Capítulo 1: La Herencia Maldita

Yuki nunca había puesto un pie fuera de la ciudad, y mucho menos imaginado vivir en el campo. Pero allí estaba: frente a una antigua casona de estilo victoriano, escondida entre los árboles de un bosque perpetuamente nublado. El aire olía a tierra mojada y humedad encerrada. Los tablones del porche crujían bajo sus botas, y la madera carcomida de la puerta principal parecía suplicar que no la tocara.

El abogado que lo contactó hablaba con una voz ronca y escéptica.

—Tu tío abuelo, Katsuro Moriyama, te dejó esta propiedad. No tiene valor de mercado… pero es tuya.

Yuki, huérfano desde los doce, ni siquiera sabía que tenía un tío abuelo. Sin embargo, entre cuentas atrasadas, desempleo y la sensación de que su vida era una habitación sin ventanas, decidió aceptar la herencia sin muchas preguntas. Una escapada, pensó. Un nuevo comienzo.

La llave oxidada giró con un sonido áspero, casi dolido. La puerta se abrió sola apenas hizo presión, revelando un interior congelado en el tiempo. Muebles cubiertos con sábanas amarillentas, cuadros antiguos torcidos en las paredes, y una escalera que se curvaba hacia el piso superior como una espina dorsal rota.

Entró.

El polvo se levantó en nubes suaves a cada paso. Encendió la linterna del celular, y su haz reveló detalles insólitos: marcos tallados a mano, vitrales con figuras humanas que parecían moverse si los mirabas de reojo, y un piano cubierto que, según el abogado, nadie había tocado en más de cincuenta años.

Yuki dejó su mochila en la sala principal, se quitó el abrigo, y empezó a inspeccionar la casa con cautela. Había algo en el silencio que no era normal. No era la falta de ruido, sino la presencia del silencio mismo: denso, palpitante, como si la casa lo escuchara.

—Solo por una semana —murmuró para sí mismo, queriendo romper la tensión con su propia voz.

La cocina tenía velas derretidas hasta la base, platos rotos aún en la alacena, y lo que parecía una carta a medio escribir clavada con una daga oxidada en la mesa.

"Que Dios nos perdone."

Eso decía. Sin firma, sin fecha. Yuki se rió nervioso y subió las escaleras, intentando convencerse de que todo era paranoia.

El segundo piso era un laberinto de habitaciones cerradas. Solo una puerta estaba entreabierta, y desde allí salía un aroma indefinible: mezcla de madera mojada, incienso y algo metálico.

La habitación era una biblioteca.

Miles de libros cubrían las paredes del suelo al techo. Algunos estaban en japonés antiguo, otros en idiomas que no reconocía. En el centro, una butaca giratoria, cubierta por una manta negra. Y sobre la mesa, un retrato. Yuki se acercó. El marco estaba tallado con aves en picado, cuervos. La imagen mostraba a un hombre joven, de rostro delgado, ojos afilados y expresión severa. Cabello negro como tinta y mirada… inquietante.

El nombre tallado en la base era: **Rei**.

Al observar la pintura, Yuki sintió algo que jamás había experimentado. Su pecho se tensó, como si un lazo invisible se apretara en su interior. Se obligó a mirar hacia otro lado, pero la sensación no se fue.

De regreso en la planta baja, cayó la noche. Encendió una linterna de gas que encontró en el armario, y preparó su cena: pan duro, atún enlatado, y té tibio.

Al acostarse en una de las habitaciones menos polvorientas, no tardó en quedarse dormido.

Y fue entonces cuando lo oyó.

Un murmullo suave, casi como un canto apagado, proveniente del pasillo.

Abrió los ojos.

La casa estaba completamente oscura. El farol de gas se había apagado, aunque él juraría haberlo cerrado bien.

El murmullo se repitió.

Yuki se levantó despacio, con la piel erizada. Caminó hacia la puerta. No había viento, ni ventanas abiertas. Solo un eco. Una voz. O quizás una respiración.

Cuando se asomó al pasillo, no vio a nadie. Pero una sombra fugaz cruzó de una habitación a otra, demasiado alta para ser humana, demasiado silenciosa para ser real.

Corrió a encender las luces. Ninguna funcionaba.

—Debe ser el sistema viejo —dijo en voz alta, aunque no sonaba convencido.

Pasó el resto de la noche despierto, sentado en la cama, con una vela en la mano y la espalda contra la pared. Afuera, el viento ululaba como un animal herido. Adentro, solo su respiración y el eco de sus propios pensamientos.

Pero antes de que amaneciera, volvió a escuchar el murmullo.

Esta vez, más cerca.

Y entre los susurros, solo una palabra clara.

“Quédate.”