Moscú, Rusia. Finales de Octubre, 2023.
El aire sobre Moscú olía a diésel, humedad y la promesa incumplida del futuro. No el futuro brillante de las cúpulas doradas de la Catedral de Cristo Salvador que se veía a lo lejos desde la ventana sucia, no. Olía al futuro oxidado de los bloques de apartamentos soviéticos que se extendían hasta el horizonte brumoso, al futuro de cables eléctricos cayéndose a pedazos y tuberías que goteaban sin cesar, un lamento metálico constante. Akari Elizaveta Koshkina, con sus recién cumplidos veinte años marcados más por las lecciones duras de la vida que por cualquier otra cosa, conocía bien ese olor. Era el olor de la rutina grisácea de la ciudad que, aunque su lugar de nacimiento, se sentía cada día más ajena a la niña que se mudó de vuelta siendo apenas una adolescente. Un circo deprimente con luces de neón.
En el diminuto apartamento que compartía con el silencio y los recuerdos desvaídos de su abuela, el único brillo real provenía de la pantalla de su laptop robada (o "adquirida sin el consentimiento del propietario anterior", como le gustaba pensar con una sonrisa irónica). La luz fría rebotaba en sus gafas (que a menudo se deslizaban por su nariz mientras se inclinaba, un tic molesto que ignoraba), iluminando los contornos afilados de su rostro concentrado, sus ojos, de un color difícil de definir entre gris y azul bajo esa luz artificial, fijos en el flujo de datos. Sus dedos, finos pero rápidos y precisos, bailaban sobre el teclado, un torbellino de pulsaciones que traducían líneas de código ilegible para el ojo común en estructuras con sentido. Estaba hackeando. No por deporte, no por vandalismo. Estaba hackeando para mantener al lobo (un lobo flaco y persistente llamado Hambre) lejos de la puerta.
Otro día más. Otra emocionante jornada en la que pongo mis talentos al servicio de la... re-distribución de la información digital, por un módico precio que apenas cubre el té y la esperanza de no terminar empapelando paredes con mi currículum. Emocionante, pensó con una pizca de sarcasmo mordaz, su voz interna afilada y sin filtros. Si por emoción te refieres a la posibilidad constante de terminar en una celda soviética con fugas o, peor aún, en el fondo del río Moskva con los pies en cemento. Un plan de jubilación de ensueño, ¿verdad?
La pantalla mostraba diagramas de seguridad anticuados de una pequeña empresa de logística. Suficientemente grande para tener algo de valor, suficientemente pequeña para que sus defensas fueran patéticas. Un juego de niños para alguien con sus habilidades técnicas. Un juego tedioso que pagaba las facturas de su supervivencia básica. Como robarle secretos a una abuela despistada.
—Акáри —(Akari) resonó una voz ronca desde el diminuto altavoz conectado a su ordenador. La imagen de una cara curtida, con ojos astutos y una barba canosa descuidada, apareció en una ventana secundaria. Era Dmitri. Dmitri el Fixer. El hombre que le conseguía estos trabajos, un engranaje menor pero vital en el bajo mundo moscovita. Y, si los rumores eran ciertos, el hombre que te conseguía cualquier cosa, por el precio justo y la voluntad de no hacer preguntas que te hicieran dormir con un ojo abierto y una mano en el cuchillo.
—Dmitri. ¿Ya terminaste de contar tus ganancias mal habidas por hoy o tienes otro trabajo que huele a problemas para lanzar? —respondió Akari, sin apartar los ojos del código que fluía. Su ruso era fluido, con el acento sutil de alguien que lo aprendió en la infancia pero creció hablando otro idioma. Su franqueza casi imprudente era innata, una audacia que a veces la ponía en aprietos, pero que también la hacía destacar. En este mundo, a veces, ser una perra con dientes afilados era la única forma de que no te pisotearan.
La cara de Dmitri se arrugó en algo parecido a una sonrisa que no le llegaba a los ojos. —Siempre tan... poética, девочка. Y tan directa, por supuesto. Tengo un trabajo. Más que un trabajo. Una oportunidad. Pero requiere más que tus dedos rápidos. Requiere... iniciativa. Y un poco de... riesgo adicional.
