La Encrucijada de Vailstone

Carreteras secundarias de la costa este de EE.UU. Finales de Enero, 2024.

Un teléfono público en pleno 2024. En serio. Es casi poético. O una broma pesada. Como encontrar un dinosaurio usando Tinder. Te hace cuestionar la realidad. Pero bueno, al menos sirvió para confirmarme que estoy más sola que un calcetín desparejado y que Dmitri es tan útil como un cenicero en una moto. Fantástico.

La resaca de la conversación con Dmitri se mezcló con el frío implacable de la mañana de Enero. Akari Elizaveta Koshkina se alejó de la cabina telefónica oxidada, el último vestigio tangible de su fallido "plan", y miró el mapa offline en su teléfono. Vailstone. Marcada como un oasis en un desierto de incertidumbre. Varias horas en un mundo con dinero, varios días en un mundo sin él. Su mundo actual.

El primer día fue una lección brutal de humildad. Caminó. Kilómetros bajo un cielo encapotado que prometía más llovizna. La mochila pesaba, el frío se calaba hasta los huesos, y el hambre se sentía como un compañero de viaje constante e irritante. Las carreteras secundarias no eran pintorescas rutas turísticas; eran franjas de asfalto flanqueadas por maleza crecida, viejas vallas y, de vez en cuando, la parte trasera descuidada de alguna estación de servicio o fábrica olvidada. Intentó hacer autoestop. Las pocas personas que pasaban no paraban. O la veían con recelo, o con lástima (lo que era peor), o simplemente no la veían en absoluto.

Aparentemente, mi carisma para que extraños me recojan es inversamente proporcional a lo desesperada que estoy. Deberían poner eso en mi currículum: "Excelente en situaciones de bajo estrés, inútil cuando la supervivencia depende de ello".

La primera noche la pasó acurrucada bajo el saliente de un puente, el hormigón frío y húmedo filtrándose a través de su ropa. El ruido distante del tráfico en la autopista sonaba como un lamento, recordándole lo cerca que estaba de la civilización y, al mismo tiempo, lo inaccesible que le resultaba. La ciudad del puerto parecía un espejismo lejano. Vailstone, un destino de fantasía.

Los días siguientes se convirtieron en un ciclo agotador: caminar hasta que las piernas no daban más, buscar algo de comer (restos en contenedores, alguna pieza de fruta caída cerca de una granja si tenía suerte), encontrar un lugar para esconderse por la noche. Usó su afinidad de formas inesperadas. Un par de veces, sintió una resonancia débil en máquinas expendedoras viejas, logrando "convencerlas" para que le dieran una lata de refresco o un paquete de galletas. Una vez, encontró una vieja PDA abandonada cerca de un basurero de camiones y, usando sus dedos, sintió la energía remanente, logrando acceder a un mapa local y una lista de rutas de autobuses para hacerse una idea de las distancias. Era una pequeña victoria, un chispazo dopamínico en medio de la desolación grisácea.

Mi superpoder: ser la confidente de los trastos viejos. Sí, ustedes, aparatos abandonados. ¡Háblenme! Su emperatriz de la chatarra ha llegado.

Intentó colarse en una estación de autobuses en una pequeña ciudad de paso. Con su mochila y aspecto cansado, no era difícil pasar por una viajera más, hasta que un empleado la abordó.

—¿Buscando un bus, señorita?

—Sí —respondió Akari, intentando sonar casual—. A... Vailstone.

El empleado la miró. —¿Vailstone? Tendrá que comprar un billete.

—Claro... es que... perdí mi cartera —mintió con una sonrisa forzada—. ¿Hay alguna forma...?

El empleado resopló, una respuesta universal a las desgracias ajenas. —Sin billete, no hay bus. Política de la compañía. Lo siento.

Claro, "política de la compañía". La política de "si no tienes dinero, apestas y no te queremos aquí". Entendido. Gracias por la lección de economía básica en América.

