La Reina en su Trono Oculto

La Casa Roja, Estado de Florianna, Vailstone. Febrero, 2024.

El sutil zumbido de la ventilación, constante y omnipresente era el único sonido en la habitación de Akari. Había pasado horas, o quizás lo que se sentían como horas, desde la conversación con Antonella. La cama, aunque lujosa, se había convertido en un pedestal para su soledad, y las paredes de acero pulido y hormigón, que antes prometían seguridad, ahora le gritaban confinamiento. La frase de Antonella resonaba en su mente como un eco metálico: "Eres una nueva célula en ese organismo". No era un rescate; era una anexión.

Akari se levantó, sintiendo los músculos aún entumecidos, pero el cansancio que la había oprimido en Dreadhaven había disminuido. Su cuerpo, inexplicablemente, se sentía más fuerte, más eficiente. La Casa Roja era un santuario, sí, pero un santuario diseñado para optimizar sus recursos, y ella, Akari, era uno de ellos. Se miró las palmas de las manos, buscando cualquier rastro de la metralla, de la sangre seca de los "Perros del Bajo", pero su piel estaba impoluta. Había sido limpiada, "restaurada", lista para ser... ¿utilizada? El concepto la asqueaba, pero su mente cínica, siempre alerta, le recordaba que sobrevivir no era una elección.

El guardarropa empotrado se abrió con un suave chasquido al pasar la mano por un panel invisible. Encontró un conjunto de ropa sencilla pero cómoda: pantalones oscuros de corte recto, una camiseta de manga larga de un tejido transpirable y cálido, y un par de botines ligeros con suelas antideslizantes. Todo en tonos neutros de gris y negro. Se sintió extrañamente expuesta sin sus viejas ropas, como si su identidad anterior hubiera sido despojada junto con la mugre de las calles. Era ropa de trabajo, Akari lo sabía. Su nuevo uniforme era solo cuestión de tiempo.

Mientras terminaba de vestirse, el intercomunicador en la pared cobró vida. Una voz masculina, neutra, con un ligero acento que Akari no pudo identificar, rompió el silencio: —Akari Elizaveta Koshkina. Te esperan en el módulo de transferencia. La Reina ha solicitado tu presencia en el Salón de la Asamblea.

La Reina. El título se sentía pesado, casi teatral. Akari sonrió, una mueca amarga. ¿De verdad necesitan llamarla así? ¿Es un tema de marketing o una declaración de intenciones? Probablemente ambas. Con esta gente, siempre son ambas.

La puerta se deslizó con su característico siseo. Un hombre alto, de hombros anchos y mirada de halcón, esperaba en el umbral. Su uniforme era un mono táctico oscuro, inmaculado, sin insignias. Sus manos, grandes y fuertes, estaban relajadas a los costados, pero Akari notó la forma en que la tela de su mono se tensaba ligeramente alrededor de lo que probablemente era un arma en su cadera. Su expresión era impenetrable, un muro de profesionalismo. Era el tipo de hombre que no preguntaba, solo obedecía. Y la hacía sentir, más que nunca, como una prisionera.

—Sígame —dijo el hombre, su voz un gruñido bajo, sin una pizca de calidez o emoción. Se dio la vuelta y comenzó a caminar por el pasillo, esperando que Akari lo siguiera. Y Akari lo hizo, su mente ya en modo de observación, buscando cualquier detalle, cualquier anomalía en la perfección impoluta de La Casa Roja.

Los pasillos de acero pulido y hormigón se extendían en líneas rectas y ángulos precisos. El aire era fresco, estéril, con un tenue olor a ozono y metal, el aroma de una tecnología avanzada. Akari sentía el zumbido constante de los sistemas, una resonancia profunda que hacía vibrar su afinidad. Era como si la Casa Roja fuera un organismo vivo, un cerebro de silicio y circuitos, y ella, Akari, una diminuta parte de su sistema nervioso.

Pasaron por delante de puertas correderas que se abrían y cerraban silenciosamente, revelando breves vislumbres de lo que había detrás. Vio laboratorios de alta tecnología, con equipos de cristal y metal que Akari apenas reconocía, brillando con luces de diagnóstico. En uno de ellos, una figura con bata de laboratorio manipulaba lo que parecía ser un holograma tridimensional de un sistema de seguridad complejo. El silencio era elocuente; el trabajo aquí era meticuloso, concentrado.

