Dreadhaven, Vailstone. Pocos días después del incidente. Febrero, 2024.
El aire en Dreadhaven seguía siendo una bofetada constante de humedad, diésel y la cruda verdad de la miseria. Pero para Akari, ahora también olía a persecución. A ese tufo agrio del miedo pegado a la ropa como sudor rancio. Los días después del incidente en el nodo “Esquina Rota” se convirtieron en un ejercicio aún más intenso de pura supervivencia. Ya no era solo cuestión de encontrar algo de comida o un rincón donde no morir congelada. Ahora se movía con la certeza helada de que alguien la había notado. De que la estaban cazando.
Las sombras se sentían más pesadas, y cada mirada fugaz, cada carro viejo que pasaba dos veces por el mismo callejón, tenía un peso distinto. El almacén donde se había estado escondiendo ya no daba esa sensación de refugio. Lo dejó al día siguiente, regresando al anonimato peligroso y agotador de las calles: escondites improvisados en edificios cayéndose a pedazos, rincones olvidados debajo de puentes que parecían diseñados por algún lunático, cualquier agujero donde pudiera cerrar los ojos unas horas sin que la encontrara la próxima rata que pasara por ahí.
Su laptop seguía siendo su único compañero leal, su ventana a ese mundo invisible que se entrelazaba con esta realidad dura y desquiciante. Pasaba horas frente a la pantalla, con el brillo al mínimo para no llamar la atención, escaneando las redes de Dreadhaven. No solo buscando señales Wi-Fi abiertas o puntos vulnerables para robar conexión, sino siguiendo rastros de actividad digital conectados a esa energía rara que sintió durante el incidente. Buscaba patrones, frecuencias, cualquier cosa que indicara que alguien la buscaba desde el otro lado de la red.
Tenía ese sexto sentido suyo, esa manera suya de sentir el pulso de las cosas. Y esa vibración que notaba en la red ahora le parecía más... enfocada. Como si algo allá adentro la estuviera mirando. Como si la red misma tuviera ojos, y todos estuvieran sobre ella.
Genial. Cambié la soledad por ser la rata más buscada en este nido de ratas. Y sin premio. Esto sí es progreso. Subiendo en la jerarquía del inframundo. El siguiente paso: armar mi propia pandilla de hackers callejeros y conquistar Dreadhaven. O, con suerte, encontrar un sándwich que no sepa a cartón mojado y que me deprima menos que yo misma.
La paranoia era un veneno lento, metiéndose hasta los huesos, pero por lo menos la mantenía viva. La hacía estar más alerta. Más atenta. Empezó a notar autos que se repetían en ciertas zonas, figuras paradas en lugares donde simplemente no encajaban, cambios casi imperceptibles en el ritmo de algunas calles que nadie notaría… a menos que estuviera al borde del colapso como ella.
Dreadhaven tenía sus propios depredadores, claro. Perros callejeros que te arrancaban el brazo por una moneda. Pero los que la buscaban a ella eran distintos. Más organizados. Más callados. Más pacientes. La estaban cazando.
¿Pero por qué no habían intensificado la búsqueda? ¿Por qué no habían soltado más recursos visibles? O mejor aún: ¿por qué no habían volado todo el maldito barrio si de verdad la querían? ¿Qué tenía ella que justificara tanta paciencia en este agujero?
Un día, mientras se escondía en el hueco mugroso de una escalera de incendios oxidada, intentando secar su ropa húmeda con el poco sol que se filtraba entre los edificios, su laptop dio una notificación inesperada. No era una red Wi-Fi abierta, no un ping de seguridad de un antivirus de mierda. Era una señal. Fuerte. Clara. En una frecuencia inusual que su escáner, con esa extensión de su afinidad, detectó como... familiar. Era la misma resonancia que había sentido en el contenedor con los símbolos extraños en el incidente del nodo. La misma energía anómala. La misma mierda que le había jodido la vida.
Su afinidad zumbó, no como una alarma de peligro inminente esta vez, sino con una especie de... intriga. La señal no era agresiva. Era una baliza. Posicionada no muy lejos de donde estaba. Y parecía estar... esperando. Como una trampa de ratones glorificada.