Tuvo que retirarse antes de que sus documentos falsos pudieran ser objeto de escrutinio. El dinero que le quedaba era insignificante para la distancia a Vailstone. Los trenes de carga eran otra opción, pero saltar a uno en movimiento era peligroso, y merodear en los patios de trenes la hacía un blanco fácil para la seguridad o para otros vagabundos más rudos. Aun así, lo intentó. Una noche fría, se escondió cerca de un patio de trenes, observando los vagones, sintiendo la vibración de las vías. Su afinidad captó el "latido" de los sistemas del tren, los horarios, la dirección... pero también sintió la presencia de otros, figuras moviéndose en la oscuridad, y una advertencia silenciosa en sus nervios que le decía que no era un lugar seguro para una chica sola. Decidió que el riesgo superaba la recompensa. Al menos por ahora.

Conoció a otros en el camino. Figuras errantes que se movían por las mismas carreteras secundarias. Algunos eran amables a su manera, compartiendo una lata de sopa fría o una manta desgastada bajo un puente. Otros la veían con sospecha, con deseo o con una indiferencia que dolía más que la hostilidad abierta. Aprendió a leer los ojos, a evitar ciertas miradas, a desaparecer cuando el instinto gritaba peligro. Su experiencia en las calles de Moscú le había enseñado mucho, pero las reglas no verbales de la indigencia en EE.UU. eran diferentes.

El bajo mundo es universal, supongo. Solo cambian los uniformes y la moneda. Y aquí, al menos, la gente tiene más dientes. O más armas.

Una tarde, agotada y hambrienta, encontró un pequeño camión viejo aparcado detrás de un bar de carretera. La puerta de carga trasera estaba ligeramente abierta. Impulsada por la desesperación, decidió echar un vistazo. Sintió la afinidad vibrando cerca, no solo el camión, sino algo dentro. Era un tipo diferente de resonancia, más... irregular, más cargada. Con cautela, se deslizó dentro.

El camión estaba lleno de cajas. Cajas sin etiquetar, apiladas sin orden. Su afinidad zumbaba. Se acercó a una caja, pasó la mano sobre ella. Sintió... componentes electrónicos. No de consumo. Más robustos. Y algo más. Una energía sutil, artificial, que no era solo electricidad. Recordó objetos similares en los trabajos de Dmitri, artefactos que a veces olían a problemas y dinero rápido en el mercado negro.

Vaya. Parece que me tropecé con el servicio de mensajería de alguien turbio. Interesante.

No robó nada sustancial (no podía cargar con ello), pero usando su afinidad, pudo sentir el contenido de varias cajas, detectando chips, antenas, baterías de alta capacidad... tecnología de vigilancia o de comunicación avanzada. Y en una caja particular, sintió esa misma energía irregular y cargada, más fuerte. Abrió la caja con cuidado. Dentro, entre acolchado, encontró un par de pequeños dispositivos. No entendía su función exacta, pero sentía su complejidad, su rareza. Eran valiosos. No por el dinero inmediato, sino por lo que representaban. Algo fuera de lo común. Y sintió la misma resonancia que a veces percibía en el disco duro 'sensible' de Dmitri.

Hmm. Esto no es de aquí. Y huele a... Dmitri. O a sus clientes. Mierda. Parece que sigo tropezando con los restos de su red. Ojalá me hubiera dejado un mapa o al menos un sándwich.

No los cogió. Eran demasiado rastreables para alguien en su situación. Pero la información era útil. Esa tecnología se estaba moviendo. En este camión. Y su presencia allí le dio una pista: el tipo de gente con la que Dmitri trataba y el tipo de "movimientos" que le interesaban a su cliente se extendían por estas carreteras. Y Vailstone, siendo el destino final de las rutas portuarias que le interesaban a Dmitri, bien podría ser un centro para este tipo de actividades. La Encrucijada no era solo un destino geográfico; era un cruce de caminos en el bajo mundo.

Continuó su viaje, cada día una prueba de resistencia. El hambre era una punzada constante, el frío un enemigo. Pero su determinación se endurecía. Cada paso era un acto de desafío contra la mano invisible que la había dejado varada. Cada pequeña victoria (encontrar agua limpia, burlar una cámara de seguridad barata en una gasolinera, usar su afinidad para abrir una puerta trasera) era un pequeño golpe dopamínico que la mantenía en movimiento.

