Algún lugar en la costa este de EE.UU. Mediados de Enero, 2024.
La travesía transatlántica no fue una experiencia para contar en tarjetas postales. Fue un purgatorio flotante. Después de dejar el puerto fluvial de Moscú envuelta en niebla y dudas, el viejo barco de carga la llevó por ríos y canales hasta un puerto frío y desconocido en el Báltico. Allí, la espera fue larga, los rostros de los pocos tripulantes, taciturnos y desconfiados. Finalmente, fue transferida a otro navío, un carguero más grande y desvencijado que parecía haber librado mil batallas contra las olas y haber perdido la mayoría. Olía a aceite, a herrumbre y a las vidas de hombres que pasaban años viendo solo el mar y el interior oscuro de los contenedores.
Las semanas que siguieron se fundieron en una monotonía grisácea y agitada. El camarote improvisado era claustrofóbico, el constante balanceo provocaba náuseas persistentes que ni el aire helado de cubierta lograba disipar. Akari dormía vestida, con la mochila bajo la cabeza, despertando con cada ruido inusual o cada cambio en el ritmo del motor. No hablaba con nadie; nadie hablaba con ella. Era una sombra a bordo, invisible, tal como se suponía que debían ser los activos en rutas clandestinas. Sus documentos falsos se sentían como una segunda piel: incómoda y con riesgo de romperse en cualquier momento. Cada vez que alguien, incluso un tripulante cansado, la miraba demasiado tiempo, sentía una punzada de pánico frío que se esforzaba por reprimir.
Cambiar una jaula de oro oxidado por una lata de sardinas flotante en medio de la nada. La vida de trotamundos ilegal es exactamente tan divertida como suena en las películas... si las películas fueran documentales deprimentes sobre la desesperación y el olor a pescado viejo. Cero estrellas, cero glamour, no la recomiendo a nadie con un mínimo de aprecio por su estabilidad mental.
Pensaba en Moscú. En el pequeño apartamento, en la ventana sucia, en Dmitri, en la abuela Yelena y sus recuerdos. Se preguntó si alguien notaría su ausencia, si a alguien le importaría. La respuesta, dolorosamente honesta, era que probablemente no, más allá de Dmitri si el "pez gordo" de su cliente reclamaba el trabajo. Esa era la libertad que compró con el riesgo: la libertad de ser completamente prescindible.
La afinidad, esa extraña conexión con el mundo digital y tecnológico, se sentía apagada en el vasto océano. Solo percibía el zumbido básico de los pocos sistemas del barco, primitivos comparados con la red nerviosa de una ciudad. Era una sensación de aislamiento, de estar desconectada del mundo que realmente entendía, una quietud impuesta que aumentaba su inquietud.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad (¿dos semanas? ¿tres?), la tierra apareció en el horizonte. No la silueta icónica de Nueva York o una ciudad de postal con playas soleadas. Era una zona industrial, muelles extensos que se perdían en la distancia, grúas gigantescas como esqueletos de metal contra un cielo encapotado del mismo color gris que la rutina que había dejado atrás. El barco atracó en un puerto secundario, lejos de las terminales de pasajeros, un lugar donde la carga y la discreción eran prioritarias. El aire olía a sal, a pescado y a la extraña promesa (o amenaza, aún no estaba segura) de un nuevo continente. Era principios de Enero, y el frío se sentía cortante, diferente al de Moscú, más húmedo, más penetrante, calándosele hasta los huesos a pesar de su ropa de abrigo.
Siguiendo las instrucciones crípticas de Dmitri, Akari desembarcó entre cajas y contenedores apilados hasta el cielo, mezclándose con trabajadores portuarios de rostros cansados y movimientos mecánicos. Sus propios movimientos eran eficientes, tensos, tratando de no llamar la atención, una habilidad que había pulido en las sombras de Moscú, donde un paso en falso podía significar el fin. Llevaba consigo solo una mochila desgastada que contenía todo su futuro incierto: su laptop modificada, el disco duro 'sensible' que sentía extrañamente reconfortante, algo de ropa básica que ya olía a barco viejo, los documentos falsos y un pequeño fajo de dólares, parte del pago adelantado de Dmitri. No era mucho. Lo suficiente para unos días si era muy inteligente y muy afortunada. Lo suficiente para no morirse de hambre de inmediato.