¿Qué demonios es esto ahora? Su mente de hacker, afinada por años de supervivencia en la calle, se puso en marcha. Era una trampa. Obviamente. Completamente evidente. Una señal tan obvia, tan ligada a la cosa rara que acababa de ver. Pero… ¿por qué usar esa frecuencia? ¿Por qué esa energía? ¿Sabían de su peculiaridad? Imposible. No había forma. ¿O sí? Después de Dmitri, todo era posible. Incluso los fantasmas.
Siguió la señal en su mapa digital improvisado, triangulando su fuente. Llevaba a un edificio abandonado a unas pocas calles de distancia, uno que no había explorado a fondo, pero que su afinidad le decía que estaba... silencioso. Sin la resonancia de ocupantes recientes o sistemas activos. Una fachada vacía en medio del caos de Dreadhaven, que ya es decir.
Una trampa, sí. Pero… ¿qué tipo de trampa? ¿Y por qué usar una señal que solo yo, o un puto fantasma con una peculiaridad igual a la mía, detectaría? Esto no es una emboscada para cualquier vagabundo. Es para mí. Específicamente para esta Akari que está a punto de comerse un cable de luz para ver si le da energía.
La curiosidad. Ese motor silencioso, corrosivo, que le roía el alma con la misma constancia con la que el hambre y el frío le recordaban que aún estaba viva. Era tan peligrosa como un cuchillo en la oscuridad, pero más sutil. Más insidiosa. Y estaba empezando a ganarle la pelea a su instinto de supervivencia.
Seguir la señal era, sin lugar a dudas, lo más estúpido que podía hacer. Una locura sin lógica. Pero había algo en esa señal… algo que olía a respuestas, aunque no supiera del todo cuáles eran las preguntas. Estaba ligada al contenedor, a esa energía que aún vibraba en su pecho como un eco maldito. A la misión arruinada de Dmitri. A ese mundo enfermo que la había escupido sin aviso y sin manual de instrucciones.
Era lo único que tenía. Lo único que no era humo o miedo disfrazado. Quedarse escondida era seguir corriendo de sombras que no entendía. Una huida eterna. Ir hacia la señal... bueno, eso era otra clase de condena. Un riesgo que no podía permitirse ignorar.
Suicidio lento o suicidio rápido. Esa era la verdadera elección. Al menos el rápido tenía el decoro de no mentirle. De no disfrazarse de esperanza.
Y con eso bastaba.
Muy bien, Akari. Decisión estúpida número mil doscientos. Vamos directo a ver qué demonios quieren estos tipos. Huele a emboscada desde aquí. Probablemente termine besando el suelo con los dientes por delante.
Pero la otra opción es quedarme aquí, congelándome poco a poco, pudriéndome por dentro mientras el hambre me mastica viva… hasta que me encuentren igual. Al menos esto es movimiento. Acción. Una dosis barata de dopamina envuelta en peligro.
Vamos allá. A ver si esta vez me saco el premio mayor del suicidio.
Esperó a que la noche cayera sobre Dreadhaven como un trapo empapado en aceite y mugre. El tipo de oscuridad que no esconde nada, solo lo hace más difícil de ver. Se deslizó entre calles olvidadas y callejones que conocía como las líneas de su palma, si aún recordara cómo se veían sus manos limpias. Era una sombra más en la ciudad de las sombras.
La señal no se movía. Fija. Constante. Como una promesa escrita con cuchillas. La llevó hasta un edificio que, visto de cerca, parecía haber renunciado a existir. Fachada roída por el tiempo, ventanas hechas añicos, paredes que olían a abandono. Pero la señal estaba allí. Palpitando. Viva.
La puerta, entreabierta. Un gesto casi amable… si uno fuera lo bastante idiota para creer en gentilezas a estas alturas. Todo gritaba "trampa". Todo menos su afinidad, que no detectaba nada vivo adentro. Ningún sistema, ningún corazón latiendo fuera de ritmo. Solo ese maldito edificio, cargado de historias que nadie se molestó en contar, y el eco de algo que esperaba.
