El amanecer apenas rozaba los campos húmedos de Thëlorien cuando el eco de los cascos sacudió el puente de mármol.
La neblina se arrastraba entre los árboles como un susurro, trayendo consigo el olor a tierra mojada, hierro y humo apagado.
Desde las torres del castillo, las trompetas anunciaban el regreso del escuadrón real.
Al frente del escuadrón, montada sobre un corcel negro cubierto de barro, iba Serenya Valdoren.
Su capa de viaje colgaba rasgada a un lado, moviéndose con el viento.
El cabello, recogido en una trenza suelta, caía sobre su hombro izquierdo, y el filo del guantelete izquierdo estaba
manchado de sangre seca.Los aldeanos detuvieron su rutina. Nadie habló. Algunos bajaron la cabeza con respeto.
Otros la siguieron con la mirada, como si su paso llevara consigo una historia que nadie se atrevía a preguntar.
Una niña pequeña escapó del brazo de su madre y corrió hacia ella con una flor en la mano.
Serenya tiró suavemente de las riendas y bajó del caballo con un movimiento firme.
Sus botas resonaron sobre la piedra húmeda al tocar tierra.
Se agachó frente a la niña.
—Para ti, mi princesa —dijo la pequeña, extendiéndole una amapola roja temblorosa entre los dedos.
Serenya tomó la flor con cuidado. Sus dedos, curtidos por años de entrenamiento, parecían demasiado ásperos para tocar algo tan frágil… pero lo hizo con ternura.
Le guiñó un ojo con complicidad y le dio una breve palmada en la cabeza.Luego se incorporó, volvió a montar y ató la flor al cinturón de cuero gastado que cruzaba su cadera.Cuando cruzó las puertas del castillo, las lanzas de los guardias se inclinaron por reflejo.
No porque fuera una princesa. Porque era Serenya.
A su izquierda, Kaedor, hijo del conde de la Casa Virellan, la esperaba con los brazos cruzados. Alto, de mandíbula firme, barba corta y ojos que ya habían visto demasiadas batallas.
Era el capitán de la guardia. Él y Serenya se habían entrenado juntos desde la infancia, compartiendo golpes,caídas y victorias.
Entre ambos había un vínculo fuerte y una gran amistad forjada por los años.
—¿Otra vez sin aviso?
—Si te avisara, ¿qué te quedaría para quejarte? —
respondió ella sin mirarlo.
Caminaron por el patio interior, manteniendo el paso con naturalidad.Las botas de ambos resonaban sobre la piedra húmeda.
La ropa de Serenya seguía manchada por el sudor del viaje y por la sangre.
Algunos sirvientes se apartaban de su camino.
Otros bajaban la mirada o fingían estar ocupados.
Había algo en ellos dos —en su presencia, en su historia compartida— que imponía sin necesidad de decir nada.
—¿Tomaron las tierras? —preguntó Kaedor, directo.
—Solo el borde —respondió ella—. De haber insistido,
hubiéramos perdido más hombres de los que valía la pena.
—¿Y los cuerpos?
—Enterrados. Los nuestros… completos.
Kaedor asintió con leve aprobación.—Entonces… ¿se generará otra estrategia para conquistarla por completo?
—Se hablará en la asamblea táctica. No antes.
—¿Irás a ver a los reyes ahora?
—Después.
Llegaron al bastidor de armas.
Serenya se detuvo frente a él y observó su espada favorita: de hoja templada, mango negro desgastado y empuñadura forjada con símbolos apenas visibles.
No era la más nueva. Tampoco la más elegante. Pero sí era la que conocía su fuerza. Y sus silencios.
La tomó con naturalidad, giró la muñeca, midió el peso.
No era la primera vez que encontraba consuelo en el silencio del acero.Kaedor la observó desde unos pasos atrás. No dijo nada, pero sus ojos la seguían con la misma familiaridad de años atrás.
—¿Algún día descansarás?
Serenya sostuvo la espada unos segundos más. Luego la devolvió a su sitio, sin prisa.
—Cuando tenga algo por lo cual rendirme —murmuró.
El viento acarició su rostro con una suavidad que no parecía de este mundo.
Ella lo sintió.
