Nodo Fantasma

El primer paso dentro de Dreadhaven no llegó con tambores ni advertencias claras. Simplemente… pasó. La calle cambió bajo sus pies. El pavimento, ya deteriorado en los límites de la ciudad, empezó a desmoronarse en pedazos, dejando al descubierto la tierra compacta y el concreto agrietado debajo, como si fueran huesos rotos. Las líneas que marcaban la vía habían desaparecido por completo. Las farolas, que antes estaban distribuidas con cierta regularidad, ahora eran pocas y maltratadas por el tiempo. Las que seguían de pie apenas se sostenían, parpadeaban con una luz anaranjada enfermiza que jugaba con las sombras, alargándolas hasta darles forma de figuras agazapadas, como si estuvieran a punto de lanzarse. No hubo una transición gradual, ni una zona intermedia (irónico, para un lugar tan gris); era como si la civilización, tal como la conocían en las zonas “buenas” de Vailstone, se hubiera cortado de golpe, dejando al descubierto un paisaje urbano enfermo y olvidado. El aire se volvió más espeso, más pesado, cargado no solo con los olores típicos de la ciudad —el humo viejo de autos echando sus últimos respiros, la basura fermentándose en contenedores saturados, la humedad pegajosa que lo cubría todo—, sino con algo más. Un olor acre, persistente: tabaco rancio, químicos indefinidos (¿drogas? ¿limpiadores industriales? ¿las dos cosas?), y ese tufo metálico y agrio que deja la vida cuando se consume demasiado rápido, como un fósforo mal encendido en plena tormenta. Akari Elizaveta Koshkina cruzó ese umbral invisible con la mochila al hombro, los músculos en tensión, y una alarma muda vibrando en su nuca, como una descarga leve pero constante bajo la piel que no la dejaba en paz.

Bueno… esto no es precisamente la alfombra roja de una premiere en Hollywood. Más bien parece la alfombra de clavos de una prisión olvidada por Dios. Bienvenidos al paraíso de las oportunidades perdidas. Al parecer, las postales brillantes del “sueño americano” con luces de neón no incluían este rincón. Se saltaron los grafitis con calaveras que parecían sonreír, el olor denso a desesperación, y esa sensación constante de que cada sombra te está mirando.

Las primeras horas dentro de Dreadhaven fueron una sinfonía caótica para sus sentidos, una sobrecarga total que la obligaba a estar completamente alerta solo para entender lo que tenía enfrente. Dreadhaven no mostraba sus secretos de golpe. No gritaba. Susurraba. En el crujir de vidrios bajo sus botas, en el eco de pasos por callejones vacíos —que podían ser los suyos… o no—, en las carcajadas rasposas que salían de bares sin nombre, apenas iluminados por letreros de neón moribundo. Pero Akari no solo oía con los oídos. Sus ojos, entrenados en las calles de Moscú para detectar amenazas, rutas de escape o cualquier debilidad del entorno, le revelaban la desigualdad tatuada no solo en los edificios, sino en la misma atmósfera. Construcciones a punto de colapsar que parecían mantenerse en pie por pura terquedad, con sus entrañas al descubierto como heridas abiertas en el paisaje urbano, se amontonaban junto a cercas de alambre de púas sorprendentemente nuevas o cámaras de seguridad apuntando a la nada, vigilando esquinas vacías o entradas irrelevantes, como si hasta la vigilancia aquí tuviera un costo que no todos podían pagar. Las calles secundarias eran un laberinto de concreto y ladrillo, flanqueado por fachadas ciegas, ventanas clausuradas, puertas metálicas que a veces estaban aseguradas con una docena de cerraduras distintas… y otras, abiertas de par en par hacia la oscuridad y todo lo que esta ocultaba.

Avanzó intentando pasar desapercibida, fundirse con el fondo. Su ropa oscura y funcional ayudaba, especialmente en ese crepúsculo constante que parecía cubrir el distrito incluso a plena luz del día. Pero sentía las miradas. Breves, esquivas, cargadas de desconfianza, de conocimiento tácito, y a veces de un interés tan frío que le calaba más hondo que el clima de enero. Eran los ojos de Dreadhaven, atentos a cada movimiento, a cada rostro nuevo, a quienes no encajaban. Y ella no encajaba. Aún no la habían clasificado, y eso era peligroso.

