• Vera •
El sol colgaba del cielo invertido como una linterna puesta del revés. Vera y Rosalía estaban sentadas en el umbral retorcido del porche, contemplando en silencio el mundo suspendido. Las burbujas de agua brillaban a lo lejos, flotando como canicas celestes en un firmamento que ya no obedecía las reglas de siempre.
—Parece mentira —susurró Vera—. Ver el cielo lleno de agua... como si la lluvia hubiese decidido quedarse ahí arriba.
Rosalía se acomodó la manta en las piernas y entrecerró los ojos para mirar mejor.
—Y pensar que hace unos días mi mayor preocupación era si se me acababa el hilo del ganchillo... Ay, hija... qué giros da la vida.
Vera sonrió con ternura. Se quedó mirando el paisaje suspendido y luego se volvió hacia ella.
—¿Si conseguimos adaptarnos... te gustaría quedarte aquí? Quiero decir, vivir aquí de verdad. Que esta casa sea nuestro lugar.
Rosalía la miró de reojo y le respondió sin dudar, con una sonrisa que le encendía el rostro.
—Tú ya sabes lo que pienso, mi niña. Esta siempre ha sido mi casa. Pero si tú quieres quedarte conmigo... entonces será nuestro hogar. Y me darás motivos para seguir tejiendo. Que eso ya es mucho.
Vera asintió, conmovida.
—Pues te prometo que voy a adaptarla. Aunque esté patas arriba, la haremos habitable. Bonita. Nuestra.
Rosalía no dijo nada al principio. Solo estiró el brazo, buscó su ovillo de lana y su ganchillo, y empezó a trabajar con una calma de otros tiempos.
—Voy a empezar tu gorro, ¿eh? Que ya te toca tener uno. Con lo bien que te va a quedar, tú tan guapetona.
Vera soltó una risa suave.
—¿Sabes qué? Nunca nadie me ha hecho un gorro... ni uno solo.
—Pues prepárate, que este será el primero de muchos. Vas a parecer una modelo del apocalipsis —bromeó Rosalía, guiñándole un ojo.
Vera la observó tejer en silencio, con esa paz que desafiaba al caos. Era como ver una hoguera encendida en medio del hielo. Algo cálido. Seguro. Y profundamente humano.
—Voy a subir al "nuevo altillo" —dijo de pronto—. A mirar las cajas de reparto. Con un poco de suerte, hay algo útil... o comestible.
—Ve, hija, ve. Pero si encuentras chocolate, tráelo antes de que lo veas tú sola —le respondió Rosalía, sonriendo mientras tejía con ritmo constante.
Vera ascendió con cuidado. Llegó hasta las cajas que había descargado en la mañana y abrió la primera. Dentro, piezas mecánicas. Nada que se pudiera masticar, al menos sin perder un diente.
Suspiró. Siguió abriendo otras. En una de ellas encontró cuatro cojinetes, pequeños, metálicos. Los hizo girar sobre la palma. Se quedó hipnotizada por su rotación precisa, casi perfecta.
En otra caja, una sorpresa: imanes. Muchos. De diferentes tamaños. Los sacó con la fascinación de una niña. Los fue juntando, separando, haciéndolos chocar con suavidad. Sonrió, y por un momento todo el mundo parecía un experimento de física recreativa.
Y entonces se le ocurrió algo.
Volvió corriendo al salón. Rebuscó entre objetos caídos y restos de una normalidad extinguida, hasta que dio con lo que buscaba: un cubo metálico. Viejo, oxidado, pero útil.
Salió corriendo al porche.
—¡Mira, Rosalía! ¡Mira esto!
Rosalía levantó la vista, curiosa, con el ganchillo aún en la mano.
Vera se arrodilló junto a la furgoneta. Pegó un imán a la chapa, luego puso un cojinete delante, y otro imán después. Finalmente, encajó el cubo metálico en el último imán.
Empezó a sacarse tornillos y tuercas de los bolsillos que previamente había sacado de alguna caja entre los recambios mecánicos y los colocó en el fondo del cubo.
—Un contrapeso... para que gires conmigo —murmuró en voz baja, como si se lo dijera al mundo entero.
—¿Sabes lo que es esto?
—Un cubo muy bien pegado, diría yo —respondió Rosalía con una carcajada.
Vera rió y corrió a una maceta volcada. Allí, entre tierra suelta, encontró un pequeño matojo de lavanda con raíces. Entonces llenó el cubo de arena y colocó, con mimo, la lavanda en el centro .