Akari detuvo sus dedos. Esta vez, su atención estaba fija en la pantalla. Los trabajos de Dmitri rara vez salían de la rutina predecible de la supervivencia. —Riesgo es mi compañero de apartamento no deseado. ¿Qué tipo de oportunidad y qué tipo de riesgo extra de dormir con un ojo abierto, exactamente?
—Un cliente. De fuera. Necesita acceder a cierta información sobre... movimientos. Dentro de la ciudad. Algo discreto. Algo que pase desapercido para los ojos grandes. Ya sabes, los que realmente controlan este circo —Dmitri inclinó la cabeza, su mirada evaluándola con una astucia que Akari reconocía. Como la de una vieja rata de alcantarilla que ha sobrevivido a demasiadas fumigaciones—. Y estoy pensando... tus habilidades con la tecnología, tu... intuición peculiar con las cosas, podría ser justo lo que necesitan para esta tarea. Eres buena resolviendo problemas, Akari. Especialmente cuando todo el mundo más corre a esconderse.
Akari sintió un cosquileo, no solo por el peligro, sino por la palabra "intuición peculiar" y la mención de sus habilidades para resolver problemas en situaciones extremas. Dmitri había notado la forma en que sus dedos a veces encontraban la solución en un código que desafiaba la lógica pura, la forma en que una cerradura digital vieja parecía rendirse ante ella si se concentraba de una manera particular. La afinidad. Aún no tenía nombre para ello, ni entendía bien qué era. Solo sabía que algunos objetos, algunas tecnologías, se sentían diferentes bajo sus dedos, como si tuvieran una lengua secreta que ella podía entender si escuchaba atentamente. Era una habilidad que la hacía excepcional, incluso si no la entendía. Y era, francamente, lo único interesante y remotamente prometedor en su jodida existencia.
Intuición peculiar. Él no sabe lo que es. Nadie lo sabe. Ni siquiera yo. Pero él sabe que funciona. Y eso es lo que cuenta para este tipo de individuos. Mi superpoder: hablar con tostadoras rotas y bases de datos viejas. La única razón por la que aún no me han tirado al río.
—¿Qué información? ¿Qué movimientos de qué o de quién en este nido de ratas? —Akari mantuvo la voz neutral, una fachada de calma que no siempre reflejaba la mezcla explosiva de ingenuidad ante el mundo real y astucia que bullía en su interior. ¿Movimientos de dinero? ¿De personas? ¿De cargamentos ilegales? Moscú era una telaraña de intereses ocultos, llena de gente que quería que otros no vieran lo que hacían. La cloaca del mundo, bien envuelta en propaganda.
—Eso no es asunto tuyo, niña. Tu asunto es si puedes conseguirla. Implica acceder a una red... vieja. Olvidada por la mayoría. Pero con ojos en los lugares correctos. Y no puedes hacerlo desde aquí. Tendrías que estar... más cerca —Dmitri dudó un momento, su mirada evasiva. Como si estuviera a punto de venderle un billete a la luna hecho de queso—. Requiere viajar. Un poco. Un viaje que el cliente financiará, por supuesto. Es un pez gordo. De los que huelen a dinero y a problemas a partes iguales.
Viajar. La palabra resonó con la fuerza seductora de una promesa de escape. Akari rara vez salía de su distrito, y mucho menos de la ciudad. Moscú era su jaula de oro oxidado. Un viaje. Lejos de esta miseria.
¿Adónde, carajo? No dice adónde. ¿Cerca... de qué? ¿Otra ciudad rusa? ¿Más allá? Por favor, que sea más allá. Fuera de este jodido país si es posible. Un billete de ida a cualquier parte.
—¿Y el riesgo? —preguntó Akari, aunque ya lo olía a kilómetros. Olía a peligro con guantes de seda.
—Si te atrapan, te niegan. Simple. Como la ley de la gravedad, niña. O como el amor verdadero en este país. Nunca dura. Pero tú eres buena. Eres rápida. Tienes esa cosa tuya... —Dmitri hizo un gesto vago con la mano, como si hablara de una enfermedad contagiosa o un talento para escupir fuego—. Y el pago... El pago es sustancial. Lo suficiente para... empezar de nuevo. En otro lugar. Un lugar donde no tengas que robar WiFi para vivir y soñar con pan caliente, tal vez. Si eso es lo que quisieras. Un lugar con... más... oportunidades de no terminar en una zanja. Un lugar donde quizás tu 'intuición' valga más que solo trabajos sucios.