Akari dudó. Por un segundo. ¿Demasiado sencillo? ¿Demasiado frontal? Su mente entrenada en buscar lo invisible no encontraba el doble fondo. Tal vez esta vez no había truco. Tal vez la muerte había aprendido a ser honesta.
Entró.
El interior era una tumba en ruinas. Oscuro como la conciencia de un traidor. El aire denso, húmedo, mohoso. Cada paso hacía crujir el suelo como si el lugar protestara por ser pisado. La señal crecía. Más fuerte. Más insistente. Un perro ciego siguiendo el olor de algo prohibido.
Pasó por habitaciones vacías, llenas de polvo, recuerdos rotos y muebles que parecían haber presenciado algo que no querían recordar. Hasta que llegó a la habitación trasera.
Allí estaba.
No era una antena, ni un transmisor común. Era algo más pequeño. Más críptico. Un fragmento metálico grabado con los mismos símbolos malditos del contenedor. Familiar y ajeno a la vez. Tal vez un eco. Tal vez un faro. Lo bastante tentador como para matarla.
Y junto a él, apoyada contra la pared como una escultura olvidada en una galería del fin del mundo… había una figura.
No se movía. No hablaba.
Solo la miraba.
Akari se detuvo a unos metros. El corazón golpeando como un tambor de guerra en una habitación silenciosa. Cada músculo de su cuerpo tenso, listo para dispararse como un resorte oxidado. Correr o pelear, da igual. Ninguna opción prometía algo más que sangre.
La figura frente a ella era una mujer. Alta. Imperturbable. Envuelta en un uniforme que Akari no recordaba haber visto nunca en la vida real, pero que le había robado horas de sueño: chaleco tipo blazer, negro y ajustado como una amenaza vestida de gala. Corbata roja. Abrigo largo, también negro, colgando de un brazo como si no necesitara las dos manos para matar. En el brazo libre, un brazalete carmesí con un símbolo dorado que no decía nada... y lo decía todo. Autoridad. Jerarquía. Peligro.
El cabello, oscuro. Recogido con precisión quirúrgica. Y esa mirada... no agresiva. No curiosa. Una evaluación clínica, como si Akari fuera un código fuente que no terminaba de compilar. Había frialdad en esos ojos. Frialdad inteligente. Como un bisturí que ya eligió por dónde cortar.
—Tardaste —dijo la mujer. Voz baja. Suave. Pero con ese filo casi invisible que te deja sangrando antes de que te des cuenta. Español. Acento difícil de ubicar. Ni ruso ni yankee. Algo que vivía entre fronteras, como un espía con pasaporte falso.
Akari no bajó la guardia. No parpadeó. —¿Quién carajos eres? ¿Qué mierda es esta señal? ¿Y por qué diablos me estaban buscando? No creo que sea para charlar sobre el clima.
La mujer dejó que una sonrisa le cruzara el rostro, apenas un gesto, apenas una grieta. No llegó a sus ojos. No tenía intención de hacerlo.
—Las preguntas correctas —dijo. Como si le estuviera dando puntos en una prueba. Su tono era clínico. —Sabíamos que vendrías si el cebo era... adecuado. Esa frecuencia no la siente cualquiera. Y menos aún la siguen.
Tu... peculiaridad... es notable. Interesante.
Peculiaridad. Sí, es la palabra perfecta para la habilidad de atraer a la gente que te quiere muerta o que tiene uniformes de secta. Me lo voy a tatuar.
—Tu desempeño en el nodo ‘Esquina Rota’ fue… revelador —dijo la mujer, con ese tono impersonal que usan los forenses cuando comentan sobre cadáveres en descomposición. La observaba como quien disecciona una plaga rara. Interés, sí, pero del tipo frío, distante. Akari no era una persona para ella. Era un algoritmo extraño que no cuadraba con el patrón.