Los paisajes cambiaron gradualmente. Las áreas portuarias dieron paso a tierras más agrícolas, luego a bosques densos y colinas ondulantes. El final de Enero trajo días ligeramente menos fríos, aunque el cielo seguía siendo en su mayoría un lienzo gris. A lo lejos, empezaron a aparecer señales de tráfico mencionando ciudades más grandes, direcciones hacia centros urbanos. Y, finalmente, señales indicando la dirección a Vailstone.

El nombre en la señal pareció vibrar con la misma energía de la etiqueta en su teléfono. Vailstone. El destino forzado. El lugar donde la información se suponía que iba. Donde el cliente de Dmitri podría estar. Donde esa red portuaria obsoleta, de alguna forma, seguía teniendo ojos. La encrucijada.

Los últimos kilómetros fueron los más difíciles. Sus piernas dolían, su cuerpo protestaba. Pero una nueva energía, alimentada por la proximidad de su objetivo incierto, la impulsaba. Dejó atrás las zonas rurales, las pequeñas ciudades dormitorio. Las estructuras se hicieron más grandes, los edificios más altos. El aire empezó a oler a ciudad de nuevo: escape de autos, basura, la mezcla compleja de olores humanos y industriales.

Vailstone. Una expansión urbana que se extendía hasta donde alcanzaba la vista en la semi-oscuridad del atardecer. No era imponente como Moscú o las ciudades de postal de América. Era vasta, desordenada, una mezcla de zonas industriales, barrios residenciales modestos y, a lo lejos, la promesa (o la fachada) de rascacielos. Desde las afueras, no parecía un lugar de Sueños de Neón. Parecía... real. Cruda. Grisácea.

Se acercó a los límites de la ciudad, siguiendo una carretera que la llevó hacia áreas menos cuidadas. El asfalto se volvió irregular, las farolas más escasas. Las vallas se llenaron de grafitis. Las ventanas de los edificios, a menudo rotas. Las figuras en las calles, escasas y con prisa, o estáticas en las sombras.

Vailstone. La tierra prometida... de la miseria, parece.

Un letrero oxidado, medio caído, marcaba la entrada a un área que no necesitaba identificación oficial. La atmósfera cambió. El aire se sentía más pesado, cargado de una tensión palpable. Los ruidos eran diferentes: risas ruidosas desde tabernas invisibles, el eco distante de sirenas, el gruñido de motores viejos. Este era Dreadhaven. El lugar del que había oído rumores, el lugar donde las reglas del bajo mundo se escribían en las paredes y en los callejones.

Akari se detuvo en el umbral, al borde de este territorio. Había llegado. Después de semanas de lucha, de hambre, de frío, de miedo y de interminables kilómetros. La Encrucijada de Vailstone. El lugar donde su misión fallida la había traído por la fuerza. Un lugar que parecía estar a la altura de su reputación. Peligroso. Lleno de secretos. Y, quizás, justo el tipo de lugar donde alguien con sus habilidades y su falta de escrúpulos (cuando era necesario) podría no solo sobrevivir, sino también encontrar el propósito que buscaba. Su Aterrizaje Forzoso la había traído hasta aquí. Ahora, tenía que dar el siguiente paso.

Aquí estoy. Al borde. Dreadhaven.

Respiró el aire frío y denso. Olía a humedad, a humo rancio, a algo indescriptiblemente humano y desgastado. Vio siluetas moviéndose en las sombras más profundas, escuchó el murmullo bajo de voces que no pretendían ser oídas. Vio la desigualdad tallada en el propio paisaje: edificios derruidos junto a vallas que, aunque oxidadas, parecían delimitar propiedades con más... seguridad. Vio niños jugando entre la basura a la luz tenue de una farola parpadeante, ajenos al peligro que los rodeaba, pero no a la dureza de su entorno.