La conversación con Dmitri terminó poco después. Akari accedió a considerar la oferta, pidiendo detalles mínimos sobre el tipo de acceso que necesitaría. Dmiti prometió enviar más información cifrada en las próximas 24 horas. Información que esperaba no viniera envuelta en un lazo rojo con una etiqueta que dijera "Tu Funeral".
Se recostó en su silla, la luz de la pantalla parpadeando en sus ojos. Empezar de nuevo. En otro lugar.
Otro lugar. Cualquier maldito lugar que no sea este pozo de miseria con fachada de imperio.
La idea no era nueva. Llevaba meses rondando, un susurro persistente. Moscú la asfixiaba. No por falta de gente, sino por falta de aire para respirar, para crecer, para ser algo más que una sombra hábil. El sistema era una telaraña de conexiones, sobornos, favores debidos y puertas cerradas con doble llave y guardias cabrones. Si no estabas dentro de una de las grandes familias, de uno de los círculos de poder, te quedabas fuera. Y ella estaba fuera, mirando desde el otro lado de la ventana sucia cómo la vida (la buena) seguía sin ella. Con sus habilidades de hacking que nadie reconocía legalmente, con su afinidad extraña que no entendía pero que la hacía diferente, era una marginada, una forastera en su propia ciudad natal. Un recurso útil para gente como Dmitri, sí, pero nunca más que eso. Nunca una jugadora real.
Había intentado otras vías. Solicitar becas que desaparecían. Buscar trabajo legal en tecnología que nunca se materializaba porque no tenías al tío correcto. Siempre el mismo muro invisible. Contactos incorrectos, apellido incorrecto (Koshkina no era un nombre que abriera puertas aquí, ni siquiera en el bajo mundo de cierto nivel), o simplemente... no encajaba. El sistema te quería predecible, controlable, un ladrillo más en el muro. Akari no lo era. Era un bicho raro con circuitos en la cabeza.
¿Tierra Prometida? Los Estados Unidos. América. El lugar de los rascacielos que tocan las nubes y probablemente están llenos de la misma corrupción, de Silicon Valley que seguro es otro circo de élites, de las oportunidades doradas... o eso dicen las películas viejas y la propaganda barata. Los Sueños de Neón. Una vida menos... grisácea. Quizás solo... menos gris.
Sus aspiraciones no eran solo económicas. Sí, quería dinero, lo suficiente para vivir sin la constante preocupación del alquiler de esta caja de zapatos y la comida de mierda. Quería seguridad, sí. Pero más que eso, quería espacio. Espacio para usar sus habilidades al máximo, para entender su afinidad sin miedo a que la vieran como una mutante o una amenaza, para construir algo real, algo que no estuviera podrido desde la base como todo aquí parecía estarlo. Quería un lugar donde el mérito (su tipo de mérito, poco convencional, casi sobrenatural) importara más que las conexiones correctas y el apellido. Su motivación inicial de supervivencia empezaba a transformarse en una necesidad desesperada de encontrar un propósito. O al menos un lugar donde el juego fuera más interesante.
Ingenua, Akari. El mundo entero es una telaraña de mierda. La corrupción no es solo rusa, es una plaga global. Pero quizás... quizás la telaraña americana sea diferente. O quizás sea solo una telaraña nueva donde mis habilidades valgan más. Donde pueda encontrar... mi maldito propósito antes de que este agujero me trague por completo.
El riesgo era inmenso. Si Dmitri decía que el cliente era "de fuera", y el trabajo implicaba información sensible sobre "movimientos", esto sonaba a espionaje corporativo de las ligas mayores, intriga política de alto nivel o alguna mierda peor. Y si algo salía mal, Dmitri la negaría como si nunca la hubiera visto, ni a ella ni a sus rublos bien ganados. El cliente la negaría. Estaría sola, varada en un país extranjero, sin apoyo, probablemente perseguida por gente con trajes caros, pocas preguntas y muchas ganas de hacer desaparecer problemas. Un billete a la muerte rápida o lenta.