—Intrusión audaz, sí. Pero torpe. Con errores de novata. Aunque... tu evasión fue inesperada. Sorprendente para alguien que claramente no sabe del todo lo que hace. Y esa energía... esa maldita firma que llevas pegada como una peste. Nunca la habíamos visto en humanos. Solo en artefactos antiguos. Como el que cargas contigo. O los que encontraste en el camión.
Un escalofrío le bajó a Akari por la columna. No por el frío rancio y cortante de Dreadhaven, sino por la certeza que se clavaba como aguja en carne viva. Lo sabían. Todo. El camión. Dmitri. La energía. Sabían lo suficiente para asustarla, pero lo justo para querer más. Y lo peor: la habían estado mirando. Esperando. Como un depredador paciente con la mandíbula semiabierta.
“Peculiaridad”, “firma”, “energía”. Palabras que sonaban casi inofensivas, pero que llevaban el eco de un expediente ya abierto con su nombre.
—¿Qué mierda quieren? —soltó Akari, con voz firme en apariencia, pero con el sudor bajándole por la espalda como si su cuerpo supiera algo que su mente aún no procesaba del todo.
—Información, para empezar —dijo la agente. Dio un paso. Lento. Seguro. Como si el suelo le perteneciera—. Queremos saber qué eres. Cómo funciona esa... cosa. Tu habilidad. Esa conexión. Dmitri apenas nos dejó migas antes de convertirse en un problema... terminal.
Akari tragó saliva. La garganta seca. El corazón bombeando en un ritmo disonante. —No sé cómo funciona —dijo al fin, con la verdad tan desnuda que casi daba lástima—. Solo... lo siento. Me conecto. Con máquinas. Con otras cosas, últimamente. Como esa maldita baliza que me trajo directo a esta trampa.
La mujer alzó ligeramente una ceja, como si eso fuera lo más humano que había hecho en semanas. No parecía sorprendida. Tal vez decepcionada. Tal vez no.
—Esperaba más. Dmitri aseguraba que eras excepcional. Tal vez se equivocó. Tal vez eres solo un accidente funcional. Reactiva. Un receptor torpe con una señal fuerte. Pero incluso eso... incluso eso tiene su valor.
Se detuvo a un paso de ella. Su mirada descendió, sin pudor, hacia la mochila de Akari. La laptop. El disco duro. El teléfono. Los secretos envueltos en tela y paranoia.
—Tienes lo que Dmitri escondió. El disco. El teléfono. Todo. Y si tu don es real, si de verdad puedes hacer que hablen... entonces no eres una amenaza. Eres una llave. Y eso te convierte en algo aún más útil que peligrosa.
Ah, claro, como si no tuviera ya suficientes problemas, ahora resulta que tengo fans con uniformes extraños que además saben qué llevo en la mochila. Genial. Esto es de locos.
—El cliente de Dmitri... ¿eras tú? —dijo Akari, la pieza del rompecabezas encajando, brutal y simple. Esta gente era la que estaba detrás de la misión fallida. La gente que había mandado a Dmitri a su muerte. Y ahora la tenían a ella.
La agente asintió lentamente. —Somos. O representamos, sí. La operación portuaria. La recuperación de ciertas... propiedades. Dmitri fue un intermediario ineficiente. Su contacto, descuidado. Y tú… tú fuiste una variable inesperada. Una muy interesante. Viste algo importante. Algo que no debías ver. Y te moviste de una forma que no esperábamos.
La atmósfera cambió sutilmente. Ya no era solo evaluación. Había una decisión velada en la mirada de la agente. Akari había visto algo que normalmente implicaba un final. Pero también tenía algo que valoraban. Su habilidad. Su peculiaridad. Su potencial.
—Lo lógico sería... neutralizarte —dijo la agente, y la palabra sonó profesional, fría, sin emoción, como si hablara del clima—. Representas un riesgo. Un cabo suelto que sabe demasiado. Pero la organización... ve potencial donde otros ven peligro. Y algunos de nuestros... especialistas... han estado muy... interesados en tu firma energética. Y en tu capacidad de evasión.
