Dreadhaven, Vailstone. Pocas horas después del "Contacto Frío". Febrero, 2024.
La respiración de Akari era un jadeo áspero; cada bocanada de aire helado atravesaba sus pulmones como una daga gélida. El diminuto artefacto que aquella mujer de la corbata roja había deslizado en su mano ahora pesaba incómodo en el bolsillo de su abrigo desgastado, palpitando con una resonancia casi tangible, como si fuera un segundo corazón... enfermo. Prometía una salida, sí. Pero ¿a qué costo? Veinticuatro horas. Ese era el margen para decidir si entregaba su vida —o lo que quedaba de ella— a esa organización cuyo nombre y rostro no conocía, que la había rastreado como a una presa... o si simplemente la perdía, sola, en las calles de Dreadhaven. La elección parecía simple, desesperante. La idea de otra jaula, incluso una sin hambre, incluso una dorada, era aborrecible. Pero seguir huyendo... lo era aún más. Su mente, atrapada en un torbellino de ansiedad y agotamiento, giraba sin rumbo, sin hallar un ancla que la sostuviera.
El hambre le carcomía el estómago con dientes filosos, una punzada constante que la acompañaba como una sombra silenciosa. El frío se filtraba hasta los huesos, una humedad densa que se aferraba a su cuerpo y no cedía. Y esa sensación... la de ser observada. Siempre. Como si ojos invisibles la siguieran desde las sombras, manteniéndola al borde de la locura. No había probado un bocado decente en días; solo migajas de pan endurecido y agua turbia que encontraba en charcos estancados. Se había ocultado en un estrecho callejón, entre cubos de basura que apestaban a derrota y abandono. Estaba a punto de encender su laptop, su único vínculo con otro mundo, con otra realidad. A punto de presionar las teclas que activarían la señal del dispositivo... cuando ocurrió el sonido.
No fue un grito. Tampoco un disparo. Fue el crujido metálico, descompasado, de un auto viejo frenando de golpe a la entrada del callejón. Un chirrido que desgarró el silencio de la noche. Y luego, el ruido ominoso de puertas abriéndose con brusquedad, anunciando una presencia que no era bienvenida. Akari se encogió, intentando fundirse con las sombras espesas, pero fue inútil. Su figura, delgada y desnutrida, quedaba expuesta bajo el tenue resplandor que se filtraba desde la calle principal.
—¡Miren, miren! ¡La rusita! ¿Qué pasa, te perdiste, sin tus amiguitos cerca? —La voz, áspera y cargada de burla, rompió el silencio con una crueldad natural, como si la violencia fuera parte de su aliento.
Eran tres. Jóvenes, sí, pero con esa mirada salvaje que solo se forja en las calles. Rostros flacos, duros, curtidos por el hambre y la desesperación. No llevaban los uniformes elegantes ni el aire enigmático de la mujer de la corbata roja. No. Ellos eran los verdaderos sabuesos de Dreadhaven. De esos que no piden, simplemente arrebatan. Los "Perros del Bajo", la banda que controlaba este sector. Akari los había evitado hasta ahora, moviéndose entre sus sombras como una presencia invisible. Pero, al parecer, su suerte había decidido abandonarla.
—¿Y eso qué es, ¿eh? —dijo otro, más corpulento, con un tatuaje de calavera grabado en el cuello. Le arrancó la mochila de un tirón tan brutal que casi la derriba. La arrojó al suelo con desprecio y comenzó a revisarla sin el menor cuidado, sacando su laptop, sus herramientas de hackeo, y las pocas pertenencias que aún la conectaban con su antigua vida.
Akari no pudo hablar. El miedo la sujetaba con manos frías, cortándole el aliento. Esto no era como el nodo. No era como la mujer de la corbata roja. Esto era distinto. Crudo. Impredecible. Violento. Aquí no había objetivos ocultos ni agendas cifradas. Solo saqueo... o algo peor.
—¡Pero mira esto! ¡Una computadora! ¡Y esta cosa rara! —exclamó el que revisaba la mochila, emitiendo un gruñido al descubrir el dispositivo que la agente le había entregado. Lo levantó con el ceño fruncido, sin saber qué era, pero reconociendo que no era algo común. Su diseño, su brillo tenue, el material... no era de este mundo.
Akari sintió que el corazón se le subía hasta la garganta. No… no ese dispositivo. Era lo único que tenía. Su única esperanza. Su boleto a la única jaula capaz de ofrecerle algo parecido a seguridad.
—¡Entrégamelo! —gritó, su voz quebrada, áspera, más instinto que palabra. El miedo no importaba. La necesidad de sobrevivir era más fuerte.
Se lanzó hacia él, en un intento desesperado que apenas parecía humano.
