Una Mente Fría para Cifras Calientes

La Casa Roja, Estado de Florianna, Vailstone. Febrero, 2024.

El eco de los pasos de la asamblea dispersándose se desvaneció, dejando a Akari sola en la vasta, casi abrumadora, plataforma circular del Salón de la Asamblea. El brazalete rojo en su muñeca izquierda zumbaba suavemente, no como un insecto molesto, sino con una vibración constante, una presencia ineludible, una cadena digital que la vinculaba a la red omnisciente del Syndicate. Se sentía pesada, esa pequeña banda de metal y esmalte, más pesada que cualquier grillete que hubiera imaginado, un peso que iba más allá de lo físico. La Reina, Antonella Lombardi-Valentini, se había retirado con la misma gracia implacable con la que había llegado, dejando tras de sí un vacío de poder palpable que Akari sentía, pero que era llenado por el tenue pulso de la Casa Roja misma, el latido silencioso de su cerebro tecnológico. La bienvenida había sido oficial, pública, brutal en su franqueza y sin sentimentalismos. Akari Elizaveta Koshkina ya no era una fugitiva que jugaba a las sombras en Dreadhaven; era una propiedad, marcada, asignada, lista para ser... ¿moldeada?

Bueno, al menos no me vendieron por piezas en una subasta clandestina. Progreso, supongo. Ahora soy propiedad de una mafia de mujeres con complejo de diosas tecnológicas y presupuesto ilimitado. Siempre quise unirme a un club exclusivo. Este es... definitivamente exclusivo. Y probablemente mortal para mi salud mental a largo plazo. O a corto. Con esta gente, uno nunca sabe.

Un momento después de que el último miembro del Syndicate, una figura alta y delgada con gafas, se desvaneciera por las monumentales puertas dobles de acero, el mismo escolta silencioso que la había traído reapareció en la plataforma. Su rostro seguía siendo una máscara impasible de profesionalismo, sus movimientos, precisos y eficientes, desprovistos de cualquier emoción superflua. Akari no tuvo que preguntar. Sabía que su "entrenamiento" o su "procesamiento" continuaba. La línea entre ambos sospechaba, sería muy, muy borrosa.

—Akari Elizaveta Koshkina —dijo el hombre, su voz monótona, con la resonancia metálica de un robot bien programado—. Serás llevada a la Unidad de Análisis Estratégico. La jefa Montenegro te espera.

Montenegro. El nombre resonó en la mente de Akari. Frederica. La de los ojos analíticos en la mesa de la asamblea, la que parecía una científica de datos salida de una película cyberpunk de alto presupuesto, la que le había entregado el brazalete con una precisión casi ceremonial. La estratega. La mente maestra detrás de los flujos de información. La que probablemente veía su peculiaridad no como una habilidad, sino como un código fuente a depurar y optimizar.

La escolta por los pasillos de la Casa Roja se sintió diferente esta vez. No era solo un recorrido por la infraestructura de una organización; era un descenso gradual a las entrañas mismas del cerebro del Syndicate. Pasaron por delante de más laboratorios, inmersos en un silencio de alta concentración, donde figuras con batas inmaculadas manipulaban equipos que Akari solo había visto en imágenes o en sus sueños más salvajes de tecnología avanzada. Vio salas de servidores que zumbaban con el sonido hipnótico de millones de operaciones por segundo, el aire cargado de electricidad estática y calor residual. Akari sentía la red, inmensa, vasta, pulsante, tejiéndose a su alrededor, una telaraña de datos que cubría la ciudad, el estado de Florianna, quizás incluso más allá. Su afinidad vibraba con cada paso, no de forma dolorosa, sino con una intensidad creciente, una sobrecarga sensorial controlada que solo ella percibía, como si el mundo digital estuviera gritando en sus oídos.

La Unidad de Análisis Estratégico no era como los otros laboratorios o salas de servidores. Las paredes aquí no eran de hormigón o acero, sino paneles de vidrio esmerilado, semitransparente, detrás de los cuales se intuían figuras trabajando en medio de la luz parpadeante de pantallas holográficas. El aire aquí olía más a ozono concentrado y a calor de máquina. El sonido era un murmullo constante de clics de teclado, el suave deslizamiento de interfaces táctiles y el susurro controlado de voces que Akari no podía descifrar. Era la sala de máquinas del intelecto del Syndicate.

