Las Puertas de La Casa Roja

Dreadhaven, Estado de Florianna, Vailstone. Inmediatamente después del allanamiento. Febrero, 2024.

El mundo de Akari era un lienzo borroso de gritos ahogados y el eco incesante de un disparo que resonaba en su mente, no el del último hombre de la banda, sino aquel otro, lejano, de un pasado oscuro. El hombre se abalanzaba sobre ella, la boca distorsionada por la rabia y la desesperación, su mano un zarpazo sucio que buscaba atraparla, silenciarla para siempre. Akari, clavada en el suelo, con los ojos fijos en la Glock caída, estaba atrapada en su propia mente, incapaz de moverse, de respirar, de vivir. El metal frío del revólver infantil parecía materializarse en su pecho, oprimiéndola, robándole el aire, arrastrándola de nuevo al abismo de su memoria.

Un destello. Rápido. Más rápido de lo que su ojo, incluso el de una hacker, podía registrar. Margaret Kensington se interpuso. No hubo un grito, ni una palabra de advertencia. Solo un movimiento fluido, casi irreal, de una eficiencia brutal. Un codo que se levantó con una fuerza devastadora, impactando bajo la mandíbula del hombre. El crujido fue breve, seco, una fractura nítida. El atacante, ya herido y en un estado de desesperación salvaje, se detuvo en seco, sus ojos se vaciaron de vida antes de que su cuerpo cayera con un golpe sordo, inerte, como un costal de basura. La Glock que Akari había soltado quedó a unos centímetros de su rostro, un recordatorio silencioso de su fracaso, de su parálisis, de su debilidad inherente.

Margaret permaneció inmóvil un instante, su mirada inexpresiva, como una estatua tallada en hielo. El pulso de la acción, la ráfaga de violencia, había terminado. Solo quedaba el olor a pólvora, el hedor metálico de la sangre y el silencio. Luego, con un movimiento metódico, recuperó la Glock del suelo. La observó, la limpió de la suciedad del piso con la tela de su abrigo, la enfundó con una precisión que delataba una práctica constante, años de disciplina mortífera. Su mirada se posó en Akari, que seguía encogida, temblando incontrolablemente, su respiración un jadeo superficial que luchaba por llenar sus pulmones. No había reproche en los ojos de Margaret, ni compasión. Solo una fría evaluación, como quien inspecciona una pieza de equipo que ha fallado en el momento crucial y decide si es reparable o desechable.

—Levántate —ordenó Margaret, su voz baja, sin inflexiones, pero con la autoridad de quien no está acostumbrada a que le desobedezcan. Su tono no era de pregunta, sino de sentencia—. Tenemos que irnos.

Akari intentó. Quiso. Hizo un esfuerzo supremo por ordenar a sus músculos, pero su cuerpo no respondía. Sus miembros eran gelatina, su mente, una niebla espesa y pegajosa. Las imágenes del pasado se superponían a la realidad, un torbellino de sangre, humo y el eco incesante del revólver. El olor a pólvora quemada en el apartamento era un ancla que la mantenía atrapada en su trauma, inmóvil. No era una cuestión de voluntad. Era un colapso físico y mental absoluto.

Margaret suspiró, un sonido apenas perceptible, teñido de una exasperación mínima, un atisbo de impaciencia controlada, pero la entendió. No era debilidad, no una patraña. Era un shock profundo. Se acercó a Akari y, con una fuerza sorprendente pero sin brusquedad innecesaria, la levantó del suelo. Los brazos de Akari eran como fideos, colgando inertes. Margaret la sostuvo por un momento, una mole de calma y determinación junto a la fragilidad convulsa de Akari, un contraste brutal entre la eficiencia y el caos interno.