Pero quedarme aquí... ¿para qué, carajo? ¿Para seguir hackeando baratijas para capos de tres al cuarto? ¿Para ver cómo mi potencial se oxida como las tuberías de este edificio? ¿Para esperar a que algún cabrón con más contactos me pise para subir? No. Que se pudran. Paso.
Agarró un viejo disco duro externo, la superficie fría y rayada bajo sus dedos. Un trasto que sentía... vivo. Cerró los ojos. Se concentró. Sintió la familiar "sensación" – no como tocar, más como escuchar o sentir una resonancia vibrando desde el interior del metal y los chips, como una conversación en un idioma que solo ella entendía. Era el "lenguaje secreto" de las máquinas, el murmullo de los datos y circuitos, la pulsación silenciosa de la información. Pudo sentir los sectores dañados, los datos corruptos, pero también los fragmentos de información intacta, enterrados profundamente. Un mapa interno que se desplegaba en su mente, claro como el agua. Intuición peculiar, lo llamaba Dmitri. Akari sabía que era más. Era... conexión. Una forma de interactuar con el mundo digital y mecánico de una forma que nadie más parecía poder. Podía sentir la "vida" o la "energía" de los objetos tecnológicos, entender su estado casi de forma empática. Era su habilidad más extraña y poderosa, y la que menos comprendía. Y la única carta que tenía para jugar en este maldito juego global que ni siquiera había empezado a entender.
Esto. Esto es lo que no tengo aquí. Un lugar donde esto no sea solo una rareza útil para criminales de poca monta. Un lugar donde esto... valga algo real. Donde pueda entenderlo. Donde pueda resolver un problema que realmente importe. Donde pueda encontrar mi lugar. O hacer uno a patadas si hace falta.
La decisión se cristalizó en ese momento. No era solo huir de Moscú. Era ir hacia algo. Hacia la oportunidad (quizás una ilusión brillantemente empaquetada), hacia la comprensión de sí misma, hacia el brillo seductor de los Sueños de Neón. Era una apuesta a todo o nada, una muestra de su audacia naciente y su capacidad para tomar la iniciativa en situaciones extremas, incluso si el plan apestaba a podrido. El riesgo era demencial. El potencial, quizás, ilimitado.
Al día siguiente, el mensaje cifrado de Dmitri llegó. Detallaba el tipo de red a acceder (infraestructura portuaria anticuada, usada para rutas comerciales "no oficiales"... traducción: contrabando, probablemente armas, personas o mercancía turbia que nadie pregunta) y la ubicación: Vailstone, Estados Unidos.
Vailstone. Nunca he oído hablar de ella. Suena a nombre de pastillas para el estreñimiento... o a una secta rara. ¿Costa Este? Suena... lejano. Y complicado. Y probablemente lleno de la misma mierda que aquí, pero con mejores aceras y más abogados. Pero es América. Es la oportunidad. Es la maldita oportunidad. La última que veo en el horizonte.
El plan de viaje era enrevesado. Un vuelo a un país cercano (barato y discreto), luego una serie de conexiones (ferries, trenes, autobuses), un barco de carga... Implicaba documentos falsos que esperaban que pasaran por reales a ojos cansados de aduaneros, contactos en el bajo mundo del transporte marítimo que probablemente la venderían por un par de dólares si se les presentaba la ocasión (suponiendo que valía tanto). Era arriesgado. Muy arriesgado. Un billete a la muerte rápida o lenta, con paradas intermedias en la desesperación. Y el pago era, efectivamente, sustancial. Suficiente para empezar, si sobrevivía al viaje y a la tarea. Suficiente para dejar atrás la grisácea y asfixiante Moscú. Por fin.
Se encontró a sí misma sonriendo. Una sonrisa tensa, más una mueca cínica que otra cosa. Era peligroso. Era estúpido, probablemente. Era la ingenuidad chocando violentamente con la astucia para ver un camino, por estrecho y oscuro que fuera, y lanzarse a él sin pensarlo dos veces. Pero era acción. Era un camino fuera del estancamiento gris y putrefacto. Era dopamínico en su pura osadía y el "que se joda todo" implícito. Era vida, en su forma más cruda y peligrosa.
