La Casa Roja, Estado de Florianna, Vailstone. Febrero, 2024.
La voz de Antonella Lombardi-Valentini era suave como seda, pero cada palabra contenía el filo preciso de una hoja de acero templado. No había necesidad de gritar para imponer respeto; su presencia, medida y calculada, llenaba la habitación con la misma facilidad con la que una tormenta eléctrica impregna el aire de tensión. Había entrado en la habitación de Akari no como una guardiana, ni siquiera como una superior, sino como una soberana que inspecciona, con impasible interés, su más reciente adquisición biotecnológica. No hubo palabras innecesarias, solo una frase final que retumbó en el espacio con un peso insoportable: "Y ahora, Akari, eres una nueva célula en ese organismo". El silencio que siguió fue espeso, sofocante, como si el aire mismo se hubiese solidificado en plomo líquido.
Akari la observaba con los músculos tensos, la mandíbula apretada, intentando mantener una compostura que ya no le pertenecía. Su mente era un torbellino de agotamiento, adrenalina residual y una ansiedad que crecía como raíces invasivas, extendiéndose por cada rincón de su conciencia. No había salida. No había escapatoria. Esta habitación, aunque impecablemente limpia, aunque iluminada con una calidez artificial perfectamente regulada, no era un santuario. Era la boca del lobo. Hermosa, sí. Ornamentada con detalles diseñados para confundir los sentidos. Pero una trampa, al fin y al cabo. Y ella era la presa, envenenada ya por la conciencia de su impotencia.
Antonella no esperó una respuesta. No necesitaba una. Su postura era relajada, pero cada movimiento, cada inclinación de cabeza, cada cruce de piernas estaba cuidadosamente coreografiado. Sus ojos, de un gris profundo con destellos mercuriales, la escudriñaban con una precisión quirúrgica, como si tuvieran la capacidad de leer la arquitectura de sus pensamientos, de decodificar cada recuerdo, cada impulso, cada sombra en su mirada. Los dedos de Akari, antes firmes y seguros, temblaban con un leve tic nervioso, casi imperceptible. Su respiración, corta y errática, traicionaba su vulnerabilidad. Nada escapaba a la observación de la líder.
La silla que Antonella tomó del escritorio era de un diseño minimalista, de líneas puras y elegantes, pero en sus manos adquiría la gravedad simbólica de un trono. Se sentó con la gracia natural de alguien que nunca ha sido cuestionada, como si el poder no fuera una carga, sino una extensión de su identidad.
—Los informes médicos son claros —dijo al fin, con un tono clínico que no admitía réplica. Su voz era precisa, sin adornos, como si estuviera leyendo los resultados de una autopsia emocional—. Estás físicamente exhausta. Presentas signos evidentes de desnutrición severa, y el estado de tu sistema nervioso indica una fase aguda de shock postraumático. Y, sin embargo... —hizo una breve pausa, como para subrayar lo improbable— tus signos vitales son estables. Tus niveles de recuperación, considerando las condiciones a las que fuiste expuesta en Dreadhaven, son extraordinarios. Posees una resistencia admirable.
Akari tragó saliva con dificultad. El tono objetivo de la mujer hacía que incluso los cumplidos se sintieran como evaluaciones de ganado. No estaba siendo felicitada. Estaba siendo clasificada.
—Tu cerebro, por otro lado, es… fascinante —añadió Antonella, y esta vez su voz se suavizó apenas, no en afecto, sino en un matiz casi reverencial, como si hablara de una anomalía científica de valor incalculable. En sus ojos cruzó una chispa de algo parecido a la curiosidad, pero una curiosidad fría, afilada, impersonal, la que un entomólogo podría dedicar a un espécimen desconocido antes de clavarle el alfiler.
Se inclinó ligeramente hacia adelante, y Akari sintió que la distancia entre ellas se reducía, aunque sus cuerpos apenas se hubieran movido.