Su prioridad más urgente, incluso más que el hambre que ya le hacía ruido en el estómago o el frío que empezaba a colarse por debajo de la ropa térmica, era encontrar un lugar donde pasar la noche. Algo temporal, algo seguro (o al menos lo menos peligroso posible, que en Dreadhaven significaba “con menos probabilidades de matarte mientras duermes”). Empezó a buscar edificios abandonados, observando desde lejos, buscando señales de uso reciente: puertas cerradas a la fuerza con tablones mal clavados, grafitis frescos sobre ventanas tapiadas con mensajes de advertencia o símbolos de pandillas, restos de fogatas en interiores, envoltorios de comida esparcidos.

Y mientras pasaba cerca, usaba su afinidad de forma discreta. Como si leyera al lugar con un escáner invisible. Podía percibir si las estructuras todavía estaban conectadas (aunque fuera ilegalmente) a la red eléctrica, si quedaban sistemas de alarma viejos pero activos, o incluso rastros residuales —algo parecido a un eco psíquico— de quienes habían estado allí antes. Algunos lugares gritaban “peligro”, otros murmuraban “abandono”, y otros simplemente no decían nada. Vacíos. Como si nunca hubieran sido habitados por nadie.

Encontró un viejo almacén abandonado, apartado de la calle principal, casi invisible desde la calle, cerca de las vías del tren (siempre un buen lugar para encontrar escondites y problemas a partes iguales pensó con una ironía amarga, recordando la estación de tren en Moscú). La puerta de metal corrugado estaba entreabierta, el interior un abismo oscuro y lleno de polvo, telarañas pegajosas y el olor penetrante a moho, abandono y humedad. Pero parecía vacío. No sintió la resonancia fuerte de ocupantes recientes, ni la vibración nítida de sistemas de vigilancia activa o trampas tecnológicas. Se deslizó dentro al caer la noche, el aire frío y estancado, más frío que afuera. Usando una pinza de pelo reforzada y su delicadeza experta, logró cerrar la puerta tras ella lo mejor que pudo, haciendo que el metal raspado sonara lo menos posible. No la dejaría completamente segura, pero al menos le daría un segundo si alguien intentaba entrar.

Mi suite de lujo para esta noche. Cinco estrellas, si las estrellas fueran ratas que probablemente comparten el espacio y el servicio de habitaciones consistiera en corrientes de aire helado y goteras aleatorias que cantan una balada triste. Al menos no tengo que pagar alquiler. Pequeñas victorias en la gran guerra contra la miseria.

Usando la luz tenue de su teléfono (manteniéndolo en modo avión para conservar la batería y evitar pingers o rastreadores), exploró el interior inmediato con cautela. Escombros apilados, maquinaria vieja cubierta por lonas que parecían fantasmas en la oscuridad, el olor penetrante a moho y abandono que se aferraba a todo. Encontró un rincón relativamente limpio, detrás de unas cajas grandes y polvorientas, un lugar que parecía menos expuesto a las corrientes de aire. Sacó una manta térmica ligera de su mochila y se acurrucó, el frío del cemento filtrándose a través de ella a pesar de la manta. El hambre volvía a ser un compañero molesto, gruñendo ruidosamente en su estómago, recordándole su vulnerabilidad más básica.

Los "secretos" de Dreadhaven no eran solo físicos, no estaban solo escritos en paredes derruidas o escondidos en callejones oscuros. Se dio cuenta, a medida que pasaban las horas y la ciudad nocturna cobraba otro tipo de vida, de que el aire digital también era diferente aquí. Un océano de señales, un ruido blanco constante para la mayoría. Sacó su laptop, el peso familiar de la máquina en sus rodillas era un consuelo en este mundo inestable, una conexión a algo que entendía. Activó sus herramientas de escaneo pasivo, programas silenciosos que rastreaban el éter digital sin hacerse notar. La cantidad de redes Wi-Fi abiertas era sorprendente, muchas con nombres absurdos o francamente amenazantes, pero la mayoría eran inseguras, señuelos obvios para incautos, o con una señal tan débil que eran inútiles. Sin embargo, la verdadera revelación estaba en las señales invisibles, más allá del alcance del ciudadano común. Había una densidad de tráfico de datos inusual, un murmullo constante de actividad clandestina: ráfagas cortas de transmisiones cifradas que parecían salir de la nada y dirigirse a ninguna parte visible, actividad en frecuencias poco comunes que no usaban las redes comerciales estándar, el pulso débil pero constante de innumerables cámaras de vigilancia privadas, algunas conectadas a redes visibles pero camufladas, otras a sistemas completamente aislados, redes oscuras que solo existían dentro de los límites del distrito. Era un ruido de fondo digital constante, caótico, complejo y, para la mayoría, incomprensible. Una sinfonía de secretos tecleados en la oscuridad.

