Capítulo 2: La Presencia en los Pasillos

Amaneció con una niebla densa empapando los ventanales. Las gotas resbalaban como dedos traslúcidos por los cristales sucios, y el cielo parecía no haber dormido del todo. Yuki seguía en la misma posición, sentado en la cama, con los ojos abiertos y el cuerpo entumecido. Había jurado escuchar la palabra "quédate", como un susurro de alguien que ya no tenía lengua… pero no tenía pruebas. Solo miedo.

Intentó convencerse de que había sido un sueño. Uno muy vívido, muy real… pero un sueño al fin. El tipo de ilusión que genera una mente estresada encerrada en una casa silenciosa y vieja. No pasaba nada. Solo una casa… y sus fantasmas.

Se levantó. El piso crujió. El silencio de la casa era tan absoluto que incluso sus pasos parecían irrespetuosos. Se duchó con agua fría —no había gas ni calentador—, y al salir del baño, encontró algo fuera de lugar.

Las puertas del armario de su habitación estaban abiertas.

Él no las había tocado.

Se acercó. Dentro, entre ropa vieja y polillas muertas, encontró un pequeño cuaderno de cuero atado con hilo rojo. Lo tomó con cuidado, y al abrirlo, su cuerpo se estremeció.

No era un diario. Eran fragmentos: nombres, fechas, oraciones. Algunos escritos con tinta, otros con lo que parecía… sangre seca.

Una página destacaba:

"La casa exige. La casa conserva. La casa no perdona el olvido. El huésped debe quedarse hasta ser parte."

Tragó saliva y cerró el cuaderno de golpe. Dejó el cuarto con la respiración acelerada y bajó por las escaleras a la sala principal.

Y allí lo vio.

Una figura de pie, al final del pasillo que conectaba con la cocina. Estaba inmóvil, como si lo esperara. Alta, esbelta, con cabello largo y oscuro cayendo por los hombros. No se movía, no respiraba.

Yuki parpadeó.

La figura ya no estaba.

—No… no, no… —susurró.

Corrió hasta la cocina. Vacía. Miró cada rincón, abrió armarios, incluso la nevera apagada. Nada. Solo ese perfume familiar flotando en el aire, el mismo que sintió en la biblioteca el día anterior: incienso, madera húmeda, y metal.

Había una taza sobre la mesa. Una taza que no estaba allí la noche anterior. Con té humeante.

El corazón de Yuki dio un vuelco. No entendía por qué no huía. Por qué no tomaba sus cosas y corría al pueblo más cercano. Pero algo, muy adentro, le decía que si cruzaba la puerta, la casa no lo dejaría ir. Sentía… que ya no era dueño de sus pasos.

Decidió salir.

Corrió al vestíbulo, abrió la puerta… y se encontró con un muro de niebla. Literalmente. Una cortina densa y blanca cubría la salida, tan espesa que no podía ver ni su propia mano extendida. Dio un paso adelante.

Sintió el suelo ceder.

Retrocedió de inmediato, justo antes de que su pie cayera en el vacío. El porche ya no estaba. Ni los árboles. Ni el camino. Solo niebla y un precipicio de oscuridad más allá del umbral.

Volvió a cerrar la puerta, jadeando.

—Estoy atrapado…

Y la casa crujió, como si confirmara su pensamiento.

Pasó el día en estado de alerta. Exploró habitaciones cerradas, encontró retratos de hombres que no conocía, todos parecidos. Mismos rasgos: delgados, pálidos, cabello negro, ojos tristes. Todos hombres jóvenes. Todos con la misma firma detrás de los marcos: **Rei**.

En uno de los cuartos del ala este, halló una habitación intacta. Cama tendida, cortinas limpias, incluso ropa colgada en el armario. Era como si alguien aún viviera allí.

Sobre la cómoda, una pluma fuente reposaba junto a una hoja arrugada. Yuki la desenrolló:

"Aún estás aquí. Ya me viste. Pronto vendrás a mí."

No tenía firma.

Esa noche, encendió la linterna de gas y se encerró en la biblioteca, buscando respuestas. Cada rincón le devolvía el mismo nombre: Rei. En los márgenes de libros, tallado en la madera, bordado en un pañuelo que encontró entre las páginas de un viejo tomo de alquimia.

Se sentó en la butaca giratoria.

—¿Quién eres…? —susurró al aire.

Silencio.

Y luego, un susurro, como si las paredes respiraran.

"Estoy donde me dejaste."

La llama de la linterna tembló.

Yuki se puso de pie. Un escalofrío le recorrió la espalda. Giró sobre sus talones… y por el rabillo del ojo, en el reflejo del espejo de la biblioteca, lo vio.

Una figura alta, vestida de negro, de pie detrás de él. Pero al volverse, no había nadie.

Se giró de nuevo hacia el espejo.

Rei seguía allí. Inmóvil. Observándolo.

La imagen no se desvanecía.

Yuki, con la voz quebrada, preguntó:

—¿Qué quieres de mí?

El reflejo de Rei abrió los labios.

"Que no me dejes otra vez.”