Capítulo 15 - “Donde la Herida Traza el Camino”

Anna se desmayó en sus brazos, y Bruno sintió cómo el peso de su cuerpo se volvía blando, casi ausente, como si la vida comenzara a marcharse con cada gota de sangre. Un reguero oscuro se filtraba entre los dedos de ella, y en seguida manchó su ropa, sus manos, el suelo. Alba gritó, y Leo se quedó paralizado, con los ojos abiertos de par en par y las manos aferradas a su camiseta.

—¡Alba, ayúdame! —exclamó Bruno, intentando mantener a Anna incorporada.

La tendió con cuidado sobre el suelo. Ella respiraba, pero débilmente. Su rostro estaba pálido, los labios temblaban.

«Dios... no puede ser tan profunda... no puede», pensó. Pero lo era.

Levantó su camiseta manchada de rojo y vio la herida: un tajo feo, desordenado, en el costado, donde seguramente se le había clavado la cuchilla del hombre que le arrebató la mochila. El forcejeo había sido rápido, caótico, y nadie se había dado cuenta. Hasta ahora.

Se quitó el jersey de golpe, lo lanzó al suelo, luego tiró de su camiseta y la arrugó entre sus manos.

—Presiona fuerte, justo aquí —le dijo a Alba, señalando el punto exacto sobre la herida.

La niña se arrodilló y obedeció, temblando, conteniendo el llanto como podía. Las manos le sangraban sin haber sido heridas, como si el dolor ajeno se le hubiera metido por la piel.

—No te muevas. No le sueltes.

Bruno salió disparado. Subió los peldaños retorcidos que llevaban al baño, con el corazón martillándole en la garganta. Abrió el botiquín. Nada. Bueno, casi nada.

Gasas. Agua oxigenada. Esparadrapo. Algunos sobres de analgésicos vacíos.

«¿También lo necesitaron ellos?», pensó, como una punzada amarga al recordar a sus padres. Quizá se habían hecho daño durante la inversión. O quizá nunca llegaron a usar nada porque...

Sacudió la cabeza. No podía pensar en eso ahora.

Volvió corriendo al salón. Leo estaba sentado en el suelo, con las manos cubriéndose los oídos. Lloraba en silencio. Bruno sintió que se le encogía el pecho.

—¿Se va a morir mamá? —preguntó con voz rota.

Bruno se agachó frente a él y le sostuvo la mirada.

—No, Leo. No lo va a hacer. Te lo prometo. Pero necesito que seas fuerte. Como Alba.

Leo asintió, como si el solo hecho de que alguien se lo pidiera le diera permiso para no desmoronarse del todo.

Se volvió a Anna. Le quitó la mano a Alba un segundo para comprobar la herida, y entonces susurró:

—Esto va a doler. Aguanta, ¿sí?

Buscó un pedazo de tela limpia, lo dobló con prisa y se lo puso entre los dientes.

—Muerde esto. Fuerte.

Anna apenas abrió los ojos, pero lo hizo. Asintió con un gesto leve.

Bruno vertió el agua oxigenada. La espuma brotó al instante, blanca y rabiosa. Anna se tensó y emitió un quejido ahogado. Alba volvió a apretar. Leo se encogió más.

—Lo siento... —murmuró Bruno—. Ya está... un poco más.

Puso las gasas y las fijó como pudo con esparadrapo. Era provisional, y lo sabía. No iba a aguantar demasiado. Necesitaban a alguien con experiencia. Un médico. Algo más que él.

Cuando acabó, limpió sus manos en el mismo jersey que había tirado y se quedó unos segundos mirándola. Respiraba. Seguía con ellos. Eso era suficiente. Por ahora.

Se levantó.

—Alba —dijo, llamando la atención de su hermana—. Escúchame bien. No podemos quedarnos aquí. Anna necesita ayuda. Yo voy a llevarla.

—¿Y nosotros? —preguntó la niña, con la voz pequeña.

Anna, desde el suelo, también levantó la mirada, temblorosa.

—No quiero dejarlos solos... no después de lo que ha pasado...

Bruno se agachó frente a ambas, con la voz baja.

—¿Tú crees que yo quiero sacarlos ahí fuera después de lo que pasó? —le dijo a Anna, susurrando—. Me aterra. Me da pánico. Pero no tenemos otra opción. No puedes quedarte aquí con esa herida. No sobrevivirías otra noche.

Se volvió a Alba.

—No estás sola. Estás con Leo. Y tú ya no eres una niña pequeña, Alba. Eres más valiente de lo que crees. Confío en ti. Confío más en ti que en nadie ahora mismo.

Ella lo miró, con lágrimas contenidas, y finalmente asintió.

Bruno se acercó al mueble derribado por la inversión. Abrió un cajón roto, astillado. Rebuscó. Lo encontró: un machete de mango gastado, pero útil.