Más adelante, escuchó el thump-thump-thump rítmico de sacos de boxeo y el jadeo controlado de voces. Vio una sala de entrenamiento con paredes acolchadas y un suelo de goma, donde varias figuras con monos tácticos practicaban movimientos de combate, sus cuerpos como fluidos, sus golpes, letales. La eficiencia era la moneda de este lugar.

Un poco más allá, una sección de pasillo estaba forrada con vitrinas de cristal, donde objetos extraños y antiguos parecían flotar en campos de fuerza invisibles. Akari sintió una punzada en la palma de sus manos, un zumbido en sus huesos. Eran artefactos. Algunos brillaban con una luz tenue, otros irradiaban una energía densa y antigua que se mezclaba con la pulsación tecnológica de la Casa Roja. Su afinidad clamaba por tocarlos, por sentirlos, por desentrañar sus secretos. Su cerebro procesó la información: la "magia oculta" y los "artefactos" mencionados en el resumen de Antonella no eran una fantasía. Existían. Y el Syndicate los coleccionaba. O los estudiaba. O los utilizaba.

Fantástico. He pasado de ser una hacker al servicio de mi propia supervivencia a ser la nueva integrante de un culto de super-genios con complejo de dioses y objetos misteriosos. La vida es un sinfín de sorpresas, ¿verdad, Akari?

El recorrido fue breve, pero cada paso grababa en Akari la vasta escala de la operación. La Casa Roja no era solo una base; era un centro de investigación, un campo de entrenamiento, un centro de inteligencia. Un cerebro. Y Akari era llevada al lóbulo frontal, al centro de mando.

Finalmente, el escolta se detuvo ante un par de puertas dobles de acero oscuro que se extendían hasta el techo. No había pomos ni cerraduras visibles. La mano del hombre se posó en un panel liso, invisible a simple vista, y una tenue luz azul parpadeó. Las puertas se deslizaron con un susurro neumático que resonó en el profundo silencio del pasillo, revelando el Salón de la Asamblea.

El espacio era imponente. La sala era inmensa, circular, con un techo alto que se perdía en una oscuridad iluminada por miles de puntos de luz diminutos que simulaban un cielo estrellado, una cúpula celestial que contrastaba con el pragmatismo del lugar. Las paredes, de un material oscuro y absorbente que no reflejaba la luz, estaban salpicadas por enormes pantallas holográficas que mostraban gráficos complejos, flujos de datos en tiempo real y mapas mundiales que giraban lentamente. No era una sala de reuniones; era un observatorio de la guerra invisible que libraban.

En el centro del salón, una plataforma circular ligeramente elevada servía como punto focal. Sobre ella, una larga mesa de conferencias de vidrio iridiscente rodeaba una pantalla holográfica central, que en ese momento proyectaba un mapa tridimensional de Vailstone, parpadeando con puntos de datos y líneas de conexión. Alrededor de la plataforma, en filas concéntricas que se elevaban como un anfiteatro, se sentaban al menos cincuenta figuras. Eran los miembros del Syndicate, la élite de la organización.

Vestían una variedad de atuendos: desde trajes impecables de alta costura hasta monos tácticos ajustados que delataban cuerpos atléticos, y batas de laboratorio inmaculadas. Había hombres y mujeres de diversas edades y etnias, pero todos compartían una intensidad en la mirada, una postura disciplinada y una seriedad profesional que imponía. Eran los cerebros y los músculos del Syndicate. Y todos miraban a Akari.

Akari sintió el peso de esas miradas como una presión física. Se sentía como un objeto en exhibición, una rareza a ser estudiada. Su escolta la guio hasta el borde de la plataforma central, a una marca discreta en el suelo. Allí, Akari se detuvo, erguida, intentando proyectar una calma que no sentía. El silencio en la sala era absoluto, denso, roto solo por el sutil zumbido de la tecnología y el leve susurro de los datos en las pantallas holográficas.

En el extremo de la mesa de conferencias, en el centro de la plataforma, sentada con una postura impecable y una gracia innata, estaba Antonella Lombardi-Valentini. Vestía un traje sastre de un tono rojo oscuro, casi borgoña, que la hacía destacar entre el gris y el negro de la sala. Su cabello oscuro estaba recogido en un moño impecable, y su rostro era una máscara de control absoluto, sus ojos gélidos y penetrantes. A su derecha, Akari reconoció a Margaret Kensington, impávida, con su mirada fría y su postura de roca. A su izquierda, Frederica Montenegro, sus ojos moviéndose analíticamente entre las pantallas y la figura de Akari. Un poco más atrás, Valeria Mendoza, su figura enigmática y su rostro apenas legible en la penumbra. Las mujeres que la habían arrastrado a este mundo estaban allí, observándola, juzgándola.