Se dirigió a un punto de encuentro especificado por Dmitri: una cafetería pequeña y destartalada cerca del muelle, un lugar que parecía haber sido olvidado por el tiempo y la limpieza. La hora acordada era justo al amanecer, un momento liminal. Debía identificar a un contacto. La señal: una revista de pesca en la mano izquierda, un cigarrillo sin encender en la derecha.
Okay, Akari. Momento de la verdad. Que tu 'intuición peculiar' no decida hoy tomarse vacaciones, por favor, y te avise si este tipo huele a trampa a kilómetros o si es solo un pobre diablo que lee revistas de pesca a esta hora.
Se sentó en una mesa del fondo de la cafetería, eligiendo un lugar con visibilidad hacia la puerta pero sin estar demasiado expuesta. Pidió un café aguado que sabía a desesperanza líquida en cualquier idioma. Observó a la poca gente que iba entrando. Trabajadores con monos manchados de grasa, algún taxista esperando un cliente fantasma. El sol empezaba a asomar tímidamente, tiñendo el cielo de un gris apenas más claro. Cada nueva entrada, cada rostro, era analizado rápidamente.
Un hombre entró. De mediana edad, gorra de béisbol bajada, aspecto tan anodino que casi llamaba la atención. Llevaba una revista en la mano izquierda, enrollada. Sacó un cigarrillo con la derecha, jugueteando con él, pero no lo encendió. La señal. Perfecta. Demasiado perfecta, quizás. Akari sintió un nudo en el estómago, una mezcla de alivio tenso y una punzada de cautela nacida de la experiencia.
Bien. Funciona. Primer obstáculo de la América profunda superado. Quizás este plan de mierda no sea tan estúpido después de todo. Solo un poco estúpido. Respiro. Vamos allá.
Se levantó, sus músculos protestando por las semanas de inactividad forzada y superficies duras. Se dirigió discretamente hacia él, manteniendo la cabeza gacha, adoptando el aire de alguien que no quería ser notado. Estaba a menos de dos metros, a punto de murmurar la frase clave en voz baja, cuando ocurrió.
Las puertas de la cafetería se abrieron bruscamente de nuevo. Dos hombres entraron, vestidos de civil pero con un aire inconfundiblemente oficial, como lobos con piel de cordero barata. No se movían como la policía local de Moscú, ruidosos y a menudo torpes. Estos se movían con una eficiencia silenciosa y coordinada. Miradas rápidas, escaneando el lugar con una frialdad profesional. Uno se dirigió, sin dudar, directamente al hombre con la revista. El otro se movió para bloquear la salida principal, sus ojos recorriendo las caras de los presentes.
Akari se congeló en medio de su paso. El aliento se le quedó atrapado en los pulmones. Los dos hombres flanquearon al contacto de Dmitri. No dijeron nada, no sacaron armas de inmediato. Bastó su presencia. El hombre con la revista palideció visiblemente, su rostro se descompuso. Dejó caer la revista al suelo como si quemara. El cigarrillo se le cayó de los dedos temblorosos. No hubo resistencia. No hubo gritos. Simplemente lo tomaron de los brazos, uno a cada lado, y lo sacaron de la cafetería con una eficiencia silenciosa y brutal, metiéndolo en un coche discreto aparcado justo fuera. Todo en menos de treinta segundos. Un secuestro exprés cortesía del gobierno (o quien fuera).
Akari retrocedió lentamente, mezclándose con una pequeña multitud de trabajadores que observaban, con miedo, indiferencia o simple curiosidad mañanera, lo sucedido. Su corazón latía como un tambor frenético contra sus costillas, un ritmo desbocado de pánico.
Mierda. Mierda, mierda, mierda. Plan fallido. Contacto... interceptado. O peor. Mucho peor. Y yo, a punto de entregarme en bandeja.
Salió de la cafetería con la mayor calma que pudo simular, el frío del Enero calándosele hasta los huesos y entumeciendo sus pensamientos. Miró a su alrededor. Ningún coche la seguía, nadie parecía prestarle atención especial. Los dos hombres y su vehículo desaparecieron rápidamente. Pero la señal de alarma interna, esa sensación que a menudo acompañaba a su afinidad cuando las cosas se ponían muy mal con las redes, los sistemas o las estructuras ocultas... estaba gritando. El sistema, la red de Dmitri, el plan entero, esa delicada coreografía del bajo mundo... había sido detectado. Comprometido. Reventado.