Una punzada la atravesó, algo más allá del cansancio o el hambre. Una repercusión distinta a la que sentía con las máquinas. Era la afinidad, pero aplicada de otra forma. Una conexión cruda y dolorosa con la estructura subyacente de este lugar. No de código o circuitos, sino de vidas entrelazadas en un sistema roto. Sentía la desesperación, sí, pero también una extraña resiliencia, como los cables que, a pesar de estar pelados y enredados, aún conducían electricidad.

La gente cree que los 'nerds' como yo solo vemos pantallas y números binarios. Que vivimos en un mundo digital y estéril. Idiotas. Akari miró a los niños jugando. Los sistemas que entiendo, al final, controlan la comida en tu mesa, el techo sobre tu cabeza, si alguien te patea en la calle. Y el sistema aquí, en este lugar... está echado a perder hasta la médula. No es solo código corrupto, es la vida misma hecha un enredo, manipulada por intereses que ni siquiera muestran la cara. Y esa podredumbre... apesta más que un contenedor de basura al sol en agosto.

Reflexionó sobre su propio camino. Había hackeado, había usado documentos falsos, había viajado de contrabando. Estaba operando fuera de la ley. Era una criminal, según la definición estándar. Pero nunca había robado a alguien que realmente lo necesitara. Sus objetivos siempre habían sido sistemas, corporaciones, individuos que operaban en las sombras, aprovechándose de las fallas del sistema a gran escala. Su afinidad le mostraba las estructuras, las vulnerabilidades, no solo en la tecnología, sino, a veces, en las propias ciudades, en las redes invisibles de poder y control. Y lo que sentía aquí era una falla catastrófica, un sistema diseñado para fallar a la mayoría en beneficio de unos pocos.

Mi guerra no es contra la gente en estas calles. Es contra los 'arquitectos' invisibles que construyeron las calles para que solo unos pocos pudieran caminar por ellas sin miedo. Contra los que se sientan en sus torres de cristal y deciden quién vive y quién se arrastra en la miseria. Mis métodos son grises, sí. Me muevo en la sombra. Pero quizás... quizás mi 'intuición peculiar' no solo sirve para robar datos o evadir seguridad. Quizás... quizás pueda entender la red de mierda que crea lugares como este. Y quizás... encontrar una forma de... no sé... de arreglar algo. O al menos, de joder a los que la rompieron.

La idea no era grandilocuente. No se veía a sí misma como una salvadora. Pero la conexión, la comprensión subyacente que sentía al observar la "red" humana y estructural de Dreadhaven, era innegable. Su pasión por entender cómo funcionan los sistemas, cómo se conectan, cómo se rompen... se extendía más allá de las pantallas. Quería que los sistemas funcionaran. Que fueran lógicos. Que no crearan esta... arbitrariedad brutal. Y su afinidad, esa extraña resonancia con el mundo, le susurraba que Dreadhaven era tanto un vertedero de problemas como un nodo de conexiones ocultas.

Se acomodó la mochila. El frío se sentía con más fuerza. La cruda realidad de ser Akari Koshkina, sola y sin un centavo en América, era imposible de ignorar. Pero en algún rincón dentro de ella, la determinación —esa chispa alimentada por pura terquedad, por la necesidad de encontrar un propósito y una naciente (aunque cínica) sed de justicia— se negaba a apagarse. Dmitri la había dejado. Su plan había fracasado. Estaba más sola que nunca. Pero no derrotada. La Encrucijada de Vailstone no era solo su destino impuesto, también era un nuevo punto de partida. Un lugar donde, tal vez, solo tal vez, su extraño don para hablar con tostadoras descompuestas y su creciente entendimiento de los sistemas rotos de la sociedad fueran justo lo que necesitaba para seguir adelante. Y para encontrar el propósito que tanto se le escapaba. Ahora, solo le quedaba entrar. Cruzar hacia Dreadhaven. Y justo antes de avanzar, con una sonrisa torcida y ese humor oscuro que nunca la abandonaba del todo, supo que lo que venía no iba a ser aburrido en lo más mínimo.