En ese instante, Akari escuchó más pasos. Ligeros, silenciosos, casi espectrales para un lugar tan lleno de escombros. Otras dos figuras, siluetas eficientes con ropa táctica similar, irrumpieron en el apartamento. No hablaban. Se movían con la misma precisión letal de Margaret, como fantasmas con un propósito, revisando la escena con ojos expertos, confirmando que no quedaban amenazas. Eran parte de un equipo, una máquina bien engrasada, cada componente funcionando con una armonía implacable. Uno de ellos, un hombre alto y musculoso con el cabello rapado y una cicatriz que le cruzaba la ceja, llevaba un rifle de asalto con silenciador. La otra, una mujer de complexión atlética y movimientos felinos, revisaba los cuerpos con una tableta en la mano, sus dedos pulsando datos. Su eficiencia era escalofriante.

—Llévensela al vehículo —ordenó Margaret a los recién llegados, sin apartar la vista de Akari, quien apenas se mantenía en pie, su rostro pálido y sudoroso.

Las dos figuras se acercaron. No había compasión en sus ojos, pero tampoco hostilidad. Eran profesionales. El hombre rapado la tomó por un brazo, su agarre firme pero no doloroso. La mujer atlética, por el otro. Akari era apenas una marioneta en sus manos, arrastrada fuera del apartamento, dejando atrás el olor a muerte.

El descenso por las escaleras fue una tortura. Cada paso, una sacudida que resonaba en su cabeza, devolviéndole el eco de la tragedia. El olor a sangre y pólvora parecía pegarse a sus fosas nasales, no importaba cuánto aire fresco buscara. Abajo, los cuerpos de otros hombres de la banda yacían en las escaleras y el vestíbulo, una prueba silenciosa de la eficacia brutal de los asaltantes. Afuera, la noche de Dreadhaven era un bálsamo helado, pero el terror seguía prendido en su cuerpo, una brasa incandescente en su alma.

Otro vehículo, negro, sin matrícula, tan discreto como el anterior, los esperaba. Esta vez, Akari fue ayudada a subir al asiento trasero entre el hombre rapado y la mujer atlética, mientras Margaret se acomodaba al volante y la otra operativa en el copiloto. Los cuerpos muertos de los "Perros del Bajo" quedaban atrás, en la oscuridad del callejón, una escena macabra que nadie en Dreadhaven se molestaría en investigar. Eran solo estadísticas en el vasto y olvidado expediente de la ciudad.

El coche arrancó. El viaje de vuelta fue diferente al de la ida. No había la brutalidad de la captura, pero sí una tensión silenciosa, una presencia fría y calculada por parte de sus nuevos "protectores". Akari seguía temblando, su mente un caos de imágenes y sonidos, pero a medida que se alejaban del olor a pólvora y sangre del edificio, una pequeña parte de su cerebro, la parte analítica, la parte que siempre procesaba información, comenzó a despertar. Escuchaba el suave murmullo de la radio interna de los agentes, la voz de Margaret, las respuestas concisas, los códigos indescifrables. Escuchaba los ruidos del coche, el motor potente y silencioso, el suave zumbido de la ventilación, el viento silbando al pasar, intentando anclarse en algo real, pero su cerebro seguía reproduciendo la escena del revólver.

El paisaje de Dreadhaven se fue transformando lentamente. De los callejones oscuros, los edificios en ruinas y la basura acumulada, el coche se adentró en calles más anchas, menos transitadas, pero aún con la arquitectura sombría y descuidada que caracterizaba gran parte de Vailstone. Era la zona media, el cinturón oxidado de la ciudad, donde la promesa de la utopía se había desmoronado en un declive lento y silencioso. Akari observaba los bloques de apartamentos de hormigón, los parques descuidados, los pequeños negocios con letreros descoloridos. Una capa de gris cubría todo, el color de la resignación.

Luego, sin transiciones bruscas, el coche se deslizó hacia un sector de Vailstone que Akari apenas conocía, un distrito que conservaba los vestigios de su antigua gloria. Calles arboladas, bordeadas por árboles centenarios cuyas ramas se entrelazaban sobre las calzadas. Edificios de piedra gris, fachadas que alguna vez fueron elegantes y ahora mostraban una pátina de antigüedad, no de deterioro. Era una zona tranquila, casi desierta, en contraste con el constante bullicio y la amenaza latente de los barrios que acababan de dejar. Sentía la tensión de los agentes al entrar en este territorio, una especie de vigilancia silenciosa que se ajustaba a la atmósfera de aparente calma.