Interesante. Este lugar es una cloaca, sí, un agujero de miseria y crimen concentrado. Pero una cloaca con infraestructura digital seria. Alguien está usando redes privadas aquí a gran escala, una red paralela que opera bajo la superficie. Y no para ver videos de gatos, apuesto. O para discutir el último episodio de una serie popular con emoticonos. El bajo mundo moderno no solo se mueve en callejones oscuros y muelles clandestinos apestosos, también se mueve en el ciberespacio, encriptado, oculto, rastreando, comunicando. La red aquí es un caos controlado, una sinfonía disonante de señales basura, comunicaciones ocultas y vigilancia constante. Fascinante. Y jodidamente peligroso para cualquiera que no sepa qué buscar, o peor, que sepa demasiado.

Usó su afinidad en su laptop, la superficie fría bajo sus dedos conectándose con la máquina a un nivel casi simbiótico, sintiendo el "pulso" de las redes que detectaba, tratando de imponer orden en el caos, de encontrar patrones en el ruido. Algunas vibraban con la "energía" familiar de sistemas comerciales (las pocas tiendas que aún operaban, incluso si estaban detrás de rejas o con ventanas tapiadas), otras con la frialdad distante y organizada de la vigilancia gubernamental o corporativa que se asomaba desde los límites del distrito, una telaraña oficial que también tenía sus puntos ciegos. Pero había un tipo de resonancia diferente, irregular, potente en su clandestinidad, como la vibración de un motor V8 trucado, asociada a esas ráfagas cifradas y frecuencias extrañas. Era la misma energía, familiar y desconcertante a la vez, que sintió de los extraños dispositivos que encontró en el camión durante su viaje, pero amplificada miles de veces, una red nerviosa extendiéndose por todo el distrito, bajo las calles, a través de los edificios. Era la red del bajo mundo de Dreadhaven. Y era vasta, compleja, con múltiples nodos, capas de seguridad, y, sentía, un centro coordinador. Como un monstruo digital dormido bajo la mugre física del distrito, con tentáculos invisibles llegando a todas partes.

Los días siguientes (y noches) siguieron un patrón similar. Exploración cautelosa durante las horas de luz incierta, escondite seguro por la noche. Aprendió a navegar por las calles de Dreadhaven no solo físicamente, esquivando escombros y miradas, sino sintiendo sus corrientes invisibles, sus flujos de datos, sus puntos calientes. La calle principal tenía un movimiento constante, bajo la mirada (visible e invisible) de otros, un lugar peligroso pero necesario para observar sin ser parte de nada. Los callejones eran arterias secundarias, más oscuras, más peligrosas, donde se veían intercambios rápidos, caras que no querían ser recordadas y un tipo diferente de silencio, tenso, expectante, a menudo roto por sonidos repentinos. Ciertas esquinas parecían puntos de encuentro informales, donde la gente esperaba o vigilaba, marcando territorios invisibles. Ciertos edificios, incluso abandonados y derruidos hasta parecer cáscaras vacías, tenían un aura de "propiedad" que su afinidad (o simplemente la obvia presencia de miradas vigilantes y el aire de que no eras bienvenido) le advertía evitar con decisión.

Akari no necesitó pasar mucho tiempo en Dreadhaven para entender lo que pasaba allí. La desigualdad no era una estadística lejana ni un tema de debate en una sala de juntas. Era algo que se respiraba. Que se veía, que se tocaba, que se arrastraba por las calles como una niebla pegajosa. No solo estaba en los edificios desmoronados, en las paredes llenas de grietas, en los techos que parecían sostenerse solo por rutina. No solo en los autos oxidados que andaban como por arte de magia, armados con cinta adhesiva, alambre torcido y un poco de desesperación.