El tipo la recibió con un empujón brutal que la lanzó contra la pared húmeda y mohosa del callejón. Su cabeza golpeó los ladrillos con un golpe seco, y un zumbido sordo le nubló los sentidos. Las luces danzaban en su visión, y el mundo giró. —¡Tranquila, perra! ¡Esto ahora es nuestro! Y tú también. Seguro que vales algo para el jefe. Hace días que buscan a alguien que pueda abrir la red de esa bodega y quizás le sirvas para algo más— dijo el sujeto con total soberbia.
La sujetaron. Uno por cada brazo. Manos ásperas, sucias, que se le hundían en la piel. Ya no había burlas. Ya no había sonrisas. Solo miedo. Crudo. Real. El tipo de miedo que te convierte en nada más que carne vulnerable.
La arrastraron hacia el auto. Un vehículo viejo, oxidado, tan cubierto de mugre que su color original era imposible de adivinar. Sin placas. Como todos los coches de las bandas de Dreadhaven, estaba hecho para desaparecer entre los callejones sin dejar huella.
Akari forcejeó. Pataleó. Arañó. Pero su cuerpo ya no respondía. El hambre, el cansancio, el miedo… todo pesaba sobre ella como una cadena invisible. La lanzaron al asiento trasero como si fuera un bulto. Uno de ellos se le echó encima, inmovilizándola con su peso.
La puerta se cerró de un portazo seco, metálico. Sonó como el cerrojo de una tumba.
El motor rugió y las llantas chirriaron con furia, rompiendo el silencio mientras el coche se perdía entre las calles angostas y enredadas de Dreadhaven. Akari se encogió en el asiento, temblando sin control, la frente pegada al vidrio empañado. Afuera, los edificios pasaban uno tras otro, desmoronados, deformes, como esqueletos muertos bajo la luz parpadeante de una bombilla rota.
¿A dónde la llevaban? ¿Qué querían? ¿"Abrir la red de esa bodega"...? Su mente iba a mil, buscando una vía de escape, una rendija, algo. Pero no había nada. Estaba atrapada. En territorio enemigo. Y esta vez, nadie parecía venir por ella.
El dispositivo… ya no era su salvación. Ahora era la cadena que la hacía valiosa. El cebo que atrajo a las bestias.
El trayecto se sintió interminable. Finalmente, el coche frenó frente a un edificio abandonado. Más adentro en Dreadhaven. Más cerca del corazón podrido de la ciudad. Aquí, la luz no llegaba. Las sombras se tragaban todo. El aire era espeso. Viciado. Silencioso… pero no el tipo de silencio tranquilo. Era el silencio que precede al dolor.
La bajaron a empujones. Escaleras estrechas. Pasillos sucios. El olor a orina, a moho, a cosas que uno prefiere no imaginar. Subieron tres pisos. Toda crujía con cada paso. Todo era olvido.
La puerta estaba entreabierta. Madera vieja, podrida. Dentro, una sola bombilla colgaba del techo, desnuda, iluminando una escena de abandono y podredumbre: colchones manchados, botellas por el suelo, el olor penetrante a marihuana rancia, sudor viejo y desesperanza. Había hombres dentro. Miradas vacías. Rencorosas.
—Mírenla, jefe. Estaba cerca de la Esquina Rota. Llevaba esto. —El tipo que la golpeó extendió el dispositivo como si ofreciera un trofeo.
El hombre que lo tomó tenía el rostro cruzado por una cicatriz ancha, violenta, que parecía contar su propia historia. Era el jefe. El verdadero animal del lugar.
Miró el artefacto con interés. Lo giró entre sus manos, acarició los grabados con esos dedos toscos, como si pudiera sentir su valor. Luego lo lanzó sobre la mesa con un golpe seco.
—Una rusa… y con una cosa de estas. ¿Será que es de los otros? ¿Los del uniforme raro? Esos con el símbolo de muñeca. Necesitamos a alguien que entienda esas redes. Para la bodega.
Akari intentó hablar. Quería decir que no sabía nada de eso. Que no era parte de ningún grupo. Pero las palabras no salieron. Su voz estaba atrapada en algún rincón del miedo.
—Puede que sea un cebo —dijo uno, con desconfianza.
—Un cebo caro —respondió el jefe. Su mirada se fijó en Akari. Y lo que vio ahí… la hizo temblar. No era deseo. No era lástima. Era cálculo. Y crueldad.
—Ya veremos cuánto vales. Y si de verdad te están buscando… o si podemos sacarte todo lo que necesitamos antes de que lleguen.
Akari sintió que el terror se convertía en una bola de fuego en su estómago. Esta era la verdad cruda de Dreadhaven: sin nombre, sin protección, sin aliados. Una presa. Y su 'peculiaridad' la había convertido en una presa valiosa.
