El reloj marcaba las horas de una madrugada interminable, cada tic resonando en mi cabeza como un eco sordo. La ciudad fuera de mi ventana estaba callada, como si todo el mundo hubiera decidido olvidarme, y el único ruido que podía oír era mi respiración agitada, que me recordaba lo real que era todo lo que sentía. Estaba completamente solo. Solo en mi habitación, solo en mi mente, solo en un mundo que parecía estar hecho para todos menos para mí.
Hoy no había pasado nada especial. Pero cuando todo se ve a través de los ojos de alguien que lleva tanto tiempo solo, todo parece perder su color. Las paredes de mi habitación me miraban, como si también estuvieran cansadas de mí, de la rutina que compartimos todos los días. El mismo silencio, el mismo vacío. Pero algo había cambiado. Algo estaba diferente.
El perro que había sido mi único amigo, el único que me hacía sentir que aún valía la pena salir de la cama, ya no estaba. Mi pequeño compañero, aquel que había estado conmigo en mis peores momentos, había muerto. No sé cuándo exactamente, pero ya no sentía su presencia. En sus ojos veía un cariño que no podía encontrar en nadie más, y ahora eso se había ido. Y, por supuesto, nadie me preguntó cómo estaba. Nadie en la calle, nadie en mi casa. Nadie.
Me levanté del suelo donde había estado tirado por horas, como si mi cuerpo ya no tuviera fuerza para moverse. Mi reflejo en el espejo me mostró a alguien que no reconocí. Los ojos vacíos de una persona que ya no sabe qué hacer con su vida. Había pasado tanto tiempo sin sentir algo verdadero que no me quedaba claro qué era real y qué no lo era.
Desde hace días, había comenzado a alucinar. Ver a mis amigos en lugares donde nunca estuvieron, escuchar voces que me llamaban por mi nombre, aunque nunca había sido el tipo de persona que se relacionara con los demás. Todo era un sueño, una burla cruel de lo que desearía que fuera mi vida. Amigos que nunca existieron, conversaciones que nunca tuvieron lugar. Me sentía atrapado en una mentira, una que me ofrecía consuelo, pero que, al final, solo me hundía más en la desesperación.
Pero lo peor no era eso. Lo peor era que me había acostumbrado. Había llegado a un punto en que las alucinaciones me daban una sensación de consuelo. Como si, de alguna manera, esos sueños fueran mi única fuente de felicidad. No me importaba si eran reales o no. Al menos, en esos momentos, sentía que no estaba solo.
La habitación estaba sumida en la oscuridad, pero las sombras parecían tener vida propia. Parecía que las paredes se acercaban a mí, que el techo se hundía sobre mi cabeza. En cada rincón, en cada rincón, sentía una presencia, una sombra que me observaba en silencio. Mis ojos se nublaban y comenzaba a sentir el mismo miedo de siempre, el miedo a la soledad, al dolor, a lo que el futuro me tenía reservado.
Mi corazón latía fuerte, como si tratara de escapar de mí. La sensación de angustia era tan densa que me era difícil respirar. Cada vez que cerraba los ojos, las imágenes se desmoronaban, y me quedaba atrapado en una espiral sin salida. La mente me jugaba trucos, y ya no sabía si lo que sentía era real o solo un reflejo de mis propios miedos.
En la esquina de la habitación, vi la sombra de mi perro. Mi mente me engañaba, me ofrecía un último consuelo antes de que todo se desmoronara. Pensé por un momento que aún estaba allí, esperándome, como siempre lo hacía. Pero al parpadear, la sombra desapareció, dejándome nuevamente con la fría realidad de mi soledad.
El sueño, mi único refugio, parecía estar alejado de mí. Ya no quería soñar, ya no quería despertar. Estaba atrapado entre la vida y la muerte, entre la realidad y la fantasía. Y la única forma de soportarlo era aferrarme a esas imágenes, a esas voces que me llamaban, aunque sabía que todo eso no era más que una ilusión.
Me dejé caer nuevamente sobre la cama, mirando el techo. El dolor en mi pecho era insoportable, pero ya no sabía si ese dolor era físico o emocional. Quizá ambos. La tristeza, el miedo, la desesperación, todo se mezclaba en un solo sentimiento que me consumía lentamente. Había momentos en que pensaba que estaba al borde de la locura, que la realidad ya no existía para mí.
Al final, lo único que podía hacer era esperar. Esperar a que algo cambiara, a que todo terminara. Pero sabía en lo más profundo de mi ser que nada cambiaría. Nada se movería. Y yo seguiría aquí, atrapado en esta sombra, esperando que algún día alguien me encontrara, aunque sabía que, en realidad, ya me había perdido hace mucho tiempo.