Estaba en la gente. En los ojos, en las manos, en la forma de caminar. Esa era la parte más brutal. La desigualdad más jodida. La que no se arregla con pintura ni subsidios. La que se incrusta en el cuerpo y en el alma hasta que forma parte de ti.

Algunos aún intentaban aparentar que vivían vidas normales. Se levantaban temprano, abrían pequeñas bodegas con estanterías medio vacías, barriendo el polvo con escobas que ya no tenían cerdas. Vendían lo poco que podían conseguir: latas vencidas, pan duro como piedra, cigarros sueltos. Iban a trabajos mal pagados fuera del distrito, si tenían suerte. Viajaban horas solo para que les pagaran una miseria por limpiar baños o cargar cajas. Sus rostros hablaban de todo eso sin abrir la boca: arrugas profundas, mirada gris, ojeras hundidas. Pero también, a veces, un destello. Una dignidad obstinada. Como si dentro de ellos todavía quedara algo en pie, resistiendo. Algo frágil, como brasas moribundas, pero que aún no se apagaba.

Y luego estaban los otros. Los que ya habían cruzado esa línea invisible. Los que la esperanza no solo había abandonado, sino que los había escupido en el camino. Los que caminaban con el cuerpo cansado y la mirada vacía, endurecidos por la calle. Ropa sucia, gastada, a veces rota, otras simplemente robada. Había un cinismo pegado a ellos, una desconfianza automática, como una segunda piel. Algunos pedían en las esquinas, otros actuaban como ojos y oídos para alguien más —nadie decía quién, pero todos sabían que existían—. Y estaban los que vendían lo que fuera por un día más de vida: chatarra, pastillas, carne. Algunos su cuerpo, otros pedazos de su humanidad.

No formaban parte de la ciudad. Eran la ciudad. Parte del paisaje, como el óxido, como la basura que el viento arrastraba sin destino.

Y después venía ese otro grupo. Más silencioso. Más limpio, pero igual de sucio. No hablaban alto. No se movían con prisa. Miraban desde autos oscuros estacionados en doble fila, o desde la entrada de edificios con puertas reforzadas, cámaras que sí funcionaban y guardias que sabían a quién dejar entrar. Tenían poder. Poco, pero suficiente. Eran los que obedecían órdenes, los que hacían el trabajo sucio. Ejecutores. Controladores del miedo. Soldados de un sistema sin rostro. No eran la cima. Eran la costra que cubre la herida. La parte visible del iceberg, la que flota sobre una masa podrida mucho más grande y profunda.

Dreadhaven era una jerarquía brutal disfrazada de caos. No era solo supervivencia. Era una lección práctica de darwinismo urbano. Los que apestaban a desesperación se arrastraban por el fondo, buscando lo que nadie más quería. Peleaban por sobras, por lo descartado, por lo invisible. Y los que tenían un poco de poder… solo apestaban distinto. Pero seguían oliendo a carroña. Se devoraban entre ellos por un trozo más grande del mismo pastel podrido. Seguían siendo esclavos, solo que con mejores cadenas.

¿Y los que realmente mandaban? No se veían. No necesitaban mostrarse. Eran como fantasmas en una máquina oxidada. Invisibles, pero presentes. Moviendo hilos desde lejos. Akari no había visto sus rostros. No conocía sus nombres. Pero sentía su red. Una telaraña sutil, casi intangible, eléctrica. Cubría el distrito entero. Estaba en cada mirada vigilante, en cada callejón con grafitis en clave, en cada puerta que no se podía abrir sin permiso. Una red diseñada para atrapar. Pero no a ellos. No a los que la tejieron. Solo a los que cayeran en ella por no tener otra opción. Los que ya estaban atrapados desde antes de saberlo.

Akari evitaba el contacto innecesario. En lugares como este, cada palabra podía ser peligrosa. Pero la supervivencia pedía cierto nivel de interacción. Compró comida enlatada —lo más barato que encontró—, algo de pan viejo, una botella de agua que dudaba mucho que no viniera directamente del grifo. Entró en una bodega pequeña, protegida con rejas, con un letrero descolorido que ya nadie leía. Detrás del mostrador, un hombre viejo, con los ojos apagados y los nudillos hinchados, le cobró sin levantar la vista. No preguntó nada. No ofreció nada. Solo pasó los productos y esperó el dinero.