—Esto es una maceta del nuevo mundo —anunció, orgullosa—. Va a girar con nosotras. Con el planeta. No importa si subimos o bajamos... esta lavanda va a sobrevivir.
Rosalía la observó con ojos húmedos. Soltó una risa suave y sincera, de esas que acarician más que cualquier palabra.
—Eres un torbellino de vida, Vera. Un torbellino con manos bonitas. Yo no sé qué nos traerá este mundo... pero si tú estás en él, ya vale la pena.
Vera se acercó. La abrazó por detrás del sillón, apoyando la barbilla en su hombro.
—Vamos a salir adelante, amiga. Te lo prometo.
—Lo sé, mi niña. Lo sé.
Y mientras el sol colgaba desde abajo como un secreto que aún no terminaba de desvelarse, la lavanda se mecía en su cubo suspendido. Y por un instante, el mundo no pareció tan imposible.
——
La mañana transcurrió suspendida en una quietud poco habitual, como si el tiempo también estuviera adaptándose a esa nueva manera de existir. Vera y Rosalía aprovecharon la tranquilidad del día invertido para cocinar algo con el camping gas, abriendo un par de latas de conserva —judías con tomate y albóndigas precocinadas— y compartiendo aquel modesto banquete como si fuera un festín de supervivencia.
Hablaron. Mucho.
Rosalía, con esa voz calmada y templada por los años, le contó a Vera algunos miedos antiguos. Cosas que guardaba desde la guerra, desde las pérdidas que no se nombraban pero que se quedaban en el cuerpo. Y Vera, con el corazón en carne viva, le habló de Álex y de su madre. De cómo la ausencia los había llenado todo sin previo aviso. De lo que era sobrevivir mientras los que más amaba ya no estaban.
Rosalía no intentó quitarle el dolor. Solo lo sostuvo con ella. Le tomó la mano y le dijo, con una ternura desbordada:
—Tu hermano y tu madre siguen dentro de ti, Vera. Cada decisión que tomes con amor... es un paso que ellos darían contigo. No estás tan sola como crees.
Esa frase se quedó flotando, suspendida en el aire como un perfume invisible.
Fue entonces, cuando el sol invertido marcaba ya las tres de la tarde, que Vera se giró hacia Rosalía con una idea entre ceja y ceja.
—¿Sabes? Mientras estemos aquí... invertidas... estamos a salvo. —Señaló el entorno como quien describe un escudo invisible—. Encerradas en nuestro hogar, a dos metros del suelo. Nadie puede flotar para venir a hacernos nada malo.
Rosalía asintió, con una media sonrisa.
—Mientras estemos aquí colgadas... el mundo no podrá alcanzarnos.
—Por eso —dijo Vera, girándose del todo hacia ella— deberíamos dormir de día y mantenernos despiertas de noche. Mientras más gente se entere de lo que ocurre, más peligro puede haber por las noches. Mejor estar alerta.
—Tiene sentido —asintió Rosalía—. Aunque es una pena no poder disfrutar del día... tanta luz, tanto color, y nosotras atrapadas en la oscuridad de la noche.
Vera arqueó una ceja y sonrió.
—Ya inventaré algo. Una lámpara solar... o un sistema de espejos. No sé. Pero no vamos a vivir en la sombra.
Rosalía rio bajito.
—Te creo capaz de eso y más.
Se prepararon para dormir. Vera programó la alarma de su reloj de pulsera a las 22:00, por si se quedaban dormidas profundamente. Aunque el mundo estuviera al revés, había que tener los ojos bien abiertos.
Se acostaron juntas en el interior de la furgoneta, el colchón anclado, los cuerpos aún tensos por la costumbre. Pero esta vez, Rosalía hablaba en voz baja, casi como una canción de cuna, contando anécdotas de cuando era niña, de cómo recogía moras con su madre en los veranos. Vera se fue quedando dormida primero, acunada por esas historias, por esa voz.
⸻
El pitido del reloj la despertó de golpe.
Eran las diez en punto de la noche.
El mundo estaba en calma, pero su cuerpo ya se preparaba para el vuelco. Se incorporó con suavidad y vio que Rosalía seguía dormida, respirando con un ritmo profundo y pausado. Esperó unos minutos antes de moverla, dejándola descansar un poco más. A las diez y media, finalmente, la llamó con suavidad.
—Rosalía... vamos, es hora.