Luego volteó a ver aKaedor.
—Nos vemos después —dijo con ese tono neutro que en ella podía significar todo o nada.
Kaedor arqueó una ceja, con media sonrisa.—¿Eso es una promesa… o solo otra de tus salidas dramáticas?
Serenya sostuvo la mirada apenas un segundo.
—Tal vez… en la asamblea.
Y sin decir más, alzó la mano en el aire y se marchó.
Cruzó el corredor este del castillo.El mármol blanco bajo sus botas contrastaba con las
manchas de lodo seco y sangre en su uniforme.
El silencio a su paso no era casual: era costumbre.
Nadie la detenía; solo la saludaban con una leve inclinación de cabeza o desviando el rostro con respeto contenido.
Llegó a sus aposentos, ubicados en la torre este del castillo.Al abrir la puerta, el aroma suave a madera de almendro y flores frescas la envolvió, recordándole que había regresado a su hogar.
La luz del amanecer se filtraba por los ventanales altos,proyectando destellos dorados sobre las cortinas de terciopelo azul oscuro.
El suelo estaba cubierto por alfombras bordadas a mano, y las paredes de piedra clara estaban decoradas con tapices antiguos y estantes llenos de libros, armas finamente talladas y objetos personales.
La cama con dosel, enmarcada en madera tallada con símbolos reales, parecía esperarla.
Y por un segundo, pensó que no estaría mal dejarse caer ahí y no pensar en nada.
Su nodriza, Merla, estaba allí. Como siempre.
Había cuidado de ella desde niña: la conocía mejor que nadie, incluso cuando Serenya no decía nada.
El cabello blanco le caía en una trenza recogida sobre el hombro, y sus manos, aunque marcadas por el tiempo, conservaban firmeza y ternura.
Dos doncellas más la acompañaban, de pie junto al biombo y la mesa de esencias.
No hacían preguntas. Solo esperaban, como en cada regreso.
—Mi señora —dijeron con una leve reverencia.
Merla se acercó con el mismo paso pausado de siempre,pero sus ojos cálidos estaban llenos de emoción contenida.
—Mi niña… me alegra que regresaras sana y salva —susurró.
Y sin pedir permiso, como hacía desde que era pequeña,alzó la mano y le tocó el rostro con ternura, dejando que sus dedos descansaran un segundo sobre su mejilla.Serenya cerró los ojos solo un instante ante el gesto.
—Siempre regreso, Merla —respondió en voz baja—.
Pero entiendo por qué lo dudas.
—Porque te vas con el peso del mundo… y vuelves con el doble —dijo la mujer, bajando la mano con cuidado,como si quisiera llevárselo consigo.
Una de las doncellas comenzó a desabrochar la armadura, placa por placa, con cuidado.
Las piezas metálicas cayeron sobre el banco acolchado,dejando a la vista la tela interior pegada al cuerpo.
Una herida superficial cruzaba su costado. Moretones oscuros pintaban sus brazos.
Pero ni un gesto de dolor escapó de ella.
La otra doncella preparó una tina de agua templada,añadiendo lentamente aceites de lavanda, hojas de laurel y gotas de esencia de piedra lunar.El vapor se elevó, llenando la habitación con una calma densa, envolvente.
Cuando todo estuvo listo, Merla se inclinó levemente.
—Te dejaremos a solas un momento. El agua te ayudará
más que cualquier palabra mía.
Serenya asintió, y las tres mujeres se retiraron sin ruido,
como si supieran que ese instante le pertenecía por completo.
Se sumergió en la tina lentamente.
El calor la abrazó, primero con ardor leve, luego con un alivio profundo.
El olor a lavanda se mezcló con su respiración.
Cerró los ojos.
Por un momento, no fue princesa, ni guerrera.
Solo un cuerpo cansado en busca de tregua.El mundo exterior quedó fuera.
Solo se escuchaban las gotas, el agua y el sonido sordo de su propio latido.
Un rato después, Merla volvió a entrar con las doncellas.
El vapor aún flotaba en la habitación, suavizando los bordes del aire.
Sin decir nada, comenzaron a secarla con toallas limpias y suaves.