—Hemos estado monitoreando tu actividad digital, por supuesto. Desde el incidente en la bóveda, tu peculiaridad ha mostrado un incremento estadísticamente anómalo. Lo que haces cuando interactúas con sistemas complejos... no puede explicarse únicamente como hacking. No es una técnica aprendida. No es simple manipulación de datos. Es una simbiosis. Una forma de comprensión intuitiva que no debería ser posible. Es más que habilidad. Es una conexión.
Hizo una pausa, pero no para dramatismo, sino porque su siguiente frase exigía claridad absoluta.
—¿Me equivoco?
La pregunta flotó como una sentencia, sin hostilidad, pero con una intensidad que hizo que Akari sintiera como si el oxígeno se evaporara lentamente de la habitación.
Akari intentó mantener su rostro inexpresivo, pero era inútil. Antonella ya lo sabía.
—Es... como si las cosas me hablaran —murmuró Akari, la frase sonando extraña incluso para sus propios oídos—. Las redes tienen... un pulso. Puedo sentir los datos, las vulnerabilidades. Es como leer el aire.
Antonella asintió lentamente. —Esa es una descripción bastante precisa. Tu afinidad. Un talento raro. Peligroso en las manos equivocadas, y aún más peligroso si no se comprende ni se controla. ¿Sientes ahora mismo esa resonancia en La Casa Roja?
Akari vaciló, luego asintió. —Sí. Es... intensa. Hay una red de seguridad que nunca he sentido. Un ecosistema tecnológico bajo la superficie. Es impenetrable.
Una sonrisa casi imperceptible jugó en los labios de Antonella. —Me alegra que lo percibas. La Casa Roja es más que una base. Es un cerebro. Un escudo. Nuestra fortaleza. Es el corazón de la operación, y está diseñada para ser inexpugnable, incluso para una peculiaridad como la tuya.
La admisión no fue un alarde, sino una declaración de poder. Antonella se inclinó ligeramente, su voz bajando a un tono casi confidencial, pero con una autoridad que llenaba la habitación.
—Tenemos mucho que enseñarte sobre tu afinidad. Y mucho que podemos obtener de ella. Tu habilidad es una herramienta. Y las herramientas, Akari, tienen un propósito.
Y yo soy una herramienta, pensó Akari con un humor negro que apenas lograba disfrazar su miedo.
—Hablemos ahora de tu... inconveniente con las armas de fuego —dijo Antonella, su voz tan suave como implacable, el cambio de tema abrupto, pero tan preciso como el corte de un bisturí—. Nuestros agentes en el campo documentaron tu reacción en Dreadhaven. Fue clara. Tu sistema nervioso colapsó por completo ante el estímulo. Un obstáculo significativo. ¿Por qué?
Akari sintió cómo su estómago se encogía con violencia, como si un puño invisible lo aplastara desde dentro. La imagen del revólver apareció en su mente con la nitidez de una herida abierta que nunca cicatrizó. La sangre. El peso del arma en sus manos diminutas. El sonido del disparo, más fuerte que cualquier grito. La náusea trepó por su garganta, pero no tenía adónde escapar. No esta vez. Antonella no dejaba lugar para evasivas. La arrastraba sin remedio hacia el recuerdo, como si arrancarlo de su interior fuera parte del examen.
—Cuando era niña... mis padres fueron asesinados —susurró Akari, cada palabra saliendo con la textura áspera del vidrio molido—. El hombre que lo hizo... yo lo maté. Con un revólver. Era... pequeña. Muy pequeña.
Antonella no reaccionó de inmediato. Asintió con una lentitud medida, estudiada, como si estuviera sopesando no sólo las palabras, sino el dolor encapsulado en ellas. Sus ojos seguían fijos en los de Akari, penetrantes pero vacíos de juicio. No había consuelo en su mirada, tampoco crueldad, solo una atención quirúrgica, como la de alguien observando un experimento delicado.