La mujer abrió los ojos y asintió con somnolencia. Se sentaron juntas, ajustándose en el lado oeste de la furgoneta, bien sujetas a los puntales. Esta vez ya sabían qué hacer. Cuando la presión comenzó a notarse, se dejaron llevar. El desplazamiento fue limpio, casi fluido. Como si hubieran ensayado.
Al terminar, quedaron sentadas con la gravedad del mundo original, una vez más. Y Rosalía, algo agitada, murmuró:
—No sé si llegaré a acostumbrarme a esto...
—Lo harás. —Vera le guiñó un ojo—. Te prometo que en unas semanas lo harás sin usar ni las manos.
Ambas rieron, aliviadas de que todo hubiera salido bien.
—¿Cenamos un poco? —propuso Vera.
Rosalía asintió, y abrieron una lata de garbanzos con espinacas que calentaron en el hornillo del camping gas. El aroma llenó el interior de la furgoneta como una promesa de normalidad.
Mientras comían, Vera, entre cucharada y cucharada, lanzó la pregunta:
—¿Te apetece que vayamos al pueblo? Ver cómo está la cosa. Quizás devolverle el coche a Alonso. Y si está por ahí, que nos acerque de nuevo a casa.
Rosalía la miró con una chispa traviesa en los ojos.
—¿Nos vamos de aventura? ¿Como Cagney y Lacey?
Vera rio sorprendida.
—¿Cagney y Lacey?
—O las chicas Gilmore, si prefieres algo más moderno —añadió Rosalía, encogiéndose de hombros.
Ambas rieron. Rosalía fue hasta el interior de la casa y llenó una mochila con lo esencial: una linterna, algo de agua, un par de latas por si acaso.
—Lista para rodar —dijo, cerrándola.
Se metieron en el coche de Alonso, Vera puso las manos en el volante y respiró hondo.
—Allá vamos, compañera.
Y arrancaron rumbo al pueblo, con la noche extendiéndose por delante como una carretera de posibilidades.
——
La carretera parecía aún más solitaria bajo la escasa luz que proyectaban los faros del coche de Alonso. Vera mantenía las manos firmes en el volante mientras Rosalía observaba por la ventanilla, en silencio. El camino tenía un aspecto fantasmal. No era del todo diferente, pero algo había cambiado. Como si alguien —o algo— hubiese pasado un aspirador inmenso sobre la superficie y se hubiese llevado todo lo que no estaba bien anclado. Piedras pequeñas, ramas, hojarasca... ausentes. Solo quedaban los fragmentos grandes, las rocas pesadas, el suelo desnudo.
—Qué raro se ve todo —murmuró Rosalía—. Como si el mundo se hubiera desnudado.
Vera asintió, sin quitar la vista del camino. A los lados, la vegetación crecía enredada, salvaje, como si no hubiera sido tocada desde hacía siglos. Y al fondo, apenas visible, se dibujaba la silueta del pueblo y su muelle.
De repente, dos figuras surgieron en mitad del camino. Una silueta masculina, grande, de unos cuarenta años, hacía señales agitadas con una mano mientras con la otra sostenía a una niña rubia en brazos.
—¿Qué hacemos? —preguntó Vera, girándose hacia Rosalía.
—¡Para, hija! ¡Para! —dijo ella sin dudar.
El coche apenas se detuvo y el hombre ya estaba abriendo la puerta trasera. Con rapidez metió a la niña y se subió él después, cerrando de golpe.
—¡Cierra la puerta, por favor! ¡Rápido!
Vera obedeció, y el hombre gritó sin mirar atrás:
—¡Nos siguen! ¡Arranca!
El coche se lanzó hacia adelante y el silencio duró unos segundos, roto solo por la respiración entrecortada de la niña y el crujido de la gravilla bajo las ruedas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Vera, todavía acelerada.
—No paréis por nadie. ¿Me oís? Nadie. La gente... la gente se está volviendo loca. Están acechando por comida, por agua... por cualquier cosa. Y lo peor... no les importa si vas solo o con una cría.
Rosalía miró a la niña, que abrazaba con fuerza un peluche gris, como si fuera lo último que tenía en el mundo.
—¿Os han intentado hacer daño?
El hombre asintió, mirando hacia la ventanilla, como si aún esperara ver aparecer a sus perseguidores.
—Nos querían atrapar. Robar. O algo peor. Si hubiera ido solo... quizá no habría corrido. Pero con ella... no puedo jugármela. No puedo.
