

Se volvió hacia el coche.

—Rosalía… hoy dormimos aquí. No nos moveremos de este coche, por si acaso.

La anciana, con los ojos todavía pesados, asintió en silencio.

Vera se puso manos a la obra. Esta vez no con la urgencia de la supervivencia inmediata, sino con el cuidado de quien empieza a construir un refugio.

Bajó los asientos traseros del coche.

Colocó el colchón atravesando el maletero y los asientos, creando una cama improvisada pero cálida, con el hueco suficiente para descansar las piernas sin encogerse demasiado.

Salió a recoger las latas que había visto rodar fuera. Algunas abolladas, otras abiertas. Las limpió con lo que tenía y volvió a guardarlas, esta vez en el suelo del copiloto, bien acomodadas, bien sujetas.

Cuando terminó, se dejó caer al lado de Rosalía, que ya la miraba con ternura.

—¿Sabes qué? —murmuró Vera—. Creo que esta noche sí podremos dormir. De verdad.

Rosalía le respondió con una caricia suave en el brazo, una de esas que no necesitan palabras.

Se acurrucaron juntas bajo una manta raída que habían rescatado del sofá, compartiendo calor, compartiendo humanidad.

Y entre el susto y el alivio, entre el miedo a otro giro y la esperanza de que no llegara…

Vera, sin esperarlo, cayó dormida.

Con Rosalía a su lado.

Con el mundo al derecho.

Con el alma, por primera vez en mucho tiempo, en paz.