Akari sacó unos pocos dólares arrugados. Cada uno dolía. No solo por el valor que perdía, sino por la sensación de que se le iba el tiempo junto con ellos. El hombre tomó las monedas como quien recoge piedras del suelo. La transacción fue muda, fría. Ni una palabra. Ni una mirada. Solo el sonido de las monedas, el crujido del plástico. Como si ni siquiera existiera el momento.

No era hostilidad. No era descortesía. Era otra forma de sobrevivir. No ver. No preguntar. No involucrarse. Porque en Dreadhaven, la indiferencia era una barrera. Una armadura contra el colapso emocional. Aquí, el interés mataba. La empatía era un lujo. Y mirar demasiado profundo… te volvía parte del barro.

Su humor grisáceo y sarcástico se convirtió en un monólogo interno constante, su forma de procesar y poner distancia con la cruda realidad, su armadura verbal en un mundo sin piedad, su única compañía real.

Bueno, al menos el 'que se joda todo' me mantiene caliente por dentro. Y no tengo que fingir que soy una turista interesada en la arquitectura local. Mi única meta aquí es no convertirme en una estadística más en un expediente policial que a nadie le importará, o en un bulto anónimo en un callejón oscuro. Ambicioso, ¿verdad? Considerando las circunstancias.

Usó su afinidad en lugares públicos (si se atrevía a aventurarse fuera de su escondite seguro) – estaciones de metro viejas en los límites del distrito (lugares de paso, a menudo peligrosos y vigilados), bibliotecas públicas (si encontraba alguna abierta y segura y con Wi-Fi público al que pudiera conectarse sin levantar sospechas), cualquier lugar con sistemas tecnológicos a los que pudiera "escuchar". Sentía la historia digital del lugar, fragmentos de comunicaciones viejas enterradas en el éter como fósiles digitales, datos residuales de transacciones que contaban historias silenciosas de comercio (legal e ilegal), la infraestructura de vigilancia incrustada en la propia red urbana de Vailstone, extendiéndose como una enfermedad hasta los rincones más oscuros de Dreadhaven. El distrito no solo susurraba secretos en las calles, en los grafitis, en las miradas; también lo hacía en el aire digital, en el ruido de fondo constante que solo ella podía interpretar. Había rumores, sí, historias de violencia territorial, de figuras legendarias del bajo mundo de Vailstone, pero también había bytes de información dispersos que Akari podía empezar a recoger, pequeños hilos en una red vasta y confusa que empezaba a perfilar una estructura oculta.

Descubrió, a través de su escaneo digital meticuloso y su afinidad, nodos de red inusuales en ciertos puntos del distrito, lugares donde la actividad cifrada se concentraba, donde las señales clandestinas eran más fuertes, más activas. Uno en particular, asociado a un edificio viejo y de aspecto abandonado en una calle lateral que parecía no llevar a ninguna parte, parecía emitir una resonancia más fuerte, más viva, que el resto. No era solo un punto de acceso. Era como el centro nervioso, el corazón palpitante (aunque enfermo) de la red clandestina de Dreadhaven. Un lugar importante. Peligroso. Un faro en su oscuridad, una X en su mapa invisible.

Aquí hay algo. Una estructura. No es solo caos de bajo nivel organizado por matones. Hay un sistema, un cerebro, bajo toda esta mugre. Alguien o algo está coordinando esta sinfonía de ilegalidad, esta telaraña de miseria y crimen. Y este edificio... este edificio está cantando en mi idioma. Un idioma que huele a poder oculto. Y a problemas de muy alto nivel. Bingo. Parece que encontré el agujero del conejo.