Se giró hacia Vera y Rosalía.
—¿De dónde venís? ¿Estáis solas?
—Sí —respondió Vera—. Pero estamos preparadas.
—No podéis estar solas. Es peligroso. Muy peligroso.
Vera tragó saliva. Aquello era nuevo. Un miedo distinto. No al cielo, no a la inversión, no a perder a los suyos. Un miedo mucho más humano. Más cruel.
—Vamos a echar un vistazo al pueblo —dijo, con decisión.
El hombre asintió, pero insistió:
—Se está hablando de un grupo organizado. Se refugian en una asociación del centro. Reciben a gente. Intentan mantener un orden, una comunidad segura. Es lo único que he oído que suena... cuerdo.
—¿Sabes dónde es?
—Sí, os guío. Y os recomiendo que os quedéis.
Vera no respondió. Miró a Rosalía. La anciana tenía la mirada clavada al frente, pensativa.
Al llegar al pueblo, notaron enseguida que algo había cambiado. Había menos movimiento que el día anterior, se notaba una diferencia. Menos gente. Menos caos. Como si el lugar hubiese respirado profundamente tras la primera sacudida del mundo y ahora intentara encontrar su nuevo ritmo. Algunos recogían objetos del suelo. Otros improvisaban zonas comunes, pequeños fuegos o rincones de descanso. .
Algunos limpiaban escombros, otros cocinaban con camping gas en plena calle. Se respiraba una calma extraña. Artificial.
Llegaron al edificio de la asociación. Delante, un grupo de personas hablaba con voz firme. Uno de ellos, alto, con barba y gafas redondas, sostenía un cartel de cartón escrito a mano:
"Unidos contra la inversión. El refugio es la unión."
Una mujer, con voz clara, hablaba en alto desde los escalones:
—¡Aquí estaremos seguros! ¡Aquí no hay arriba ni abajo! ¡Solo el ahora, y lo que hagamos con él!
El hombre y su hija bajaron del coche. Antes de cerrar la puerta, se volvió hacia Vera y Rosalía.
—Pensadlo bien. Aquí hay comunidad. Gente que cuida de otros. Esto no lo vais a encontrar fácilmente ahí fuera.
—Gracias —dijo Vera—. Pero tenemos algo que hacer primero.
Él asintió, sin insistir.
—Entonces id con cuidado. De verdad. No todo el mundo es como vosotros, gracias. De verdad. Que Dios os bendiga.
—Cuida de ella —dijo Rosalía con dulzura.
—Siempre —respondió él, y se fue hacia el grupo.
El coche se alejó lentamente. Vera miraba por el retrovisor. La niña, desde el hombro de su padre, alzó una pequeña mano para despedirse. Rosalía la saludó de vuelta, en silencio.
—¿Qué opinas? —preguntó Vera.
Rosalía dudó unos segundos.
—No está mal lo que hacen... Pero mi casa... es mi casa.En mi sitio. Aunque sea al revés.
—Yo aún no lo sé —murmuró Vera—. Hay algo en esa gente... en ese lugar. Algo que me hace pensar que no estamos tan solas.
—Nunca lo estamos, Vera. Aunque a veces lo parezca.
El coche dobló la esquina, rumbo a la casa de Alonso. La noche era profunda, pero no vacía. Algo se movía en el mundo. Algo que no se veía... pero se sentía.
Y ambas lo sabían. Aunque no lo dijeran.
——
Rosalía miraba por la ventanilla como si el paisaje pudiera ofrecer respuestas, pero Vera mantenía los ojos fijos al frente, con el corazón sintiendo más de lo que podía procesar. Cuando ya se acercaban a su antigua casa, la familiar silueta del muelle, recortada contra la oscuridad invertida, la golpeó como un puñetazo suave pero profundo.
—Aquí... —susurró Vera—. Aquí pasé tantas tardes con Álex... Jugábamos a ver quién tiraba la piedra más lejos. Nos reíamos hasta que el cielo se ponía rosa... Y ahora...
Hizo una pausa. Sus manos se apretaron en el volante.
—Ya no queda nada. Nada de esa vida. Solo tú, Rosalía. Solo tú quedas de lo que fue mi mundo.
Rosalía la miró con ternura, pero sin lástima. Apoyó una mano sobre su brazo, firme y cálida.
—Cuando la vida se rompe, Vera... no se reconstruye igual. Pero los pedazos que quedan pueden formar otra cosa. Algo nuevo. Algo que también valga la pena.