Los movimientos eran delicados, casi ceremoniales, como si con cada gesto la ayudaran a volver a ser ella.
Luego la ayudaron a vestirse: una prenda de lino gris oscuro, bordada con hilo plateado a lo largo del cuello y los puños, diseñada especialmente para ella.
No era un vestido, ni una túnica ceremonial.
Era una prenda hecha para una princesa… pero también para una guerrera.Para alguien que no necesitaba adornos para imponer presencia.
Una de las doncellas comenzó a peinarle el cabello con extremo cuidado.
Los mechones aún húmedos, largos y rebeldes, caían en ondas sobre su espalda.
El tono cobrizo, encendido bajo la luz tenue, brillaba como brasas vivas entre seda.
Merla se acercó con algo entre las manos.
—Cuando te quitamos la armadura… esto cayó.
Abrió la palma y le mostró la amapola roja, aún entera,apenas marchita en los bordes.
Serenya la tomó con delicadeza.
La miró unos segundos en silencio.—¿La llevabas contigo? —preguntó Merla, con una sonrisa suave.
—Una niña me la dio esta mañana.
La nodriza sostuvo su mirada unos segundos más, y luego bajó la voz.
—Esta flor me recuerda a ti.
Serenya arqueó una ceja, intrigada.
—Frágil, pero tenaz —dijo Merla—. Parece que el viento la puede romper… pero se mantiene en pie donde otras no.
Y además… se hace notar sin pedir permiso.
Serenya no respondió, pero bajó la vista hacia la flor. La sujetó con suavidad, como si en su fragilidad reconociera algo propio.Se acercó al espejo, aún en silencio.
Su piel clara tenía ese tono marfil apenas rosado que parecía imposible de manchar, aunque estuviera cubierta de barro o sangre.
Sus ojos —café profundo con reflejos rojizos— eran intensos, salvajes y tiernos al mismo tiempo.
Los labios, tersos y bien definidos, descansaban en una línea serena, tan firme como femenina.Y su cuerpo, moldeado por años de entrenamiento, mantenía un equilibrio exacto entre firmeza y elegancia.
No era solo belleza: era temple. Era fuego bajo control.
El peinado estaba casi listo.
Y por primera vez en mucho tiempo… siguió mirando en silencio.
Merla tomó con delicadeza una pequeña caja de madera oscura del estante más cercano.
La abrió y le entregó el broche.—¿Dónde quieres que lo coloque hoy? —preguntó, como si fuera un ritual secreto entre las dos.
Serenya tomó el fénix en sus manos.
Era el emblema de su casa: una figura tallada en plata envejecida, con las alas extendidas y el cuerpo envuelto en llamas suaves. En el centro, una piedra negra con vetas doradas capturaba la luz como si ardiera por dentro.El fénix. El símbolo del linaje real.
Renacer. Perseverancia. Fuego que no se extingue.
—Yo lo haré —dijo.
Lo colocó justo sobre su pecho, entre la tela firme de su túnica, con los dedos firmes pero lentos, como si al hacerlo sellara algo invisible.
Merla la observó en silencio, luego habló con voz pausada y firme, como si quisiera que cada palabra quedara sembrada en su interior:
—¿Sabes quién eres?
Hizo una pausa.
—Eres Serenya.
Eres importante.
Eres fuerza.
Eres belleza.
Eres fuego.
Eres amor.
Y eres lealtad.
Y entonces añadió con suavidad:
—Eres la hija del rey Thalen y de la reina Eiryn.Eres su orgullo.
Eres amada.
Y eso basta.
Serenya siguió mirando en silencio.
—¿Y tú? —preguntó más suave, como si esa respuesta importara de una forma que no podía explicar.
Merla sonrió con esa dulzura suya que no tenía pretensión.
—Yo simplemente te amo.
Desde antes de que supieras hablar.
Desde que tus manos no alcanzaban a tomar una espada…y mucho antes de que el mundo esperara tanto de ti.
Serenya giró apenas el rostro hacia ella.—Gracias, Merla.
La nodriza asintió, como siempre. Sin exageraciones.
Porque en Serenya, un “gracias” lo decía todo.
—Ve —dijo entonces—. Te están esperando.