Anna, al verlo, intentó incorporarse.

—No... no se lo des a Alba...

Bruno negó suavemente, y por primera vez esbozó una sonrisa breve, tensa.

—No es para ella. Este es para mí.

Sacó también una pequeña navaja. Se la entregó a Alba, abriéndola frente a ella.

—Y esta sí es para ti. Por si acaso.

—No sé usarla...

—Solo sácala si la necesitas. Para asustar, para defender. No lo dudes si alguien intenta hacerte daño.

Alba cerró la navaja con dedos torpes, temblorosos, y la sostuvo contra el pecho.

Leo miraba todo en silencio, aún con el rostro bañado en lágrimas.

Bruno se inclinó hacia Anna, que volvía a cerrar los ojos, agotada.

—Vamos a salir de aquí, ¿me oyes? No te voy a dejar.

Antes de salir, abrió el armario del dormitorio. Buscó entre las camisas colgadas. La mayoría eran de su padre. Elegantes, con olor a polvo y madera. Cogió una de franela, se la puso rápido y se abrochó los botones con manos temblorosas. Sentía que la prenda lo envolvía con una mezcla extraña de protección y ausencia.

Pasó junto a Alba y Leo. Se detuvo.

—Recuerda, puertas cerradas. Silencio. No abras a nadie que no sea yo. Y Alba...

—¿Sí?

—Te lo prometo: volveré. Y estaréis bien.

Ella asintió. Y aunque las lágrimas seguían ahí, esta vez no se rompió.

Bruno la tomó en brazos. El cuerpo de Anna era liviano, demasiado. Y eso le dio miedo. Miedo de que fuera una señal de que se le iba. Que no quedaba mucho tiempo. Pasó junto a Alba y Leo, dispuesto a salir por la puerta, con los tres corazones latiendo dentro de él. Pero entonces, la escuchó.

—No —dijo Anna, con voz débil pero firme.

Bruno se detuvo en seco.

—¿Qué?

—No me lleves —repitió, con más claridad esta vez—. No quiero irme.

—¡Estás herida! No puedo dejarte aquí. Necesitas ayuda.

—Y tú necesitas avanzar. Llevarme te retrasará. Me harás daño cada vez que te muevas. Me caigo, nos caemos todos. —Respiró hondo—. Prefiero jugarme la vida aquí... que dejar a Leo y a Alba solos después de lo que pasó.

Bruno cerró los ojos con rabia, la mandíbula tensa.

—Anna...

—Sabes que tengo razón —interrumpió—. Y sabes también que soy terca. No vas a hacerme cambiar de opinión.

Se le quedó mirando, y lo supo. Lo supo desde antes de escucharla, desde que ella levantó la vista con esa mezcla de dolor y determinación. No había forma de convencerla. Su fuerza estaba allí, en proteger, en aguantar, en resistir. Aunque le doliera. Aunque doliera a todos.

Bruno tragó saliva.

—Está bien —murmuró al fin, con los ojos húmedos.

Se agachó, abrió su mochila y sacó el machete.

—Pero si te quedas... te quedas con esto.

Anna lo miró. Dudó un segundo. Luego asintió.

Bruno se inclinó y la besó. En la frente, con una ternura cruda. Luego en los labios. Fue un beso corto, intenso, lleno de silencios no dichos, de amor real. Del tipo que se recuerda incluso si no se sobrevive.

—Vas a estar bien —le susurró—. Me lo debes. Nos lo debes.

Anna le rozó la mejilla.

—Tú también.

Bruno se puso de pie. Miró una última vez a su mujer sentada contra la pared, con el machete sobre el regazo, el rostro pálido pero firme. A su hermana, pequeña, fuerte, armada con una navaja que pesaba como una responsabilidad. Y a Leo, que sin entender del todo, se aferraba a su madre.

Esa imagen se le quedó grabada en el alma.

Salió por la puerta.

Y al cerrar, se juró a sí mismo que volvería. Que los encontraría vivos. Que conseguiría lo que necesitaban.

Aunque le costara el mundo.

Bruno salió de casa como un disparo. El aire de la noche le golpeó la cara, pero no lo sintió. Solo escuchaba sus pasos, la sangre en las sienes, y la imagen de Anna sentada, pálida, con el machete entre las manos. Cada segundo contaba. Cada aliento podía ser uno menos.

El poblado hervía de incertidumbre. Las calles, aunque oscuras, ya no estaban desiertas. Algunos vecinos salían con linternas, otros desde las ventanas gritaban nombres, buscando a familiares. El mundo había dado un vuelco —literalmente— y aunque la gravedad había vuelto, nadie confiaba en que fuera algo estable. Todo se sentía frágil.

Empezó a correr por las calles estrechas del poblado. No había tiempo para dudas. Golpeaba puertas, gritaba nombres conocidos, buscaba rostros familiares.