Su escolta la condujo a una sala al final de este corredor. Las puertas de vidrio esmerilado se deslizaron al acercarse, con un sonido casi imperceptible, revelando el espacio interior. Dentro, la sala era amplia, con techos altos, dominada por un muro curvo de pantallas gigantes que mostraban mapas topográficos complejos, gráficos de barras que se movían en tiempo real, líneas de código que parpadeaban a una velocidad vertiginosa y flujos de datos que se entrelazaban como corrientes oceánicas. Varias estaciones de trabajo de alta tecnología, cada una con múltiples pantallas y paneles táctiles, estaban dispuestas en semicírculo frente al muro de pantallas principales. Y en el centro de todo, sentada frente a una de las estaciones principales, con una concentración que parecía absorber la luz misma, estaba Frederica Montenegro.

Llevaba una versión más informal, pero inconfundiblemente elegante y funcional, del atuendo del Syndicate: pantalones oscuros de corte impecable y una camisa técnica de color blanco inmaculado, pero el brazalete rojo era visible en su muñeca izquierda, un punto de color vibrante contra la tela oscura. Su cabello plateado estaba recogido en un moño pulcro y eficiente. Su rostro era exactamente como Akari lo recordaba del Salón de la Asamblea: inteligente, concentrado, con una piel tersa y unos ojos, de un azul tan intenso que parecían absorber toda la luz, que se movían rápidamente entre las pantallas, analizando, procesando. No había calidez en su expresión, pero tampoco la fría brutalidad de Margaret. Solo una intensidad analítica, una curiosidad intelectual implacable. Era la mirada de alguien que veía el mundo como un vasto conjunto de datos a ser comprendidos y manipulados.

—Déjanos solos —ordenó Frederica a la escolta de Akari, su voz clara, concisa, con un ligero acento brasileño que Akari identificó al instante, sin apartar la vista de las pantallas.

El escolta asintió en silencio y se retiró, las puertas de vidrio deslizándose tras él con un suave siseo, sellando la habitación y dejando a Akari a solas con la mente maestra del Syndicate. Akari se quedó de pie en el umbral por un instante, sintiéndose expuesta una vez más, no a la violencia física, sino a un escrutinio intelectual que se sentía igual de invasivo. Frederica tecleó un par de comandos rápidos, y las pantallas principales cambiaron, mostraron gráficos detallados de actividad de red de Dreadhaven, líneas parpadeantes que representaban transacciones ilegales, comunicaciones cifradas, flujos de dinero negro. Akari sintió la resonancia familiar, la misma que había estado rastreando, ahora mostrada en un formato visual que su afinidad podía casi tocar.

—Acércate, Akari Elizaveta Koshkina —dijo Frederica, su tono no era una petición, sino una invitación revestida de autoridad silenciosa—. Hay una silla. Siéntate, por favor.

Señaló una silla de diseño ergonómico frente a su estación de trabajo principal. Akari obedeció, sus ojos escanearon el entorno, notando la perfección de cada cable oculto, la eficiencia de cada pantalla. El aire en esta sala no solo vibraba con la energía de millones de datos; vibraba con la mente que los controlaba. Era el cerebro del Syndicate, y Frederica era su principal neurona, la que procesaba la información, la que encontraba patrones en el caos.

Bueno, llegó el momento de conocer a la jefa Cerebrito... Ojalá sea más entretenida que una hoja de cálculo con millones de celdas. Viniendo de este circo, cualquier cosa puede pasar. Seguro me analiza como si fuera un molesto bug arruinando su software de ensueño.

Akari no pudo evitar un atisbo de su humor cínico, una burbuja de resistencia en el océano de la seriedad que la rodeaba.