Finalmente, el vehículo se detuvo. No frente a un complejo secreto futurista excavado en una montaña, ni a una fortaleza militar oculta bajo una base naval. Se detuvo frente a una casa. Una casa normal. O al menos, tan normal como podía serlo un edificio en Vailstone, con su mezcla de historia y un sutil aire de misterio. Era de estilo victoriano, con una arquitectura que evocaba el pasado glorioso de la ciudad, pero estaba impecablemente mantenida, casi impoluta. Y, como su título sugería, era de un rojo intenso. No el rojo de la sangre o la alarma, sino un rojo profundo, casi borgoña, que contrastaba vívidamente con el gris del cielo y las hojas secas de los árboles. Era una casa hermosa, antigua, en una calle tranquila, rodeada de otras casas similares de distintos tonos pastel, pero esta destacaba, una joya escarlata en un entorno de piedra y cemento. La "Casa Roja".

Akari parpadeó, su mente, aún aturdida por el trauma y la fatiga, no podía procesar la discrepancia. Una base secreta... ¿en una casa victoriana? Parecía un chiste cruel, una puesta en escena digna de un cómic barato.

—Salimos —ordenó Margaret, su voz cortando el silencio, su mano ya en la manija de la puerta.

Akari fue ayudada a salir del vehículo. Sus piernas aún se sentían como algodón, pero el aire de este distrito era diferente, más limpio, y el olor a pólvora finalmente comenzaba a desvanecerse de sus fosas nasales. La llevaron hacia la puerta principal de la Casa Roja. No había guardias armados visibles, ni cámaras parpadeantes, ni vallas de seguridad obvias. La fachada era impecable, los cristales de las ventanas brillaban con un reflejo que ocultaba el interior. Si alguien pasara por allí, pensaría que era la residencia de algún millonario excéntrico o un museo privado.

Mientras se acercaban, Akari sintió una punzada familiar en sus dedos, un zumbido en su cráneo. Una resonancia. Su afinidad se despertó, más fuerte que nunca, vibrando con una intensidad que no había experimentado antes. El aire alrededor de la Casa Roja no era el de una casa normal. Había una red. Una red de energía invisible, compleja, que se tejía alrededor del perímetro, como una telaraña de seguridad sofisticada, invisible para el ojo común. Sentía el pulso de una tecnología avanzada, silenciosa y poderosa, oculta bajo la superficie. Cámaras ocultas, sensores de movimiento indetectables, escáneres biométricos imperceptibles que cubrían cada centímetro. La casa no era solo una fachada; era una fortaleza sigilosa, una máquina de vigilancia que usaba la invisibilidad como su mejor defensa. Akari sentía esa red, no la veía, pero la percibía como una capa de energía que la cubría por completo.

Llegaron a la puerta principal, de madera oscura y pesada, con un pomo de bronce antiguo que parecía sacado de otra época. Margaret no usó una llave. Pasó su mano sobre un panel discreto incrustado en el marco de la puerta, invisible a simple vista, camuflado a la perfección con la veta de la madera. Un suave "clic" y una luz verde parpadearon por un instante, tan efímera que solo Akari, por la reacción de su afinidad, pudo discernirla. La puerta se abrió con un suave susurro neumático, revelando un interior que era el polo opuesto del exterior, una paradoja arquitectónica.

El olor. No a moho, ni a pólvora, ni a la suciedad de Dreadhaven. Un aroma limpio, metálico, casi estéril, con un sutil toque de ozono y algo que Akari identificó como el perfume caro de la mujer de la corbata roja del "Contacto Frío". Un aroma que contrastaba con todo lo que había olido en las últimas semanas.