Antonella levantó una mano, un gesto de autoridad que silenció el aire ya quieto. Su voz, suave y resonante, llenó el vasto espacio sin necesidad de amplificación, proyectando una convicción inquebrantable.

—Miembros del Syndicate —comenzó Antonella, su mirada recorriendo a la asamblea con una intensidad que abarcaba a todos, antes de posarse en Akari, deteniéndose en ella con la fuerza de un imán—. Hoy estamos reunidos para un propósito de vital importancia para nuestra misión y para el futuro de nuestra organización. Ante ustedes se encuentra Akari Elizaveta Koshkina.

Una pausa dramática se extendió por la sala, permitiendo que las palabras se asentaran. Akari sintió la tensión en el aire, la anticipación silenciosa.

—Akari Koshkina —continuó Antonella, su voz adquiriendo un tono más formal, casi ceremonial—. Es la última "peculiaridad" que hemos identificado, ubicado y asegurado. Posee una afinidad única y sin precedentes con los sistemas de información y los artefactos tecnológicos. Su capacidad para manipular redes y descifrar datos es... verdaderamente asombrosa. Una anomalía, sí. Pero una anomalía que es un activo inestimable.

Antonella se inclinó ligeramente hacia Akari, sus ojos penetrando los suyos con una intensidad que la hizo sentir completamente expuesta. —La encontramos en Dreadhaven, sobreviviendo en las cloacas de Vailstone, una joya en el fango, ajena al verdadero potencial de su don. También hemos identificado un bloqueo significativo, un trauma que, aunque comprensible dadas sus circunstancias, representa una debilidad que en nuestro mundo, en nuestra lucha, no podemos permitirnos.

Akari sintió la humedad en sus palmas. Su vida entera, su dolor, su existencia, reducidos a un "don", un "trauma" y una "debilidad" expuestos ante esa silenciosa asamblea. El cinismo se arremolinó en su mente, un lamento interno que solo ella podía escuchar. Soy el nuevo espécimen A. Por favor, no toquen el cristal y absténganse de alimentar a la prisionera con comentarios estúpidos.

—El Syndicate no es una organización caritativa —la voz de Antonella se endureció, su mirada recorriendo a los miembros de la asamblea con la fuerza de un rayo láser, enfatizando sus palabras—. Somos una fuerza de contención. Un arma precisa. Un bisturí en la oscuridad que busca extirpar el cáncer que asola nuestro mundo. Nuestro propósito es claro e inquebrantable: desmantelar la red de corrupción que ha envuelto a nuestra nación y, por extensión, a gran parte del globo. Los gobiernos, las instituciones, las corporaciones multinacionales... son meros títeres. Hilos invisibles manipulan a los que se sientan en los tronos, y los medios de comunicación, con sus narrativas cuidadosamente construidas, actúan como una cortina de humo para adormecer a las masas. Crean una realidad artificial, una "sumisión internacional" que asfixia la autonomía y la libertad. Nosotros existimos para romper esa ilusión. Para cortar esos hilos. Para revelar la verdad, incluso si esa verdad es dolorosa y cuesta sangre.

Antonella pausó, dejando que sus palabras se asentaran en el denso silencio. La sala parecía absorber cada sílaba, cada miembro del Syndicate un receptáculo perfecto para su filosofía. —No hay lugar para la debilidad aquí. No hay espacio para la sentimentalidad. Solo existe el pragmatismo brutal, la eficiencia implacable y una lealtad inquebrantable a la causa. Cada uno de ustedes ha jurado este pacto. Ha sacrificado su pasado, sus viejas vidas. Ha abrazado un propósito más grande que cualquier interés personal.

Su mirada, cargada de una autoridad innegable, volvió a Akari, anclándose en ella. —Akari Koshkina, a pesar de sus reticencias iniciales y su inexperiencia en nuestro mundo, ha demostrado una capacidad asombrosa para la supervivencia y una inteligencia superior. Ha aceptado nuestra protección y, con ello, nuestras condiciones. A partir de este momento, su vida anterior ha terminado. Su propósito es ahora el nuestro. Se someterá a un entrenamiento riguroso para dominar su peculiaridad, superar sus bloqueos y convertirse en una operativa plena. Su valor será medido por su contribución a la causa.