Frederica giró su silla ergonómica para encarar a Akari por completo. Sus ojos, de un azul tan intenso que Akari sintió que la perforaban, la estudiaron con una curiosidad metódica, como si estuviera examinando un algoritmo particularmente complejo. —Antonella me ha informado sobre ti. Tu historial digital, que ya conocía en parte, por supuesto. Tu... peculiaridad. Y tu desempeño en el nodo 'Esquina Rota' y el subsiguiente incidente en Dreadhaven. Audaz. Y con un uso de recursos... inesperado. Aunque imprudente. Tu actividad en el nodo fue detectada por nuestros filtros de bajo nivel. La peculiaridad que activaste al forzar la cerradura, inusual. Y tu capacidad de evasión... admirable para alguien sin entrenamiento formal.

Akari se encogió de hombros, un gesto inconsciente, defensivo. —¿Qué puedo decir? La desesperación es la madre de la invención. Y yo estaba bastante desesperada. Y no tenía ganas de convertirme en comida para perros callejeros.

Una sonrisa mínima, un atisbo fugaz de diversión genuina, cruzó los labios de Frederica. Era una grieta en la fachada de control, la primera señal de que quizás no era solo una máquina analítica. —La desesperación te llevó a un punto neurálgico del Syndicate. Una coincidencia... estadísticamente improbable. Nuestros modelos de predicción, basados en el análisis de patrones de comportamiento humano y actividad criminal, la califican como un evento de baja probabilidad extrema. Casi... un acto de destino. O de interferencia externa.

¿Modelos de predicción? ¿Estadísticas de baja probabilidad extrema? ¿Acto de destino? Okay, esto no es solo otro nivel de hacker. Esta gente juega al ajedrez con el mundo. Y yo soy un peón que tropezó con el tablero. Akari sintió una mezcla de asombro y terror. La Casa Roja no era solo una base; era un centro de control global.

—Tu afinidad con los artefactos también es... de gran interés —continuó Frederica, su tono volviéndose más técnico, más enfocado—. La resonancia que detectamos en el incidente del nodo, ligada al contenedor con los símbolos. Es similar a la de los fragmentos del Proyecto Orfeo que Dmitri buscaba. Pero diferente. Más... personal. Nuestros sensores la registraron como una firma de energía anómala, interactuando con el campo energético del artefacto. Como si no solo detectaras la energía, sino que pudieras... canalizarla. O amplificarla.

Akari la miró con una sorpresa genuina que no pudo disimular. Sabían de Proyecto Orfeo. Sabían de la energía en los artefactos. Y parecían entenderla mejor de lo que ella misma entendía su propia peculiaridad.

—No sé cómo funciona —dijo Akari, la frustración genuina en su voz—. Siempre ha estado ahí. Desde que tengo memoria. Como un sexto sentido para la tecnología. Puedo sentir si un sistema está activo, si una red es segura, si un dispositivo está encendido incluso a distancia. Pero los artefactos... se sienten distintos. Más... antiguos. Más... vivos. Tienen un latido propio que mis manos pueden sentir.

Frederica asintió, su mirada fija en Akari, absorbiendo cada palabra, cada inflexión. —Nuestras investigaciones, basadas en siglos de datos históricos y en la recuperación de artefactos como los de Orfeo, sugieren que ciertas tecnologías antiguas, desarrolladas por civilizaciones que la historia oficial ha olvidado o catalogado como mitos, poseen propiedades energéticas únicas. Estos artefactos interactúan de forma inusual con ciertas... configuraciones neurológicas humanas. Tu cerebro, Akari, parece estar configurado para ello. Eres un receptor de alta fidelidad. Una interface biológica para tecnología arcaica.

Un receptor de alta fidelidad. Una interfaz biológica para tecnología arcaica. Genial. Lo apuntaré para mi currículum criminal. Bajo "Habilidades Especiales". En lugar de "magia", supongo. Akari no pudo evitar otra mueca, un intento desesperado por encontrar algo de humor en la deshumanización de su propia existencia. —¿Así que... soy un hardware exótico con un software defectuoso, cortesía de un trauma infantil? ¿Mi "software" necesita una actualización para que mi "hardware" funcione correctamente?

Frederica la miró, sus ojos brillando con una inteligencia que Akari respetó a pesar de la situación. Había una chispa de reconocimiento en su mirada. —Algo así. Tienes el potencial. Un potencial inmenso. Pero te falta el control, el entrenamiento y el contexto. El mundo no es solo ceros y unos, Akari. Es redes de poder. Relaciones ocultas. Intentos constantes de control por parte de aquellos que se creen dueños del tablero. Y nosotros, el Syndicate, estamos en el centro de la red. No como jugadores, sino como... reconfiguradores del sistema.