El interior era un choque visual. Donde Akari esperaba muebles victorianos, alfombras polvorientas y cortinas pesadas, encontró una mezcla sorprendente de modernidad funcional y una estética minimalista. El vestíbulo era amplio, con paredes de concreto pulido y acero pulido, iluminado por una luz ambiental suave y difusa que no proyectaba sombras. No había desorden, ningún elemento fuera de lugar. Todo era limpio, ordenado, con una eficiencia casi clínica. El suelo era de algún material sintético brillante que reflejaba la luz, dando una sensación de amplitud. En un muro, una pantalla holográfica gigante mostraba gráficos y datos que Akari no podía descifrar a primera vista, pero que reconocía como información vital, patrones de energía, flujos de datos, mapas complejos.

Había gente. No uniformados de combate como los que la habían rescatado, sino personas vestidas con ropa formal y funcional, moviéndose con un propósito claro. Algunos con trajes impecables, otros con batas de laboratorio inmaculadas, o con ropa de civil elegante pero práctica. Eran diversos en edad y aspecto, desde jóvenes analistas con gafas hasta veteranos con arrugas de experiencia, pero todos compartían una intensidad en la mirada, una seriedad profesional que contrastaba con el caos del mundo exterior. Akari los vio interactuar con interfaces táctiles en las paredes, caminar por pasillos que se abrían automáticamente con un suave siseo al acercarse. La casa no era solo una fachada; era un centro de operaciones de alta tecnología, una colmena de actividad silenciosa, disfrazada de mansión antigua.

Margaret no la llevó a una celda. La condujo por un pasillo iluminado, su figura eficiente abriendo puertas que se deslizaban sin ruido, hacia una sala que parecía un centro médico de vanguardia. Akari fue sentada en una silla ergonómica, su cuerpo aún tembloroso, pero la sensación de limpieza y orden comenzaba a tener un efecto calmante. Una mujer con bata de laboratorio, de rostro amable, pero ojos concentrados y serios, se acercó y comenzó a examinarla con equipos que Akari no había visto antes: escaners de luz que pasaban sobre su piel sin tocarla, pantallas que mostraban gráficos complejos de sus signos vitales. Revisó su cabeza, su pulso, sus pupilas.

—Fiebre, deshidratación severa, agotamiento. Y claro, shock postraumático —dijo la mujer de la bata, sin dejar de lado su tono profesional, pero con un toque de empatía que Akari agradeció, un pequeño rayo de humanidad en esa frialdad eficiente—. Te prepararemos una solución intravenosa. Y algo de comer. Necesitas nutrientes.

Akari no respondió. Solo asintió levemente, incapaz de articular una palabra más allá de la supervivencia. Pero mientras la mujer de la bata preparaba la intravenosa, Akari sintió un olor diferente. Un olor a comida. Real. Caliente. Un aroma a caldo de pollo y especias que hizo que su estómago rugiera en protesta, recordándole una necesidad básica que había olvidado en el terror.

Una hora después, con una intravenosa en su brazo y una comida caliente (sopa de verduras con trozos de pollo, pan recién horneado, algo que parecía carne cocida a fuego lento, simple pero nutritivo) en su estómago, Akari empezó a sentir un tenue regreso a la "normalidad". El temblor de su cuerpo disminuyó, reemplazado por un cansancio profundo. La niebla en su mente comenzó a disiparse, dejando paso a una oleada de confusión y una punzada de su humor cínico y amargo, como una vieja amiga que regresa cuando todo ha pasado.

Bueno, al menos aquí el champú no huele a callejón mojado. Y la comida sabe a comida, no a cartón mojado. Progreso. De la calle al spa de la mafia. Esto sí que es ascender en la escala social, aunque sea como mascota peculiar.

Observó la habitación donde la habían dejado. Era una habitación pequeña, limpia, casi espartana en su simplicidad, pero con una comodidad que Akari no había experimentado en meses. Una cama con sábanas limpias, una mesa de noche con una lámpara de lectura discreta, una silla ergonómica. Sin ventanas, lo que enfatizaba su confinamiento, pero también le daba una sensación de protección contra el caos exterior. La puerta, de acero macizo y cubierta con un panel que imitaba la madera, se cerraba con un suave susurro neumático, aunque no tenía seguro por dentro. No era una celda, pero tampoco era libre. Era un confinamiento cómodo, una jaula bien cuidada.