Antonella hizo un gesto con su mano derecha. Frederica Montenegro, vestida con un elegante traje oscuro que resaltaba su figura, se levantó de su asiento con una gracia felina y se acercó a la plataforma. En sus manos llevaba una pequeña caja de metal pulido, tan discreta como su propia presencia. La abrió con un clic suave, revelando un brazalete. No era ostentoso, sino elegante y funcional: una banda de un metal oscuro y brillante, casi negro, con una delgada línea de esmalte rojo intenso incrustada en su superficie. Akari notó el diseño intrincado del cierre, que intuía era biométrico y altamente seguro.

—El brazalete —dijo Antonella, su voz llena de una gravedad ceremonial que resonaba en el silencio de la sala— es el símbolo de tu compromiso. De tu conexión con el Syndicate. No es solo una pieza de tecnología de comunicaciones y monitoreo; es una extensión de nuestra red, un enlace constante con nuestros sistemas y con cada miembro de esta organización. Es un recordatorio constante de tu propósito. De quién eres ahora.

Frederica extendió la caja hacia Akari. El brazalete reposaba en un forro de terciopelo negro. Akari sintió una punzada de aprensión, una mezcla de resignación y una extraña, innegable curiosidad. Su afinidad vibraba con una fuerza palpable, una resonancia profunda con el objeto. No era magia en el sentido tradicional, pero contenía una complejidad tecnológica que Akari no podía descifrar, y eso, a pesar de todo, la intrigaba.

Esto no es un regalo. Es un collar. Una marca. Su mente gritaba, pero su mano se movió por sí sola.

Con la mano ligeramente temblorosa, Akari tomó el brazalete. Estaba frío al tacto, pero una vez en su palma, sintió una sutil calidez, un suave zumbido que parecía resonar con su propia energía, una conexión directa con la vasta red de la Casa Roja. El metal se sentía extrañamente pesado, y la línea roja parecía pulsar con una luz interior, casi viva. Se lo puso en la muñeca izquierda. El cierre se ajustó con un suave clic, adaptándose a su piel como una segunda piel. Al instante, una ligera descarga de energía recorrió su brazo, y una interfaz de usuario mínima, invisible para los demás, apareció en su visión periférica, mostrando un logo estilizado. Era una "A" gótica, roja sobre negro. El emblema del Syndicate. Se sentía como si le hubieran inyectado una parte del sistema en las venas.

—Ahora estás vinculada —dijo Antonella, una sombra de satisfacción, casi de aprobación, en su rostro gélido—. Bienvenida, Akari. Tu entrenamiento comenzará en breve. Aprenderás a controlar tus habilidades. A usar las herramientas que ponemos a tu disposición, no solo la Glock, sino cada recurso que el Syndicate tiene para ofrecerte. A ser una parte vital de esta operación.

Antonella se puso de pie con una elegancia innata. La asamblea entera hizo lo mismo, como un solo cuerpo, con un movimiento sincronizado que reflejaba una disciplina absoluta.

—La sesión ha terminado —declaró Antonella, su voz volviendo a su tono habitual de eficiencia fría.

La sala comenzó a dispersarse de forma ordenada y silenciosa. Los miembros del Syndicate se movían con propósito, algunos lanzando una mirada a Akari al pasar, otros simplemente ignorándola, pero todos con un aire de eficiencia y lealtad inquebrantable. Margaret le dedicó una mirada de reconocimiento, no de aprobación, sino de una fría aceptación, casi de camaradería silenciosa. Frederica, al pasar, hizo un leve movimiento de cabeza, sus ojos aún analíticos, pero con un atisbo de interés que Akari no pudo descifrar. Valeria, siempre una sombra, se desvaneció sin hacer ruido.

Akari se quedó allí, sola en la plataforma, el brazalete rojo en su muñeca izquierda sintiéndose más pesado que cualquier objeto que hubiera llevado antes, más como un grillete que como una joya. Había entrado en un refugio de lujo, solo para descubrir que era una prisión de cristal. Tenía un propósito ahora, sí, pero era el propósito de Antonella. La Reina había hablado, y Akari había sido marcada, oficialmente, públicamente. El uniforme vendría después, sabía, una última capa en la pérdida de su identidad, la asunción de su nueva vida. Era parte del Syndicate ahora, para bien o para mal.