Frederica se giró hacia una de las pantallas principales, desplegando una serie de gráficos complejos que Akari intuyó representaban estructuras de poder global. Eran mapas de Vailstone, superpuestos con capas de información que marcaban territorios de bandas, zonas de influencia corporativa, rutas de tráfico ilegal y nodos de comunicación clandestina. Akari reconoció Dreadhaven, una mancha de color oscuro y ominoso en el mapa.

—Esta es la red visible de Vailstone —dijo Frederica—. La superficie. El Distrito de las Tormentas, el centro financiero y político, donde los hilos visibles se manipulan. Un nido de serpientes. Dreadhaven, el Barrio Gris. El vertedero humano, controlado por bandas menores y facciones corruptas que, sin saberlo, sirven a intereses mayores, a los de arriba. Pero bajo esta superficie, existe otra red. La nuestra. La red del Syndicate. Invisible, profunda, vasta, conectada a todo. A cada sistema, a cada comunicación, a cada flujo de poder.

La pantalla cambió, mostrando una red mucho más intrincada, luminosa, pulsante. Conectaba puntos clave por toda la ciudad, pero también se extendía más allá, a otros estados, a otros países, una telaraña global de influencia.

—Nuestras operaciones no son aleatorias, Akari —explicó Frederica, su voz adquiriendo un tono de convicción inquebrantable, casi mesiánica—. Cada hack que realizamos, cada robo de información, cada misión de fuerza... es parte de una estrategia mayor. Estamos atacando los pilares de la corrupción que sostienen este sistema global. Exponiendo a los que se sientan en sus torres de cristal, controlan los medios y manipulan las vidas de millones. No buscamos poder por poder. Buscamos el equilibrio. Buscamos la verdad detrás de la ilusión que venden.

Torres de cristal. Como las del Distrito de las Tormentas. Las que brillan bajo el sol de Florianna mientras Dreadhaven se pudre en la sombra. La ironía no pasa desapercibida. Y ustedes son los hackers divinos que van a liberar al mundo. Claro. Como si fuera tan fácil como borrar un historial de navegación. El cinismo de Akari se volvió más afilado, más defensivo.

Frederica volvió a mirarla, sus ojos clavados en los de Akari. —Necesitamos tus habilidades, Akari. Tu capacidad para ver la red de una forma única, para interactuar con ella a un nivel fundamental. Pero necesitas entender el juego. No es solo sobre romper códigos. Es sobre romper sistemas. Sistemas de control. Sistemas de creencia.

—¿Y mi trauma? —preguntó Akari, el humor desapareciendo por un instante, la crudeza y la vulnerabilidad regresando con fuerza. —¿Mi "inconveniente con las armas"? ¿Cómo encaja eso en el juego? ¿Me van a mandar al campo de batalla y esperar que mi miedo sea inspirador?

La expresión de Frederica no cambió, pero había una seriedad absoluta en sus ojos, una falta total de sentimentalidad. —Es una vulnerabilidad que será abordada. El miedo es un lujo que no podemos permitirnos en nuestro trabajo. Te someterás a entrenamiento. Físico y psicológico. Intensivo. Superarás ese bloqueo. Aprenderás a usar las herramientas que se te proporcionarán con absoluta eficiencia. Incluida la Glock que Margaret te lanzó en Dreadhaven.

Ahí estaba. El metal frío, la repulsión visceral. Era parte del plan. No para protegerme, sino para convertirme en una herramienta de su arsenal.

—Margaret supervisará tu entrenamiento físico —continuó Frederica, delineando el plan con una precisión que asustaba—. Es nuestra experta en combate cuerpo a cuerpo y uso de armas. Sus métodos son... directos. Brutales si es necesario. Valeria se encargará de tu formación en infiltración, sigilo y desinformación. Es nuestra sombra, nuestra maestra del engaño. Yo supervisaré tu entrenamiento digital y el desarrollo de tu afinidad, la conexión con los artefactos. Antonella... Antonella Lombardi-Valentini supervisa todo. Es la Reina.