Se refugió en un callejón cercano, oscuro, húmedo y oliendo a basura, su mente trabajando frenéticamente para procesar el desastre. Analizó la situación con la fría lógica que la mantenía cuerda en momentos así. Dmitri no respondía a sus mensajes cifrados de emergencia (lo intentó varias veces con su teléfono satelital rudimentario). El contacto estaba en manos de sabe quién. Su dinero era limitado. Sus documentos falsos, probablemente marcados ahora si tenían la lista de Dmitri. Estaba sola. En un país extranjero que olía diferente y donde no entendía las reglas ocultas. Sin un plan B. Sin nadie.
Aterrizaje forzoso, sí. Más bien un estrellamiento contra un muro de hormigón armado, sin paracaídas y sin ambulancia. Genial. Absolutamente genial. Deberían darme un premio a la estupidez del año.
Sacó su laptop, buscando una red Wi-Fi abierta o vulnerable, una tarea más fácil en EE.UU. que en los rincones controlados de Moscú, pero aún arriesgada. Necesitaba información. ¿Quién se llevó al contacto? ¿Era la policía local? ¿Una agencia federal? ¿Otro jugador en el juego de Dmitri? Intentó acceder a noticias locales online, escanear redes cercanas en busca de actividad inusual, buscar bases de datos públicas que pudieran dar una pista sobre el hombre o los agentes. Sus dedos, antes rápidos y seguros, se sentían torpes por el frío helado y el temblor incontrolable de la adrenalina post-pánico.
Piensa, Akari, carajo. Usa la cabeza. Tienes habilidades. Tienes esa... cosa tuya. No entres en pánico, maldita sea. El pánico te mata más rápido que una bala. Y más dolorosamente, probablemente.
Logró conectarse a una red pública débil y saturada. Buscó noticias del puerto. Nada sobre arrestos importantes. Buscó información sobre agencias operando en la zona. Intentó cruzar datos del coche, si lo hubiera visto bien. Nada. Era como si el hombre simplemente se hubiera desvanecido en el aire, engullido por la vasta indiferencia de la ciudad o la eficiencia de sus captores. Una operación limpia. Profesional. Demasiado profesional.
Su afinidad, esa peculiar conexión con el mundo digital y físico, estaba agitada. Sentía una resonancia fuerte con las redes de la ciudad, caótica y vasta comparada con las controladas de Moscú, como un océano de datos rugiendo a su alrededor, pero también sentía interferencia, bloques invisibles, como si grandes muros de datos estuvieran erigidos en ciertos lugares, protegiendo secretos. Y sentía una... ausencia dolorosa. Como si la red que Dmitri usaba para coordinar el trabajo, su lifeline, hubiera sido borrada, silenciada, arrancada de raíz del vasto ciberespacio. No había rastro de Dmitri ni de su cliente. Estaba sola, sin red de apoyo.
Dmitri el Fixer. Más bien Dmitri el Desaparecedor. Me metió en esto y se esfumó. O no pudo evitar que lo atraparan también. Genial. Justo lo que necesitaba en mi nueva vida americana. Otro padre ausente, esta vez con posibles cargos federales y un talento para joderle la vida a la gente a larga distancia. Gracias por nada, cabrón.
Miró sus escasos dólares, contándolos por segunda vez. Comida para un par de días, quizás una noche en un motel de mala muerte si encontraba uno barato. Luego, nada. ¿Qué hacía? No podía volver. No tenía a dónde ir aquí. La "oportunidad" de Dmitri, su billete dorado a los Sueños de Neón, había explotado en su cara en menos de una hora en suelo americano. La prometida Tierra Prometida se sentía, de repente, muy lejana, muy fría y muy hostil.
Cerró la laptop, el reflejo de su propio rostro en la pantalla apagada luciendo más joven y asustado de lo que le gustaría admitir. Estaba varada. Sola. En una ciudad que no conocía, sin contactos, sin dinero, sin plan. La crudeza de su nueva realidad la golpeó con la fuerza de una ola helada, dejándola sin aliento. El gris de Moscú se sentía casi nostálgico comparado con este frío y anónimo desastre.
