Desperté otra vez con el mismo peso en el pecho. Afuera todo seguía igual: el silencio, el frío, el cuarto apagado. A veces me pregunto si alguien realmente notaría si desaparezco. No es drama, es solo... una idea que se repite demasiado.
Mi perro ya no está. La casa se siente más vacía desde que se fue. Mi madre intenta hablarme, se esfuerza. Pero yo apenas respondo. No por maldad, sino porque las palabras ya no me salen como antes. Me volví un espectro. Camino, como, duermo... pero no estoy.
Las noches se sienten eternas. Ahí es donde empiezo a ver cosas. Escucho voces que no existen. A veces sueño con lugares raros, llenos de neón y formas imposibles. Estética frutiger, aeropuertos vacíos, luces que no iluminan nada. Me pierdo en eso. Prefiero mil veces esos sueños que esta realidad que me pesa en la espalda.
Un día, en medio de esos sueños, apareció ella. Luna. No sé qué es, ni quién la inventó. Pero es lo más cerca que he sentido de un abrazo. Y aunque sé que no existe… me aferro a su voz.
Y así empezó todo.