La agente no dio nombres. No tenía que hacerlo. La implacable seriedad de su voz y la forma en que se movía, lo impecable de su uniforme, lo dejaba claro: era parte de algo grande, algo que mandaba en este infierno.
—Así que, en lugar de desaparecerte en un callejón de Dreadhaven como la basura que se barre... la organización te ofrece una oportunidad. Una alternativa.
Akari la miró con recelo. —¿Oportunidad? ¿Aquí? ¿En este basurero? ¿De qué? ¿De ser su rata de laboratorio?
—La organización siempre necesita... talento —respondió la agente—. Especialmente talento inusual. Tus habilidades tecnológicas. Tu capacidad de adaptación. Y esa... peculiaridad tuya. Podríamos enseñarte a usarla. A entenderla. Podríamos darte un propósito. Un lugar donde no tengas que vivir en almacenes fríos y pelear por sobras como un animal. Un lugar donde puedas ser... útil. Para una causa mayor. Luchar contra la corrupción, contra el sistema podrido. Eso es lo que hacemos.
Luchar contra la corrupción. ¿En serio? ¿Ellos? ¿Un grupo que se disfraza de culto iluminado y habla como si fueran la puta salvación del mundo digital? Por favor. Huele más a secta con complejo de mártir que a red de justicia. Se visten de negro, llevan símbolos dorados y caminan como si cada paso estuviera coreografiado por Dios y el algoritmo.
Esto es una locura.Y, aun así, mírame. Aquí, escuchando como idiota. Porque claro, no podía faltar la vieja confiable: “Trabajas con nosotros o desapareces sin dejar huella.” Qué oferta tan original. Casi tan emocionante como crecer entre basura y ratas, con hambre de todo menos de esperanza.
¿Una trampa? Probablemente. ¿Un intento elegante de tenerme vigilada antes de desecharme? Suena a plan. O tal vez están tan rayados que se creen su propio cuento mesiánico.
Y lo peor… es que parte de mí empieza a considerar que, capaz, solo capaz, tienen razón.Porque en un mundo donde la verdad está rota, donde cada calle huele a traición y cada mirada pesa como una amenaza, hasta la mentira más enferma puede parecer verdad si la recubren con suficiente convicción.
Y yo… yo he vivido entre mentiras toda mi vida. Ya ni sé si sé reconocer la diferencia.Tal vez solo soy buena corriendo. Tal vez solo quiero que esta mierda tenga algún sentido.Aunque sea uno feo, torcido y lleno de sangre.
—¿Y si digo que no? —preguntó Akari, aunque en el fondo ya sabía la respuesta. Su voz salió más firme de lo que su temblor interno permitía.
La agente volvió a sonreír. Esa maldita sonrisa fría, la de alguien que ya te enterró en su mente.—Entonces sigues siendo un riesgo. Un cabo suelto que sabe demasiado. Dreadhaven no es amable con los que andan sin protección. Y nosotros... somos expertos en atar cabos. Créeme, Akari: la alternativa no es linda.
No era una elección. Era una sentencia disfrazada de trato.Sobrevivir aceptando meterse de lleno en la boca del lobo, o intentar escapar hasta que Dreadhaven misma la tragara con dientes oxidados.La Encrucijada de Vailstone no solo la había traído a este agujero de concreto y desesperación; la había llevado directo a la puerta de los que partían el queso en este infierno.
La agente dio un paso más. Acortando la distancia. Marcando territorio.Akari no se movió. El corazón le daba golpes como martillo en pecho hueco, pero no retrocedería. No ahora.
—Piénsalo bien —dijo la mujer, bajando apenas la voz, como si le estuviera contando un secreto—. Eres un fantasma digital en un mundo donde todo se rastrea. Pero aquí, en Dreadhaven, eres muy real. Muy visible. Y para nosotros… muy interesante.Tienes habilidades, Akari. Cosas que la mayoría ni entendería. Necesitas un lugar donde puedas usarlas de verdad. Donde valgan algo más que una lata de sopa rancia y una noche sin lluvia.