—Un trauma devastador. Te entiendo, Akari. —Su tono era impersonal, pero no indiferente; se parecía más al de alguien que recita un diagnóstico inevitable—. No eres la primera. Hemos visto cómo eventos así implantan reacciones somáticas duraderas. Pero el punto es otro. En nuestra línea de trabajo, una reacción involuntaria puede ser una sentencia de muerte. Un segundo de parálisis es un segundo perdido. Y un segundo perdido... puede significar que tú o alguien más no regrese con vida. Necesitas operar sin que el pasado interfiera. Necesitas defenderte. Neutralizar amenazas. Con eficacia. Sin temblores.
Akari apretó la mandíbula, sintiendo que una mezcla de rabia y miedo le hervía bajo la piel. El recuerdo seguía ahí, punzante, y ahora, además, se sentía expuesta, diseccionada emocionalmente frente a alguien que veía todo como un dato útil o un obstáculo a remover.
—¿Y cómo esperan que solucione eso? —espetó, su voz cargada de sarcasmo mal contenido—. ¿Terapia de choque? ¿Lavado cerebral? ¿Hipnosis con luces parpadeantes?
Antonella se recostó ligeramente, cruzando las piernas con una elegancia casi teatral, y por un instante sus ojos se perdieron en algún punto del techo. Cuando volvió a hablar, lo hizo con la calma de alguien que no improvisa jamás.
—Tenemos métodos. Entrenadores especializados. Protocolos de reacondicionamiento físico y mental. Programas diseñados para modificar reacciones instintivas. Otros como tú han pasado por traumas similares. Y han salido... funcionales. La mente puede ser redirigida, reprogramada. Los reflejos pueden ser corregidos. Te convertirás en una operativa completa, Akari.
"Operativa". La palabra cayó como un yunque sobre el corazón de la chica. Fría. Técnica. Inhumana. No era una hacker. No era un soldado. Era una persona. Una superviviente. Pero todo en esa sala parecía apuntar a que ese concepto —"persona"— tenía un valor limitado dentro de la estructura a la que ahora pertenecía. Ser una "operativa" era su única opción si no quería ser "reciclada". Y esa palabra, esa amenaza velada, resonaba aún más siniestra.
Antonella se levantó. Caminó unos pasos hasta la ventana, donde la luz filtrada le daba un halo pálido y preciso, como una figura sagrada torcida. Giró apenas el rostro hacia Akari y su tono cambió, ganando una cualidad casi docente, como si lo que venía no fuera una opinión, sino una revelación inevitable.
—Ahora, Akari, necesito que comprendas la verdadera naturaleza de nuestro trabajo —dijo, con una cadencia medida, envolvente—. Lo que la mayoría de las personas percibe como realidad... no es más que una ficción de alto presupuesto. Una narrativa cuidadosamente orquestada. El mundo que ves en las noticias, en las redes, en las pantallas... es una ilusión. Una prisión mental diseñada para mantener a la población dormida, distraída, obediente.
Akari la observaba sin moverse. Por dentro, su mente era un campo minado de escepticismo, pero también de una inquietud cada vez más creciente. Había sentido algo así antes: que el sistema no era tan limpio como lo pintaban, que las grietas que encontraba en los sistemas que hackeaba no eran simples errores, sino síntomas de algo más podrido, más profundo.
—La realidad —continuó Antonella— es que ciudades como Vailstone, y en realidad, gran parte del planeta, están bajo el control de fuerzas que nunca verás en una elección ni en una sala de prensa. Corporaciones con presupuestos más grandes que países. Gobiernos títeres. Élites que juegan con las vidas humanas como si fueran piezas intercambiables en un tablero. La sumisión internacional que ves... es solo la fachada. La punta del iceberg.
Las palabras de Antonella no eran nuevas. Eran ideas que Akari había escuchado antes en foros, teorías marginales, susurros digitales. Pero nunca, hasta ese momento, le habían sonado tan posibles. Tan lógicas. Tan escalofriantemente reales.
Y ahora ella era parte de ese iceberg. O, al menos, estaba atrapada dentro de él.