—¡Por favor! ¡Alguien que sepa de primeros auxilios! ¡Necesito ayuda!

Una mujer desde un balcón le respondió con angustia:

—¡Mi marido se golpeó la cabeza cuando todo se giró! ¡No sabemos qué ha pasado!

Más adelante, un grupo se agolpaba en una esquina. Hablaban todos a la vez, sus voces una mezcla de miedo y especulación:

—¿Alguien entendió qué fue eso? ¿Por qué se invirtió todo? —decía un hombre con un niño en brazos.

—¿Y por qué ha vuelto a la normalidad? —añadió otro—. ¡Eso es lo que da más miedo!

—Dicen que en la ciudad hay un tipo... un predicador que ya lo había dicho —apuntó un joven, con una linterna en mano.

—No es un predicador cualquiera —respondió una mujer mayor—. Es científico. Sabe lo que dice. Dice que cada día volverá a pasar... ¡cada día a las once!

Las voces se acumulaban. Opiniones, miedos, rumores.

—¡Los coches! —gritó alguien—. ¡Los coches no se vieron afectados! ¡Ni uno solo cayó al revés! ¡Estaban bien sujetos al suelo, como si nada!

Y fue entonces cuando la idea le golpeó a Bruno como un rayo. Un coche. Necesitaba un coche. Ya no podía perder más tiempo. Sabía que la ciudad estaba a solo diez minutos en coche. Pero andando... andando era una eternidad. Y en el poblado, pocos seguían funcionando.

Entonces lo recordó.

Antonio, el hombre del bar. Siempre había sido amable con él. Siempre le decía que Bruno le recordaba a su hijo, que estaba lejos. Si alguien podía ayudarlo, era él.

El bar estaba a unas calles del centro del poblado. Bruno torció por una esquina, esquivó un carrito volcado, y llegó corriendo hasta la fachada agrietada. La puerta estaba medio abierta, y aún colgaba el letrero: "Abierto" —aunque nadie lo creería tras aquel día.

Golpeó con fuerza la puerta trasera, la de la vivienda.

—¡Antonio! ¡Antonio, por favor!

Silencio.

Golpeó otra vez. La voz le temblaba.

—¡Es urgente!

Cuando ya iba a apartarse, resignado, la puerta se abrió con un quejido. Y allí estaba Antonio, mayor, con una bata gris .

—Bruno... ¿qué pasa?

Bruno no pudo ni hablar. Solo lo abrazó. Como si esa fuese su única forma de explicar lo que sentía.

Antonio lo sostuvo, y al separarse, no preguntó mucho más.

—¿Qué necesitas?

—Un coche. Anna está herida. Necesito llegar a la ciudad, a un médico.

Antonio asintió sin dudar.

—Llévate el mío. Está justo ahí, en la cochera. Toma las llaves. Y si necesitas algo más... lo que sea... dímelo.

Bruno le apretó el brazo, con la mirada cargada de gratitud.

—Gracias, Antonio. Gracias de verdad.

Subió al coche sin perder más tiempo. Lo encendió, pisó el acelerador, y salió del poblado dejando atrás el polvo, el miedo, y la promesa que seguía repitiéndose en la cabeza:

volveré con ayuda. Volveré con vida.

Pero mientras avanzaba, otro pensamiento empezó a abrirse paso entre los latidos.

Los coches no flotaron. Ninguno se invirtió.

Eso quería decir algo.

Frenó en seco. Miró el volante, las manos temblorosas.

Tal vez... tal vez no necesitaba ir a la ciudad todavía.

Tal vez, ahora que tenía el coche, podía volver a casa y llevarlos a todos consigo.

A Anna. A Leo. A Alba.

A salvo.

Giró el volante con decisión y dio la vuelta, con el motor rugiendo bajo la noche.

Volvía por ellos.

Porque ya no había tiempo que perder.

Porque ahora sí, tenía un plan.

——

El coche cortaba el silencio de la noche como un susurro apurado. Bruno conducía con los hombros tensos, los nudillos blancos sobre el volante. El motor murmuraba su urgencia, y la luz de los faros dibujaba un mundo incierto frente a él.

El trayecto de vuelta se hizo eterno, aunque apenas fueran unos segundos. Por el camino, apenas se cruzó con dos o tres personas, caminando desorientadas por el arcén. Una mujer miraba al cielo, como si esperara una señal. Un hombre caminaba con paso errático, y al ver las luces del coche dio un pequeño salto hacia un lado, con la mirada perdida. No hubo amenazas, pero sí un peso extraño en el aire, como si el mundo estuviera contenido en un suspiro.

Bruno tragó saliva. Aceleró.

Cuando por fin llegó a la casa, frenó bruscamente frente al porche. Saltó del coche sin apagar el motor y corrió hacia la puerta. Golpeó con fuerza.