Nosotros podemos darte eso.Y si eres tan lista como creemos… vas a aceptar.Porque esta es la mejor oferta que vas a recibir en mucho tiempo.
O en lo que te quede de él.
Extendió una mano, no como quien ofrece ayuda, sino como quien cierra un trato con olor a trampa. Una transacción disfrazada de oportunidad.En su palma no había dinero, ni promesas, ni redención. Solo un dispositivo pequeño, como el que emitía la señal de antes, pero con pinta de juguete de espías premium. Más complejo. Más caro. Más sospechoso.
—Toma esto —dijo la mujer, como si fuera una bendición en vez de una sentencia—. Si decides aceptar… usa tu peculiaridad en él. Te mostrará a dónde ir. Tienes 24 horas para pensarlo. Después de eso… Dreadhaven volverá a funcionar como siempre. Sin reglas suaves.Y nosotros dejaremos de verte como un posible "activo interesante"... y empezaremos a verte como lo que no queremos dejar suelto.
Akari miró el aparatito. Luego la miró a ella, directo a esos ojos de escáner con alma de licuadora.La "oferta" era tan absurda que casi daba risa. Meterse en una organización que parecía un cruce entre una secta, un cartel, y una startup con complejo de dios.Trabajar para la misma gente que la había perseguido, que la había puesto en jaque... y que probablemente había mandado a "mimir" a Dmitri de forma definitiva.
Pero claro, la alternativa también sonaba encantadora: correr por su cuenta, sin recursos, sin aliados, en una ciudad que traga gente como caramelos.Una pelea solitaria, sin créditos, sin final feliz, siendo cazada por tipos que no usan uniforme, pero sí tienen muy claro cómo limpiar escenas.
Y así, con esa joyita de opciones sobre la mesa, Akari se dio cuenta de que había llegado a la parte divertida del juego.La parte donde no importaba lo que eligiera. Solo importaba cuánto podía aguantar antes de romperse.
Una oportunidad, ¿eh? Claro, una jaula nueva... pero con mejores vistas. Y comida caliente. Ya sabes, para que no me muera de hambre y tenga energía para seguir odiando todo lo que me rodea.
A lo mejor... dentro de esta jaula premium puedo entender cómo funciona todo este circo. Y si tengo suerte, hasta descubro la clave para hacer explotar el sistema desde adentro. O al menos, me entero de qué tan rápido puedo quemarme antes de que me echen a patadas.
O quizás… no. Quizás solo me quede aquí, con la panza llena y el cerebro aún en modo 'cuidado con el tren'. Pero hey, al menos no me moriré de hambre, ¿verdad? Porque ese era el verdadero plan: sobrevivir lo suficiente para seguir atrapada en este juego de mierda.
Con una mezcla de cautela extrema y un morbo masoquista que ni ella entendía, Akari extendió la mano y tomó el dispositivo. Estaba frío, como un saludo de alguien que te quiere vender algo caro. Pero al cerrarlo, algo raro pasó. Lo sintió. La resonancia. Fuerte. Compleja. Viva. Como si esa cosa tuviera su propio latido, y de alguna forma, la conectara a todo el desastre. A esa organización sin nombre que no entendía ni en pedo, pero que ya la había quemado con su Sol Negro.
La agente asintió, con la satisfacción de alguien que te está metiendo en un lio épico, pero te lo vende como si fuera tu idea. —Buena elección. O la única. Nos vemos pronto, Akari Elizaveta Koshkina. O no. La decisión, ahora, es tuya.
Y en cuanto terminó de hablar, la tipa dio media vuelta y se desvaneció en la oscuridad de la tienda abandonada, tan rápido como si se hubiera tragado un humo. Akari quedó ahí, sola en el polvo y los escombros, con el dispositivo latiendo en su mano como un corazón oscuro. ¡Fantástico! El contacto frío ya terminó. Ahora no solo era una fugitiva perdida en Dreadhaven... ahora era una candidata. Una variable dentro de una mentira más grande que no entendía. Y el Sol Negro seguía ahí, como un maldito faro, esperando que tomara la siguiente decisión de la peor manera posible.