Bien. Vailstone. Estados Unidos. Que así sea. Que la maldita mierda comience de una vez.
Pasó la siguiente semana en un torbellino de preparativos. Vendió casi todo lo que poseía, quedándose solo con lo esencial: algo de ropa funcional y discreta para no llamar la atención en aeropuertos o puertos, su equipo informático modificado (incluyendo ese disco duro externo 'sensible' que sentía vibrar con secretos enterrados), unos pocos recuerdos de su abuela (las pocas cosas que no olían a desesperanza ni a naftalina), y los documentos de viaje falsos que Dmitri le consiguió a través de sus contactos. Falsificaciones... la ironía no se le escapó. Tendría que ser buena en eso también, si quería una identidad que no gritara "fugitiva internacional" desde el primer momento. Se despidió brevemente de un par de conocidos del bajo mundo tecnológico, mintiendo sobre su destino. Nadie preguntó demasiado. En este mundo, la gente que hacía demasiadas preguntas terminaba desapareciendo. No tenía familia cercana. Su abuela, Yelena, que fue la única que la crió y quizás la única que notó su "peculiar intuición" sin juzgarla como loca, había fallecido años atrás. Estaba sola. La decisión era solo suya. Su capacidad para valerse por sí misma y resolver problemas era su única red de seguridad real en este jodido mundo. Su combate cuerpo a cuerpo se limitaba a patadas desesperadas si alguien se acercaba demasiado, pero su mente y sus dedos eran sus verdaderas armas, afiladas por la necesidad.
El día de la partida llegó envuelto en una niebla fría y una llovizna persistente que hacía que el hormigón pareciera aún más desolado. Se dirigió a un pequeño puerto fluvial, no uno de los grandes y controlados por el gobierno o los capos de verdad, sino uno utilizado para cargas menos... oficiales. Un viejo barco de carga la esperaba. Oxidado, pero flotaba. Era parte del plan. La primera etapa de su viaje hacia los Sueños de Neón. La primera etapa de un plan que no tenía pinta de terminar bien.
Subió la rampa metálica y resbaladiza, sus movimientos eficientes, aunque no estuviera entrenada para nada glamuroso como el ballet o la evasión de misiles. Sentía el balanceo del barco bajo sus pies, un mareo incipiente que no sabía si era el movimiento o el simple terror disfrazado de náuseas. El aire olía a sal, a metal viejo y a la inmensidad del océano que tendría que cruzar de alguna forma que aún no estaba clara. Miró hacia atrás una última vez, hacia las distantes luces de Moscú, los Sueños de Neón que dejaba atrás por la incierta y probablemente falsa promesa de otra tierra, buscando una oportunidad, buscando su propósito. Buscando algo que no apestara a derrota.
Espero que valga la pena, pensó, el cínico en su cabeza riéndose a carcajadas. Porque no hay vuelta atrás ahora, carajo. Y si la tierra prometida es solo otro pantano con luces de neón encima... bueno. Al menos será un pantano nuevo. Y quizás ahí mi superpoder de hablar con las tostadoras sea más útil. Crucemos los dedos.
La rampa fue retirada. Las amarras, soltadas. El barco comenzó a moverse lentamente río abajo, una sombra más en la niebla. Akari Elizaveta Koshkina, la joven con la afinidad por las máquinas y una audacia imprudente que rayaba en la estupidez, se dirigía hacia su Aterrizaje Forzoso en Vailstone, Estados Unidos. No sabía que no era solo una oportunidad lo que la esperaba, ni un simple trabajo sucio, sino un Syndicate con nombre de brujas, una guerra clandestina de proporciones épicas y un destino entrelazado con la corrupción global. Su plan, el que le costaría todo conseguir, estaba a punto de fallar estrepitosamente antes incluso de llegar a su destino, empujándola directamente a los brazos del Syndicate. Y esa, irónicamente, sería la primera vez que algo saliera bien en su vida, aunque no lo supiera todavía. La situación estaba a punto de volverse mucho más interesante. Muchísimo más.