—¡Soy yo! ¡Bruno!

La puerta se abrió al instante.

Alba apareció al otro lado, con la navaja en la mano, temblando.

—¡Bruno! ¡Gracias a Dios!

Leo salió corriendo detrás de ella y se lanzó a los brazos de su padre, rompiendo a llorar. Bruno lo sostuvo con fuerza, acariciándole el pelo, sintiendo cómo el miedo acumulado del niño se derretía contra su pecho.

—Tranquilo, hijo. Ya está. Ya estoy aquí.

Anna llegó desde el salón, con la mano en el abdomen. La herida seguía sangrando un poco, pero resistía.

—¿Has encontrado ayuda?

—No. Pero encontré algo que nos acerca a ella. Un coche. Nos vamos al hospital. No sé si queda alguien allí... pero no podemos esperar más.

Bruno ayudó a Anna a salir. La acomodó con cuidado en el asiento del copiloto. Alba y Leo subieron detrás, en silencio, aún con la adrenalina palpitándoles bajo la piel. Cerró la puerta, rodeó el coche, y antes de arrancar, los miró a los tres.

—Escuchadme —dijo, con la voz grave y cálida—. En la carretera puede que veamos a gente confundida, asustada, desesperada. No os preocupéis. No vamos a detenernos. Estáis a salvo aquí, conmigo.

El coche retomó su camino, y poco a poco las sombras quedaron atrás.

Bruno aprovechó los primeros minutos de trayecto para hablarles.

—He visto cosas extrañas en el poblado. Gente preguntándose qué demonios ha pasado. Nadie tiene respuestas claras, pero todos coinciden en algo: esto... lo de la inversión de gravedad... podría volver a pasar.

Anna lo miró, preocupada.

—¿Volver a pasar?

—Un vecino hablaba de un tipo en la ciudad. Un predicador, o tal vez un científico... dicen que lleva tiempo avisando. Que a las once de la mañana volverá a ocurrir. Nadie lo sabe con certeza, pero... suena convincente.

Leo se agarró fuerte a la mano de su madre. Alba no dijo nada, pero su rostro lo decía todo.

—Por eso vamos a la ciudad —añadió Bruno, apretando los labios—. No solo para curarte, Anna. Vamos por respuestas. Para entender qué está pasando. Y para estar preparados... si el mundo vuelve a girarse.

Nadie respondió. Pero en el interior del coche, por primera vez en horas, reinaba una pequeña certeza:

juntos, aún podían resistir.

En cuestión de minutos, las primeras farolas apagadas de la ciudad comenzaron a recortarse en el horizonte. Ya estaban en las afueras. Había movimiento. Bastante gente por la calle. Algunos caminaban con mochilas, otros ayudaban a levantar cosas del suelo, algunos simplemente se abrazaban o lloraban.

Bruno observaba por el parabrisas con el ceño fruncido. Había confusión, sí, pero también una especie de organización espontánea. Personas ayudando a otras. Voluntades cruzándose.

Por un segundo, sintió algo parecido a la esperanza. ¿Qué estaba pasando realmente? ¿Por qué el caos traía también tanta humanidad?

Pero no podía detenerse. No ahora. Miró a Anna, su respiración cada vez más pesada.

—Vamos al hospital —dijo en voz alta—. No podemos perder más tiempo.

Mientras conducía, sus pensamientos se amontonaban. Sentía rabia. Miedo. Frustración. Todo por ese maldito forcejeo, ese hombre que intentó robarle, esa herida que ahora le robaba tiempo a lo único que quería: proteger a su familia y encontrar a sus padres.

Había perdido un tiempo precioso. Pero no pensaba perderla a ella.

El coche giró por la avenida principal. El hospital apareció frente a ellos, silueta gris y monolítica contra el cielo aún oscuro.

Frenó en seco frente a la entrada. Saltó del asiento y gritó con todas sus fuerzas:

—¡¿HAY ALGÚN MÉDICO AQUÍ?! ¡¡MI MUJER SE ESTÁ MURIENDO!!

La puerta del hospital estaba abierta. Entró corriendo.

El vestíbulo estaba lleno... pero no de médicos. No de enfermeras. No de esperanza.

Eran saqueadores. Hombres y mujeres con mochilas llenas de medicamentos, vendas, todo lo que pudieran agarrar. Algunos ni lo necesitaban, solo actuaban por miedo.

—¡¿UN MÉDICO?! ¡POR FAVOR! —gritó Bruno, desesperado, la voz rota.

Un hombre, con una caja de medicamentos en las manos, se giró. Tenía la barba desordenada, los ojos cansados. Lo miró sin compasión, pero tampoco con maldad.

—Aquí ya no hay médicos, amigo —dijo, con una calma que dolía—. Solo caos.