Vera parpadeó, dejando que las palabras se acomodaran en ella. Luego asintió, sin decir nada.
Al llegar a casa, no esperaban encontrar a nadie. Pero en cuanto el coche se detuvo, Alonso salió del portal como una exhalación. Tres vecinos más lo seguían. Vera bajó del coche y, de pronto, estaba rodeada de abrazos, de preguntas atropelladas, de manos que la tocaban para confirmar que era real.
—¡Dios mío, Vera! Pensábamos que te había pasado algo —dijo Alonso, con los ojos húmedos—. Te dejé el coche, claro, pero no sabíamos si estabas bien .
—Estoy bien —respondió ella, emocionada—. Hemos estado escondidas. Viviendo al revés, como todos.
—Gracias a Dios —murmuró una vecina—. Esto es una locura, hija.
Durante un buen rato, compartieron historias. Vera y Rosalía contaron lo justo. Los demás hablaron del vecindario, de cómo se organizaban turnos de vigilancia, de cómo poco a poco estaban creando un espacio donde confiar.
Entonces , entraron en la casa de Vera .
—¿Os vais a quedar aquí? —preguntó Alonso cuando ya estaban dentro—. He estado vigilando la casa, recogiendo lo que quedaba en buen estado. Hay comida, agua, algo de orden, estaría bien que os quedarais.
Pero Vera negó despacio, con los ojos recorriendo el interior del salón.
—No puedo quedarme. No aquí.
—¿Por qué no, hija?
Ella se giró. Su mirada era suave, pero llena de peso.
—Porque en cada rincón hay recuerdos. De mi madre. De mi hermano. Esta casa fue calor, lucha... amor. Ahora es solo silencio. Y ese silencio, aquí, me rompe.
Rosalía asintió sin decir nada. Alonso también comprendió, aunque se le notaba la pena.
—Entonces os llevo —dijo con decisión—. No me cuesta nada. Y ya que vamos, os cargaré el coche con víveres, ¿eh? Dejadme eso al menos.
—Alonso... no hace falta que pongas tanto —dijo Vera, intentando frenarlo.
—No es molestia, Vera. Si he aprendido algo en este nuevo mundo... es que la ayuda hay que darla antes de que la pidan.
Poco después, el coche iba lleno hasta los topes. Latas, mantas, una garrafa de agua, algunas medicinas básicas y hasta una linterna potente de dinamo.
Durante el trayecto, Rosalía habló con Alonso sobre lo que habían visto.
—Hay gente... peligrosa —dijo con pesar—. Gente que hace daño por un trozo de pan.
—Lo sé —dijo Alonso—. Me lo han contado también. Por eso os doy esto.
Sacó una pequeña radio a pilas del asiento trasero , también una emisora y se la pasó a Vera.
—Tiene dos frecuencias abiertas. Una transmite información desde el centro del pueblo, otra la usan algunos grupos organizados. Están tratando de mantenerse conectados. Os puede salvar.
Rosalía lo miró con gratitud.
—Gracias, Alonso. Eres un buen hombre.
—No tan bueno... solo soy alguien que aún recuerda cómo éramos.
Llegaron sin contratiempos. El trayecto fue tranquilo, y eso, después de todo lo que habían vivido, fue casi un lujo. Al llegar, Alonso ayudó a descargar el coche. No hablaba mucho, pero sus gestos eran firmes, generosos. Cuando se despidió, lo hizo con un tono que ocultaba apenas su preocupación.
—Volveré a veros otra noche. Por si necesitáis algo.
—Aquí estaremos —dijo Vera.
Cuando se fue, Rosalía y Vera se sentaron un momento frente al porche. El silencio era más profundo que nunca.
—Todo lo que vimos hoy... —dijo Rosalía—. Da miedo.
—Sí... —respondió Vera—. Pero también da dirección.
Y entonces, algo brilló en el horizonte. Un destello. Una línea tenue, amarilla, vibrante.
—¡Mira, Rosalía! —señaló Vera, levantándose de golpe—. ¡Ahí! ¡En la ciudad... hay luz!
Rosalía entrecerró los ojos.
—¿Luz?
—Sí... ¡alguien lo ha conseguido! Alguien ha encendido de nuevo una parte del mundo.
Se quedaron quietas, mirando el punto brillante como si fuera una estrella caída. Y en sus corazones, por primera vez desde el inicio del caos... una chispa.
Una chispa de esperanza.