Akari escuchó los nombres, los destinos que le asignaban. Los rostros de la asamblea volvieron a su mente. Margaret, la roca impasible, la fuerza bruta. Valeria, la sombra enigmática, la maestra del sigilo. Frederica, el cerebro, la estratega, la que veía el mundo en números y patrones. Y Antonella, la Reina, el centro de todo, la que movía los hilos, la que decidía el destino de las "células" como ella. Estaba siendo parcelada. Su vida, dividida entre las líderes del Syndicate para ser moldeada a su imagen.

—Tu peculiaridad es especialmente relevante para entender ciertos artefactos que hemos recuperado —continuó Frederica, y la pantalla detrás de ella mostró imágenes detalladas de algunos de los objetos que Akari había visto en las vitrinas. Símbolos antiguos, metales desconocidos, una tecnología que desafiaba toda lógica. Su afinidad vibró, una resonancia profunda que Akari sentía en sus huesos—. Creemos que contienen información o propiedades energéticas que son vitales para descifrar la naturaleza de la "sumisión internacional" y encontrar puntos débiles en la red que controlan. Tu afinidad podría ser la llave para desbloquear su verdadero poder.

La llave. Claro. No la hacker maestra. No la superviviente audaz. La llave mágica para sus juguetes antiguos. Genial. Mi nuevo título: Akari Koshkina, la Llave Andante. El cinismo regresó con fuerza, un escudo contra la avalancha de información y la sensación de ser un objeto más en su colección.

—Así que soy su nueva descifradora de artefactos antiguos, su conejillo de indias para superar traumas y su hacker personal —dijo Akari, una sonrisa forzada, casi maníaca, en sus labios—. Suena... emocionante. ¿Tienen uniformes de conejillo de indias a juego con el brazalete? Espero que sean cómodos. Y que no piquen.

Frederica la miró, una chispa de algo, quizás respeto o al menos curiosidad persistente, en sus ojos azules. No respondió directamente a la broma, pero la registró. —Tienes carácter, Akari. Eso es bueno. Lo necesitarás. No será fácil. El entrenamiento será exigente. Las misiones, peligrosas. Pero si tienes éxito, tendrás un lugar. Un propósito. Y la oportunidad de golpear a los que crearon este mundo de mierda. De usar tus habilidades para algo más que sobrevivir en un callejón.

Antonella había ofrecido protección y propósito. Frederica ofrecía un lugar en la máquina, un rol en la guerra invisible. Y la promesa de golpear a los que Akari misma despreciaba visceralmente. La idea era seductora, a pesar de todo. La posibilidad de usar su peculiaridad, sus habilidades, no solo para escapar, sino para luchar contra el sistema que creaba Dreadhaven... era tentadora.

Frederica se reclinó ligeramente en su silla. —Tu formación comienza mañana. Margaret te recogerá a primera hora. Mientras tanto, tendrás acceso a las áreas comunes designadas. Y... aquí. —Señaló una estación de trabajo vacía, una réplica de la suya, a un lado de la sala—. Podrás usarla. Para mantener tus habilidades... afiladas. Y para familiarizarte con nuestra red interna. Bajo supervisión, claro. Tu brazalete registrará toda tu actividad.

Se levantó, indicando que la conversación había terminado. Akari también se levantó, sintiendo el peso del brazalete en su muñeca, un recordatorio constante de su nueva propiedad. Se dirigió a la estación de trabajo asignada. Las pantallas cobraron vida al acercarse, el software del Syndicate llenando la interfaz. Código. Datos. Patrones. El idioma que Akari entendía mejor que cualquier otro. Frederica la observaba desde su estación central, una figura en la sombra luminosa de las pantallas, la mente fría para las cifras calientes. Y Akari, la nueva recluta, la llave potencial, estaba a punto de sumergirse en el corazón digital del Syndicate, en la red que ahora controlaba su vida. Era una prisión, sí. Pero era una prisión con acceso a Internet de alta velocidad. Y Akari no pudo evitar pensar, con una última punzada de humor oscuro, que eso no estaba tan mal. Por ahora.