De repente, un ruido. No un golpe, ni una voz. Fue un sonido sordo, demoledor, como el impacto de un ariete blindado contra una puerta, resonando en el piso de abajo con una vibración que sacudió todo el edificio. Luego, un grito. Y otro. Y de repente, el infierno se desató con una ferocidad que hizo que los huesos de Akari vibraran.
Disparos. Secos, precisos, con un eco metálico que destrozaban el silencio del edificio como si fuera cristal. No eran los disparos erráticos de los Perros del Bajo. Estos eran metódicos, fríos, una sinfonía de la muerte. Ráfagas cortas y controladas. Gritos de dolor. El sonido de cuerpos cayendo con un golpe sordo. El olor a pólvora quemada invadiendo el aire, acre, metálico, asfixiante.
Los hombres en el apartamento se pusieron tensos. El jefe agarró su arma, un revólver viejo y pesado, apuntando a la puerta. —¡Alguien está entrando! ¡Cúbranse, parásitos! ¡No somos presa fácil!
El caos reinó. El edificio entero vibraba con el estruendo de los disparos. Eran muchos, demasiado organizados. Estaban entrando. Estaban subiendo. Akari se dejó caer al suelo, acurrucada contra una pared sucia, intentando hacerse invisible, el corazón golpeándole las costillas con una fuerza dolorosa.
El sonido se acercó, escaleras arriba. Pasos rápidos, pesados, sincronizados. Y luego, el golpe final. La puerta del apartamento, podrida y sin apenas resistencia, salió volando, arrancada de sus goznes con una fuerza demoledora que dejó un agujero humeante en la pared.
La figura que entró era alta, imponente, con un aire de depredadora implacable. No llevaba un uniforme completo, solo ropa táctica oscura y un abrigo largo que le daba un aire casi espectral. Pero Akari reconoció el brazalete rojo con el símbolo dorado que brillaba en su brazo, incluso en la penumbra. Era la gente de la corbata roja. La mujer del "Contacto Frío". ¡La habían rastreado! ¡El maldito dispositivo! No era una trampa para capturarla, era para rastrearla y ahora la estaban reclamando.
Era Margaret Kensington, aunque Akari no conocía su nombre. Sus movimientos eran fluidos y letales. Entró disparando, silueteada contra la luz tenue del pasillo, y cada uno de sus disparos era una sentencia de muerte. No era una "balacera" en el sentido de un tiroteo caótico; era una ejecución militar, una eliminación quirúrgica de la escoria. Los hombres de la banda caían uno tras otro, sin oportunidad de réplica. El jefe intentó dispararle a Margaret, pero ella se movió con una velocidad asombrosa, su propia arma un fantasma en su mano. Un disparo a la cabeza, certero, limpio, perforando la frente del jefe. El cuerpo del hombre cayó con un ruido seco, la vida escurriéndose por el agujero en su cabeza.
El apartamento se convirtió en una carnicería en cuestión de segundos. Los últimos hombres de la banda estaban o muertos o heridos, gimoteando en el suelo, cubiertos de sangre y polvo. El silencio se instaló, tan abrupto como el caos que lo había precedido. Solo quedaba el olor a sangre fresca y pólvora quemada, y el sonido del goteo, como un reloj fatal.
Margaret se giró, su mirada fría y dura recorriendo la habitación hasta posarse en Akari, encogida en la esquina, temblando incontrolablemente. No había expresión en su rostro, solo una eficiencia implacable que la hacía parecer una máquina. Sus ojos se detuvieron en la mano de Akari, donde aún aferraba el dispositivo que la había delatado. Luego, su mirada se posó en el último tipo de la banda, un joven que intentaba levantarse a duras penas, arrastrándose como una cucaracha herida, apuntando un arma temblorosa hacia ella con una desesperación salvaje. Margaret tenía su propia arma lista, pero en ese instante, decidió algo. Una prueba.
Lanzó algo. Algo pesado, metálico, que cortó el aire. Cayó con un golpe sordo a los pies de Akari, rebotando una vez antes de quedar inmóvil sobre el suelo sucio.
Era una pistola. Negra, elegante, de aspecto mortal, con un cañón sorprendentemente largo. Una Glock 17L Gen 5. El futuro de Akari en la palma de la muerte.
—¡Dispárale! —La voz de Margaret fue un gruñido bajo, urgente, una orden inquebrantable.
Akari miró el arma en el suelo. Luego al tipo, que se acercaba, sus ojos llenos de una rabia desesperada. Su vida dependía de ello. Tenía que hacerlo. Tenía que levantarla, apuntar y disparar. Era la única forma de salir de ahí con vida.