—El Syndicate no es una organización criminal común —continuó Antonella, levantándose y caminando por la habitación, sus movimientos fluidos y silenciosos—. Somos una fuerza de contención. Una balanza. Nuestros robos, nuestras infiltraciones, nuestras "misiones de fuerza"... no son para beneficio personal, Akari. Son para desmantelar esas estructuras de control. Para obtener la verdad. Para redirigir flujos de poder y capital. Para darle a la humanidad una oportunidad, incluso si no lo saben.
Akari la miró. —Están diciendo que son los buenos. Con armas y mentiras.
Una sonrisa muy fina apareció en los labios de Antonella, carente de humor, pero con un toque de ironía. —Los conceptos de "bueno" y "malo" son lujos que pocos pueden permitirse en esta guerra. Operamos en las sombras porque es donde la verdadera batalla se libra. La luz es para la ilusión. La oscuridad es para la verdad.
Antonella se detuvo junto a una de las paredes, que de pronto se volvió transparente, revelando una pantalla holográfica que brillaba con millones de puntos de luz. Eran flujos de datos, interconexiones, mapas complejos. Akari sintió su afinidad vibrar con la complejidad de la información.
—Aquí tenemos más datos sobre ti de los que podrías imaginar —dijo Antonella al tiempo que deslizaba un dedo por el panel. Las imágenes comenzaron a cambiar. No eran simples archivos: eran fragmentos diseccionados de una vida. La huella digital de Akari. Sus comunicaciones más privadas. Sus contactos. Sus hackeos. Ubicaciones selladas y rutas que creía invisibles. Todo, expuesto. Desnudo. Intervenido.
—Te seguimos durante meses. Cada suspiro. Cada error. Cada genio. Tus habilidades son excepcionales —continuó Antonella—. Tu resistencia. Tu mente. Eres un activo.
Akari sintió el encierro. Pero no era una celda. Era una pecera. Transparente. Fría. Observada desde siempre. Todo lo que alguna vez creyó controlar... no había sido más que una ilusión. Las calles no le ofrecieron anonimato. Solo una jaula más amplia. El Syndicate ya la había alcanzado antes de que Margaret la tocara.
Antonella giró. La pantalla proyectaba un aura azul que la coronaba desde atrás, como un reflejo artificial de autoridad. —No estás sola —dijo—. Pero tampoco eres libre. Ya no. Tu existencia tiene dirección. Propósito. Te daremos las herramientas. Y el entrenamiento.
Akari recordó el frío de la Glock en sus dedos. El metal, el peso. Lo real.
—¿Herramientas? ¿Como la pistola? —respondió, la ironía en su voz era un último muro. Frágil. Necesario.
Antonella alzó una ceja, sutilmente. —Margaret te la dio. Las armas son extensiones de la voluntad. Pero si la voluntad flaquea… el arma no sirve. Eso es lo que corregiremos. Lo haremos. Convertiremos tu miedo en filo. El arma será tuya, sí. Pero no como un eco de tu dolor. Será un símbolo. De control. De poder.
El ambiente se espesó. La atmósfera, cargada. La conversación había terminado. Antonella se movió hacia la puerta, y su figura se fundió con la luz blanca y muda del pasillo. Reina de una jaula sin barrotes.
—Descansa —dijo sin volverse—. Pronto te presentarás ante todos. Y comenzará tu entrenamiento.
La puerta se deslizó. El susurro neumático que la selló sonó como un juicio final. El silencio que siguió fue distinto. Ya no era vacío. Era un recordatorio: de dominio. De que todo lo que Akari había sido, ahora pertenecía a otra estructura. A otra Reina.
Se dejó caer en la cama. Su cuerpo temblaba. Pero no era solo el pasado. Era el peso del presente. Del futuro. El Syndicate no era una salvación. Era un amo con voz dulce. Una estructura que envolvía como un abrazo... y apretaba como un grillete.
Buscó en la red de la habitación. Un resquicio. Un fallo. Algo que pudiera explotar. Pero la red era perfecta. Sellada. Ella ya no era la hacker que miraba desde las sombras. Era solo un nodo. Una parte del sistema que la había tragado.
Y en lo más alto de ese sistema, sentada en su trono invisible, la Reina esperaba.