Los días (y noches) se sucedieron, marcados por el hambre, el frío persistente que nunca parecía irse (las noches en el almacén eran brutales, la soledad un peso constante en su pecho, una vulnerabilidad que odiaba sentir) y la constante tensión de existir al margen, invisible pero alerta. Akari se volvió más eficiente para pasar desapercibida, una sombra entre sombras, aprendiendo a moverse con la fluidez de alguien que conocía los ritmos de la calle (incluso si los aprendía sobre la marcha). Más astuta para encontrar recursos mínimos, aprendiendo dónde y cuándo era más seguro buscar comida o agua potable sin meterse en problemas. Más hábil para usar sus herramientas (laptop, teléfono, afinidad) sin dejar rastro digital o físico, cubriendo sus huellas con el instinto de una fugitiva profesional. Aprendió los patrones de los coches de vigilancia discreta que patrullaban ciertas áreas, las horas en que ciertas calles eran más activas para actividades ilícitas (intercambios, reuniones rápidas), quiénes eran los que mandaban con miradas y gestos desde las esquinas, los que cobraban "impuestos" invisibles por existir en su territorio. Estaba aprendiendo el lenguaje, no solo el digital, sino el brutal y pragmático lenguaje de supervivencia y poder de Dreadhaven.

El conocimiento que acumulaba se estaba convirtiendo en una criatura en sí misma, un ente híbrido y sin nombre, hecho de fragmentos digitales, ecos callejeros y pulsos invisibles que solo ella parecía sentir con claridad. Era una mezcla densa, fascinante y profundamente inquietante. No era solo información: era un mapa caótico del alma oculta del distrito. Interceptaba metadatos de comunicaciones cifradas —coordenadas, horarios, rutas, firmas digitales que delataban actividades turbias— y los cruzaba con patrones de tráfico anómalos en redes locales: direcciones IP que solo aparecían de noche, conexiones enrutadas a través de países sin tratados de extradición, dispositivos que solo se activaban cerca de ciertas ubicaciones.

Sumaba a eso los restos digitales hallados en teléfonos desechados, en tabletas rajadas, en laptops vendidas por desesperación o robadas por hambre. Leía en esos dispositivos no solo lo que contenían, sino lo que habían sido: quién los usó, para qué, qué dejaron atrás sin querer. Como arqueología contemporánea de un submundo que no sabía o no quería ocultarse del todo.

Pero la información no era solo técnica. Era también sensorial. Su afinidad era una brújula que respondía a lo invisible, una herramienta que ningún hacker común podía replicar. Captaba “resonancias”: fragmentos de energía que persistían en los lugares, en las personas, en los nodos digitales como cicatrices eléctricas. No podía explicarlo científicamente —no del todo— pero sabía cuándo un sitio había sido usado para algo clandestino. Lo sentía en la densidad del aire, en la textura sutil de la energía que quedaba atrás, como olor a ozono tras una descarga.

A través de todo eso, la red de Dreadhaven se le mostraba no como un esquema en papel o una serie de rutas y nombres, sino como un organismo vivo. No era un sistema. Era un parásito: extenso, silencioso, brutal. Insertado en la ciudad como raíces putrefactas que trepaban por cada grieta social y tecnológica. No era comparable al “Primer Arquitecto Global” que Dmitri había mencionado alguna vez —ese mito vago de un titiritero digital a escala mundial—, pero sí había aquí una versión local. Un sistema de control eficiente en su crueldad, preciso en su invisibilidad, perfectamente adaptado a la miseria como si hubiera evolucionado junto a ella.

Era como una red neuronal artificial y corrupta que se había adherido a la piel del distrito, alimentándose de su gente y devolviéndoles miedo, sumisión y ciclos interminables de violencia. Controlaba todo lo ilícito: rutas de dinero, movimientos de mercancía, cuerpos, secretos. Era una estructura jerárquica no declarada, una cúpula en la sombra que no necesitaba visibilidad porque su control era absoluto y, por tanto, innecesario de explicar. Y todo, absolutamente todo, desde los murmullos callejeros hasta los susurros digitales, las vibraciones de su afinidad y los vacíos sospechosos de información, apuntaban en una misma dirección: había una cúpula de poder local. No tenía rostro, pero sí garras. Gobernaba con una mano invisible y omnipresente. Y aunque aún no había visto sus caras, ya sentía su presencia.