Sus dedos temblaron al envolver la empuñadura de la Glock. Era fría, pesada, una extensión alienígena de muerte. La levantó, el cañón largo y oscuro apuntando al hombre que se arrastraba hacia ella. Su pulgar torpe buscó el seguro, sus ojos se entrecerraron, intentando concentrarse. Respiró hondo, el aire denso de pólvora llenando sus pulmones.
Pero justo cuando su dedo se posó en el gatillo, no solo fue el olor a pólvora del ambiente lo que la golpeó. Fue una ráfaga de imágenes, sonidos y olores que la arrastraron a la fuerza a otro lugar, a otro tiempo, con la violencia de un tsunami. El apartamento desapareció. El olor a pólvora se hizo más intenso, no de la Glock en su mano, sino del pasado, un hedor que no se había despegado de su alma en años.
La oscuridad. El terror infantil. No solo el sonido, sino el eco vibrante de los gritos de su madre, desgarrando la noche. El grito ahogado y final de su padre, antes del silencio. Un silencio que era más ensordecedor que cualquier estruendo. El olor ferroso de la sangre, dulce y repugnante. El hombre. Alto, enorme, un monstruo de sombra proyectándose sobre ella, sobre los cuerpos inertes en el suelo.
Un revólver. Pequeño para él, pero inmenso en sus manos de niña. Pesado. Frío. La empuñadura de madera áspera. Ella no sabía cómo había llegado allí, en el suelo, al lado de su padre, una extensión silenciosa de su agonía. Pero su pequeña mano, temblando incontrolablemente, se había extendido. Lo había tomado. El metal frío contra la piel tierna, el cañón apuntando al techo, luego a la sombra que se reía, que se burlaba de su dolor infantil, de la muerte de sus padres.
El peso del revólver, un mundo en sus pequeñas manos. El martillo pesado. El gatillo, duro como la piedra. Su dedo, un trozo de carne inútil, apretando con toda la fuerza de su pequeño cuerpo, con la desesperación de la inocencia rota. Y luego, el estampido. No solo un sonido. Más ensordecedor que mil truenos retumbando en una cueva. La patada brutal del arma en su mano, el dolor en la muñeca, un dolor que se disipó en el torbellino de la adrenalina. La luz. Un destello cegador, una visión blanca que consumía todo. El grito del hombre, un sonido gutural y corto, una nota final de vida arrancada. Y luego, la caída. Su cuerpo, retorciéndose en el suelo, el agujero oscuro en su frente abriéndose como un ojo sin luz. Y de nuevo, el silencio. Un silencio más grande, más profundo, más aterrador que cualquier grito, cualquier tiroteo. El silencio de la muerte y de una infancia robada.
El olor a pólvora quemada, a sangre fresca, a carne quemada. El humo azulado saliendo del cañón del revólver, un susurro mortal. Sus propios ojos infantiles, fijos en el agujero humeante en la frente del hombre, en el charco oscuro que crecía bajo él. Y sus propias manos. Pequeñas. Manchas oscuras. Rojo. Una mancha que nunca se iría.
El revólver cayó de sus manos de niña con un golpe metálico que resonó en el silencio absoluto. Se quedó ahí, arrodillada en el suelo, rodeada de la sangre, el humo, el silencio, la comprensión helada de lo que había hecho. La culpa, un veneno gélido, le llenó hasta el último rincón del alma, pudriéndola. Y el terror. Terror a sí misma. Terror a esa facilidad, a esa brutalidad que había descubierto en su propio interior.
La Glock resbaló de sus dedos. Golpeó el suelo y quedó allí, inerte, brillando débilmente bajo la única luz que colgaba del techo. Akari, encogida en una esquina, tenía el rostro blanco como cal, la respiración entrecortada, el cuerpo sacudido por espasmos nerviosos. Miraba el arma… sin verla. La veía como si fuera ajena. Como si fuera un demonio. Sus ojos estaban llenos de repulsión, de miedo. De algo que no se puede nombrar. La náusea le subía, amarga, implacable.
No podía volver a hacerlo. No podía volver a tocar eso. No podía volver a ser eso.
Pero el tipo herido… sí podía. Desde el suelo, entre charcos de sangre y gemidos, la había estado observando. Y sonrió. Una sonrisa rota, llena de dientes partidos y odio. La vio temblar. La vio quebrarse. Y se lanzó sobre ella. El arma estaba ahí. A su alcance.
Akari no se movía. Era como si el mundo se hubiera apagado para ella.
Margaret Kensington había estado en silencio, atenta, fría. La mirada analítica, como siempre. Pero en ese instante, algo cambió en su expresión. Vio el miedo. Vio el colapso. Y supo que todo podía acabarse ahí. Que Akari estaba al borde.
Un hilo invisible, delgado como el aliento. Tirante. A punto de romperse.
Akari, atrapada en su infierno personal, no veía el peligro. No veía la sombra que se le venía encima. Demasiado cerca de la oscuridad.