El espejo seguía mostrándolo.
Rei.
Un hombre que no debía existir más allá de los retratos polvorientos o de los márgenes de un cuaderno olvidado. Pero ahí estaba, inmóvil, vestido de negro, con los ojos más profundos que Yuki había visto jamás. Su reflejo no parpadeaba. No respiraba. Pero sí hablaba.
“Que no me dejes otra vez.”
La voz no venía del espejo. Estaba en la sala. En el aire. En los huesos.
Yuki retrocedió un paso. Luego otro. La linterna de gas parpadeó, iluminando con saltos las paredes repletas de libros. Se dio vuelta. Nadie. Ni un alma. Pero el aire olía distinto: a antiguo, a inciensos extinguidos, a algo que se quedó demasiado tiempo esperando ser recordado.
—¿Quién… eres? —dijo Yuki, casi sin voz.
No hubo respuesta inmediata. Solo un leve temblor en los vitrales, como si alguien caminara por fuera de la casa. Pero no había "fuera". Ya no. Solo esa niebla viva, ese vacío.
El espejo ahora estaba vacío.
Yuki se acercó con cautela, esperando volver a ver esa figura. Pero solo se encontró consigo mismo: pálido, despeinado, con ojeras profundas que no recordaba tener. Se tocó el rostro, como si necesitara comprobar que aún era real.
Volvió a su habitación. Quería encerrarse. Respirar. Pensar.
Pero al abrir la puerta, no encontró su cuarto.
Era otra sala.
Una con cortinas azules, una cama doble y una cómoda de madera negra tallada con símbolos extraños. La habitación olía a humedad reciente y rosas secas. Todo estaba limpio. Demasiado limpio. Como si alguien acabara de salir de allí. Un libro descansaba sobre la cama: “El cuerpo y el alma: vínculos eternos”. Estaba abierto en una página marcada con una pluma de cuervo.
"Cuando el alma no acepta la muerte, busca un cuerpo que aún recuerde."
Yuki cerró el libro de golpe. Salió. Regresó al pasillo. Miró a ambos lados. Volvió a intentar con la puerta al lado. Otra vez: no era su cuarto. Cada vez que abría una, se encontraba con algo distinto: una sala de estar con sillas cubiertas de mantas grises, una cocina vacía y helada, un cuarto de juegos infantil donde las muñecas lo miraban desde los estantes como si supieran su nombre.
La casa había cambiado. O peor: **la casa lo estaba guiando**.
Finalmente encontró una escalera angosta que descendía al sótano. No recordaba haberla visto antes. Algo en él le rogaba que no bajara. Pero sus pies no le obedecían. Como si una cuerda invisible lo arrastrara hacia abajo.
Paso a paso, la oscuridad se lo tragaba.
Al llegar al final, se encontró en una galería subterránea de piedra. Velas encendidas flotaban en el aire sin base visible. Yuki caminó lentamente, cada paso resonando con un eco profundo.
Al fondo, una figura de espaldas lo esperaba. Su silueta era familiar. Alta, delgada, con el cabello largo cayendo por su espalda.
—Rei… —murmuró Yuki.
La figura no se movió. Pero una voz —la misma que escuchó en el espejo— llenó el lugar sin necesidad de labios.
—Sabía que vendrías.
—¿Qué eres?
—La pregunta correcta es: ¿qué me hiciste?
Yuki frunció el ceño.
—No te conozco.
—No aún. Pero me recordarás. Todos lo hacen. Tarde o temprano.
Y entonces la figura se giró.
Rei era… hermoso, en una forma espectral. Su piel tenía un leve resplandor azul, como una perla bajo el agua. Sus ojos, de un negro tan profundo que parecían tragar luz. Su boca, ligeramente entreabierta, dejaba escapar una niebla suave cada vez que hablaba.
Yuki no pudo moverse.
Era como estar ante una pintura viva, un ser que no pertenecía ni a este mundo ni al otro. Algo dentro de él se rompió y se recompuso al mismo tiempo.
—¿Qué quieres de mí?
Rei dio un paso hacia él. Yuki, como hipnotizado, no retrocedió.
—No estás aquí por casualidad. La casa te eligió. Como eligió a los otros.
—¿Otros?
Rei bajó la mirada. Por un instante, pareció… triste.
—Todos los que vinieron antes que tú. Pero ninguno pudo quedarse. Ninguno… fue suficiente.
—¿Para qué?
Rei se acercó más. Ahora estaba a un metro. Yuki podía ver detalles imposibles: una cicatriz leve en su cuello, como de un cuchillo antiguo, y un anillo de plata gastada en su mano izquierda.
—Para que yo recuerde quién soy.
Silencio.
Yuki sintió que si hablaba, rompería algo. Una tensión invisible. Una línea que aún no debía cruzar.
Rei levantó una mano. No lo tocó. Solo la dejó flotando cerca del rostro de Yuki.
—Tú… me viste. Eso significa que aún tienes algo dentro que no ha sido tomado. Algo que la casa quiere.
—¿Mi alma?
Rei sonrió, por primera vez.
—No. Tu voluntad. Lo único que no puedo arrebatarte
Yuki dio un paso atrás.
—¿Quieres arrebatarme?
—No lo deseo. Pero… la casa lo necesita. Y yo… soy parte de ella.
Un viento helado barrió el sótano, apagando las velas. Yuki cayó de rodillas, temblando. La oscuridad lo rodeó por completo.
Y en esa negrura, sintió manos que no eran suyas. Una presencia que se aferraba a su espalda, al cuello, al pecho.
Y entonces escuchó la voz de Rei por última vez esa noche, justo antes de desmayarse.
—No luches. No aún. Necesito que veas todo antes de odiarme.
Yuki se despertó en su cama. Su verdadera cama.
La puerta estaba cerrada. La linterna apagada. El libro sobre su pecho.
Como si nada hubiera ocurrido.
Pero en el espejo, junto a su reflejo, estaba Rei. Sonriendo.