Okay. Plan inicial: fracaso total, un cero a la izquierda, digno de un premio a la peor planificación de escape. ¿Plan de supervivencia de emergencia? Improvisar. Siempre improvisar. Con lo que tenga. Que no es mucho. Genial.
Recordó el trabajo que se suponía que debía hacer. Acceder a una red portuaria específica para obtener información sobre "movimientos". Dmitri había mencionado que esa red era vieja, utilizada para rutas comerciales no oficiales. Y había susurrado algo, una vez, vagamente, sobre que esas rutas llevaban a... Vailstone. Una ciudad en la costa este. El destino final de la carga, quizás el destino final de la información. O el destino del cliente de Dmitri.
Sacó su teléfono (viejo, quemado de Moscú, pero aún funcionando y cifrado para evitar ojos curiosos). Si la red portuaria específica que interesaba al cliente de Dmitri estaba relacionada con las rutas a Vailstone, quizás la información principal estuviera allí, no solo en el punto de llegada. Quizás el contacto que la buscaba ahora estuviera en Vailstone, esperando el resultado del trabajo. O quizás la propia red portuaria a la que debía acceder estaba en Vailstone, y el contacto solo iba a ser el que la llevara allí.
Abrió un mapa offline que había descargado por precaución, parte de su preparación para la "oportunidad". Buscó Vailstone. La encontró. Marcada en el mapa, un nombre más entre cientos. A varias horas de distancia en tren o bus. O a días a pie y en autoestop por carreteras desconocidas, una opción que sonaba menos a suicidio y más a tortura lenta. No tenía dinero para los billetes.
Vailstone. El lugar donde se suponía que iría la información. O donde está el imbécil que contrató a Dmitri y quizás aún no sabe que su plan se fue al carajo. O donde está la red. Mi única... conexión débil a lo que sea que estaba haciendo. Mi única pista.
No tenía suficiente dinero para un billete de tren o bus, mucho menos para pasarse días viajando de forma legal o semi-legal. No podía confiar en nadie, no después de lo que vio. La idea de ir a Vailstone sonaba casi tan estúpida como el plan original de Dmitri, pero... era lo único que tenía. Un hilo delgado conectado a su misión fallida. Una posibilidad remota de encontrar respuestas, o al menos, un nuevo punto de partida. Un lugar donde quizás, solo quizás, sus habilidades de hacking o su afinidad pudieran ser útiles para salir de este maldito apuro.
Miró de nuevo la pantalla del teléfono, la pequeña etiqueta de "Vailstone" brillando con un resplandor frío en el mapa gris. Era una encrucijada forzosa, cortesía de Dmitri y su pez gordo. Quedarse donde estaba significaba morir lentamente en el anonimato y el frío. Ir a Vailstone significaba lanzarse a la boca del lobo (o del arquitecto global, quién carajo sabe a estas alturas), pero al menos significaba hacer algo, tomar las riendas de su propio desastre.
Muy bien, mundo. Ganaste este round. Me dejaste varada en un lugar que apesta y sin un centavo. Pero la partida no ha terminado. Solo cambió de tablero. Y a mí me gustan los desafíos.
Mientras deambulaba sin rumbo fijo por las calles secundarias cercanas al puerto, buscando un lugar discreto donde pasar las próximas horas y quizás encontrar una red pública, vislumbró un rastrojo de tecnología obsoleta: una cabina de teléfono público, oxidada y rayada, en una esquina olvidada. Para la mayoría, una reliquia. Para Akari, una oportunidad.
Vaya, vaya. Un teléfono público. Dmitri, tu suerte es tan mala como la mía.
Se acercó, sus dedos recorriendo el metal frío y gastado. Sintió la resonancia familiar, débil pero presente. La máquina estaba vieja, pero viva. Necesitaría cambio. Rebuscó en los pocos dólares que le quedaban, separando las monedas justas. Marcar un número internacional desde aquí... sería caro y rastreable, pero el número de emergencia de Dmitri supuestamente era seguro. Una línea muerta si no había nadie escuchando, un canal cifrado si sí.
Introdujo las monedas, el sonido metálico pareció ensordecedor en el silencio de la calle. Marcó la secuencia de números que tenía memorizada, un código que esperaba que aún funcionara. El teléfono sonó. Un tono al otro lado del mundo. Y luego, un clic. Se había conectado.
—¿Sí? —La voz ronca de Dmitri sonó, distorsionada por la línea, con un toque de sorpresa cautelosa.