Hasta ahora, había logrado mantenerse en la franja de invisibilidad útil. No llamaba la atención. No lo suficiente como para despertar el interés de los peces grandes, de los verdaderos predadores. Evitaba las calles calientes, los conflictos inútiles, los ojos digitales de las cámaras —oficiales o privadas— y los escáneres ocultos en los puntos clave del distrito. Había evitado los asaltos, los conflictos, la clasificación no oficial como amenaza. Se había instalado en el centro del infierno, sí, pero como una sombra más entre sombras. Era precario, sí. Pero era supervivencia.

Sin embargo, sobrevivir no era suficiente. Nunca lo había sido. Algo dentro de ella, algo que nunca pudo apagar, necesitaba comprender. Su mente no podía descansar mientras no entendiera cómo todo se conectaba: Dreadhaven, Dmitri, la misión fallida, el cliente no identificado que provocó el colapso. Había patrones ahí, lo sabía. Ecos de algo más grande, algo cuidadosamente oculto, pero no perfecto. Toda red tiene una fisura, una debilidad, una vibración fuera de tono. Y ella necesitaba encontrarla. No solo para derrumbar algo. También para entender, para darle sentido a todo esto, para decidir si debía huir o convertirse en parte del juego... pero desde adentro.

Una noche, cuando el frío se metía por los huecos de las paredes de su refugio en un almacén abandonado, con el cuerpo encogido bajo una manta militar y la mente ardiendo de concentración, lo sintió. Estaba sentada con la laptop sobre las piernas, la luz de la pantalla era un oasis tenue en la oscuridad densa. Había estado revisando patrones por horas: nombres que se repetían, lugares donde desaparecían datos, dispositivos que parpadeaban en redes durante segundos. Y entonces, la afinidad vibró. No fue un sobresalto de peligro, no fue una alerta roja. Fue un eco. Una respuesta. Como si el distrito mismo le devolviera la mirada.

Había detectado un fragmento de comunicación atrapado en el éter, un paquete de datos flotando como un fantasma digital. Provenía de un edificio viejo, una estructura que había notado antes, a medio camino entre lo olvidado y lo vigilado. El nodo. Uno de los centros de la telaraña. Ese fragmento llevaba una firma reciente, como si alguien —alguien importante— hubiera usado esa ubicación para algo. No sabía exactamente qué, pero lo sentía: ahí había poder. Y peligro. Y probablemente una conexión directa con lo que Dmitri había llamado su "oportunidad", antes de desaparecer en el caos.

Ese dato era más que un descubrimiento. Era una invitación envenenada.Y ella no iba a rechazarla.

Okay, Dreadhaven. Al fin estás hablando mi idioma. Y no es cualquier cosa. Son secretos, y en voz alta. Y a mí... me encantan los secretos. Sobre todo, los que traen problemas.

Era solo un fragmento de información, casi imposible de entender sin contexto, una pieza suelta de un rompecabezas con demasiados huecos. Pero su afinidad lo sintió como una llave, como una pista importante en todo lo que la había traído hasta aquí. Venía del mismo centro que ella había identificado como el núcleo del poder en el distrito, el lugar donde nacía todo lo que realmente importaba. Ir allí, investigar, acercarse a ese edificio... era una locura. Básicamente, era como tocar la puerta de los que mandaban de verdad en Dreadhaven. Un movimiento que podía terminar muy mal.

Pero era el único camino si quería respuestas. No podía seguir sobreviviendo en las sombras sin entender qué la tenía atrapada en esa red. Y este tipo de decisiones, locas y arriesgadas, eran justo las que a veces le salían bien... y otras no tanto.

Akari cerró la laptop. Miró hacia la oscuridad afuera del almacén, hacia esa ciudad que ahora era su casa, su prisión y su tablero de juego. Había llegado buscando un punto de cambio, una forma de arreglar su camino o tomar uno nuevo. Pero había encontrado un laberinto. Uno que murmuraba secretos que empezaba a comprender. Y esos secretos, mezclados entre cables, datos y sensaciones extrañas, apuntaban directo al centro del problema.

Estaba peligrosamente cerca de algo grande. Demasiado cerca de lo que controlaba Dreadhaven en silencio. Y esa cercanía, esa necesidad por entender cómo funcionaba todo, esa mezcla de coraje y desesperación, la estaba empujando justo hacia donde no debía ir.

El momento que lo cambiaría todo la esperaba en ese edificio.