Ah, claro. El viejo truco de "te salvamos, ahora eres nuestra". Soy su nueva mascota de laboratorio, su rata peculiar, su juguete de alta tecnología. Por lo menos no me pidieron que pagara una fianza para mi libertad, que no tengo.

La imagen del hombre que había matado a sus padres, el revólver en su mano de niña se había atenuado, pero seguía ahí, acechando en los bordes de su conciencia, una herida abierta. La Glock. El metal frío. La repulsión seguía siendo visceral, un asco físico que le revolvía el estómago. No había podido. No podía. Era un fallo, una debilidad que, en ese mundo, en el caos de Dreadhaven, significaba la muerte.

El tiempo pasó, Akari no sabía cuánto. Tal vez horas. Tal vez minutos. El silencio solo se rompía por el suave zumbido de los sistemas de ventilación. Finalmente, alguien llamó a la puerta. Un sonido suave, discreto. Akari se enderezó en la cama, su cuerpo aún pesado, pero su mente ya trabajando en modo defensivo.

—Adelante —dijo, su voz aún un poco ronca.

La puerta se abrió con un suave siseo, y esta vez, entró la mujer de la corbata roja. La misma que le dio el dispositivo. Su cabello oscuro estaba recogido en un moño impecable, su rostro era frío y sereno, pero sus ojos, penetrantes como láseres, la estudiaban con una intensidad que Akari sintió hasta en los huesos. Era Antonella Lombardi-Valentini, la líder, aunque Akari seguía sin saber su nombre ni su verdadera posición en la jerarquía.

—Akari Elizaveta Koshkina —dijo Antonella, su voz suave como seda, pero con un filo de acero, una autoridad innegable. Se acercó a la mesa y se sentó con una gracia inusual, como si el espacio fuera suyo y Akari, una invitada a su merced—. Bienvenida a la Casa Roja. Me alegra ver que estás... recuperándote. Los informes médicos dicen que estás bien. Considerando tu reciente experiencia.

Akari no respondió. Solo la miró, sus ojos fijos en los de Antonella, esperando. La mujer era la personificación del poder silencioso, de la autoridad sin ostentación. Akari sabía, instintivamente, que esta mujer no era un simple esbirro. Era la cima de la pirámide.

—Tenemos mucho de qué hablar —continuó Antonella, sus dedos tamborileando suavemente sobre la superficie pulida de la mesa—. Sobre tu peculiaridad. Sobre tus habilidades. Y sobre tu futuro. No te preocupes por el pasado. Aquí, el pasado... se borra. O se recicla.

Akari sintió un escalofrío. El pasado no se borraba. Lo había vivido. Y lo había matado. Esa promesa era tentadora, pero falsa. Sin embargo, la oportunidad de un borrón y cuenta nueva en un mundo tan brutal... era peligrosa.

—Y también... sobre lo que pasó ahí afuera. Tu... reacción al arma —Antonella se inclinó ligeramente, sus ojos fijos en los de Akari. No era una pregunta, era una afirmación. Una evaluación—. Es un problema. Pero un problema que podemos... resolver. Aquí tenemos recursos. Más de los que imaginas.

Akari la miró fijamente, la ironía volviendo a su mente. ¿Resolverlo? ¿Cómo? ¿Con terapia de choque? ¿O con algo más permanente? Estaba en la base. Rodeada de su tecnología, de su poder, de sus reglas. Había atravesado las puertas de La Casa Roja. Su vida, el poco control que tenía, había sido arrebatada. Pero al menos, por ahora, estaba viva. Y curiosa. Peligrosamente curiosa sobre este nuevo mundo que la había engullido, un mundo que mezclaba la brutalidad criminal con la eficiencia corporativa y una tecnología que parecía sacada de la ciencia ficción.

La conversación no era solo sobre su trauma o su peculiaridad. Era sobre un contrato. Un acuerdo no negociable. La Casa Roja era el centro de un poder oculto, un corazón que bombeaba control y propósito en el caos de Vailstone. Y ahora, Akari era una nueva célula en ese organismo.