Akari no perdió el tiempo en saludos. —Dmitri, soy Akari. Tu brillante plan de "oportunidad" se fue al carajo, ¿sabes? Menos de una hora en el suelo de América. Un récord, supongo.
Hubo un silencio al otro lado. Una pausa tensa. —¿Akari? Imposible. Mi contacto...
—Sí, tu contacto —lo interrumpió Akari con un sarcasmo que goteaba hiel—. Tu contacto tuvo una reunión inesperada con unos amigos que parecían muy... oficiales. Justo cuando yo iba a presentarme. No creo que le interese leer su revista de pesca en un tiempo, por cierto. Si es que aún tiene manos para sostenerla.
El silencio se hizo más largo. Dmitri parecía estar sopesando la información, decidiendo si era una trampa o la increíble mala suerte (y supervivencia) de Akari.
—¿Estás... a salvo? —La pregunta sonó forzada.
—¿A salvo? —Akari soltó una risa corta y sin humor—. Estoy varada en una ciudad que no conozco, sin un peso, sin contacto, mi "oportunidad" se evaporó, y tengo la vaga sensación de que, si tu contacto cantó, alguien podría estar interesado en la chica que debía encontrarse con él. Así que, "a salvo"... en comparación con ser disuelta en ácido, supongo que sí. Tu servicio post-venta es excepcional, Dmitri. Deberías anunciarlo.
—El trabajo... ¿pudiste acceder a...?
—El trabajo es lo de menos ahora, ¿no crees? —espetó Akari, la frustración y el cinismo hirviendo—. La red está muerta. Tu contacto está desaparecido. Tu plan era una trampa, intencionada o no. Y a mí me dejaste colgada como un adorno de Navidad rancio en un país que no es el mío. Gracias por el billete de ida a la desesperanza, muy considerado de tu parte. Espero que al menos estés cómodo donde estés.
Dmitri suspiró al otro lado, un sonido rasposo. —Las cosas se complicaron aquí. No... No puedo ayudarte ahora, Akari. Estás por tu cuenta. Olvida el trabajo. Olvida el cliente. Olvida... todo. Solo... sobrevive.
—"¿Solo sobrevive"? —Akari se rió de nuevo, esa risa amarga—. Vaya, Dmitri, no se me había ocurrido. Gracias por el valioso consejo. Pagaría por él si tuviera dinero. Pero no lo tengo, ¿recuerdas? Porque tu brillante plan me dejó sin un centavo y sin opciones.
—Akari, escúch...
—Escuchar qué, ¿Dmitri? ¿Más promesas de oro oxidado? Ya tuve suficiente. Solo quería hacerte saber que tu "oportunidad" me dejó en la calle. No me busques. Y si alguien te pregunta por mí, dile que soy una leyenda urbana. O que me tiraste al Moskva. Lo que prefieras. Adiós, Dmitri. Que tus rublos te sirvan de almohada.
Colgó el teléfono abruptamente, cortando la conexión antes de que él pudiera decir una palabra más. Se quedó un momento con la mano en el auricular frío, sintiendo el zumbido muerto de la línea.
Bueno. Eso fue... productivo. Menos mal que usé el dinero de Dmitri para la llamada. Él pagó por el privilegio de escucharme quejarme. Justo. Ahora sí estoy sola. Completamente.
Guardó el teléfono. Se ajustó la mochila en la espalda, el peso familiar de su laptop y el disco duro, sus únicas herramientas. El frío arreciaba, la niebla se espesaba. La grisácea realidad de ser Akari Koshkina, sola y sin blanca en América, era palpable. Pero en algún lugar dentro de ella, la determinación, esa chispa dopamínica nacida de la pura obstinación y el instinto de supervivencia, se negaba a extinguirse. Dmitri la había abandonado. Su plan había fallado. Estaba más sola que nunca. Pero no vencida. Tenía que llegar a Vailstone. Tenía que averiguar qué salió mal. Tenía que encontrar una manera de usar sus habilidades para no terminar en una zanja, o peor, de vuelta en Moscú. El Aterrizaje Forzoso había terminado. La desesperada y peligrosa marcha hacia la Encrucijada de Vailstone estaba a punto de comenzar. Y esta vez, no había plan. Solo instinto, habilidades... y una deuda (moral y de otro tipo) que quizás algún día cobrara.