Capítulo 10: La Casa Vive en Ellos

La casa ya no gemía.

No necesitaba hacerlo.

Respiraba tranquila, como si cada piedra, cada rincón, cada sombra hubiera soltado un suspiro de alivio. Sus nuevos dueños, no solo sobrevivientes, no solo víctimas, sino herederos, estaban en su sitio. Y con ellos, algo dentro de la propia estructura había cambiado.

Yuki se despertó en una cama distinta. Más grande. Orgánica. Viva.

La habitación estaba decorada con raíces entrelazadas como escultura. No había ventanas, pero la luz se filtraba desde las paredes, cálida, acogedora. Y Rei… Rei lo observaba desde una esquina, con una sonrisa más serena que nunca.

—¿Te sientes diferente? —preguntó.

Yuki asintió.

—No tengo miedo. Ni dudas. Como si la casa… me hablara sin palabras.

—Es porque ahora eres la casa. —Rei se acercó y le tomó la mano—. Somos parte de ella, y ella de nosotros.

Caminaban por los pasillos como si fueran extensiones de su cuerpo. Donde antes había ecos oscuros, ahora había memorias. Donde había frío, sentían calor. La casa ya no los retenía. Los sostenía.

Pero el amor no era fácil.

En las noches, Yuki soñaba con los otros.

Los que no habían escapado.

Los que la casa devoró.

Los que se rindieron demasiado pronto.

Y cada vez que despertaba, la misma pregunta lo rondaba: ¿Ahora soy como ella? ¿O puedo cambiar su historia?

Un día, mientras Rei recorría una galería que no conocían, encontró retratos antiguos. Pinturas deformadas. Cuerpos retorcidos. Ojos sin alma. Era una galería de los anteriores “reyes”. Los que gobernaron la casa antes de volverse monstruos.

Yuki llegó y se detuvo frente a uno en particular.

Un joven de cabellos negros. Su rostro, hermoso, apenas distorsionado.

—Ese fue el primero —murmuró Rei—. El que la construyó.

—¿Crees que terminó como los otros?

—No. Él fue devorado por su amante. El primer sacrificio. Fue así como todo comenzó.

La casa, al escucharlos, vibró suavemente. Como si recordara.

Yuki cerró los ojos.

—No quiero repetir su destino. No quiero que el amor nos destruya. Quiero que nos salve.

Rei lo miró fijamente.

—Entonces tendremos que alimentar a la casa con algo más que miedo.

Día tras día, exploraban nuevas alas de la mansión.

Donde antes había cámaras de tortura, levantaron jardines interiores.

Donde antes había salas de aislamiento, abrieron ventanas al bosque eterno que rodeaba la estructura.

Y donde hubo gritos, colocaron instrumentos musicales. Cantos. Risas. Caricias.

La casa aprendía.

Observaba.

Copiaba su vínculo.

Se adaptaba.

Hasta que una noche, un suceso inesperado rompió la calma.

Yuki se despertó de golpe.

No por un susurro.

No por un recuerdo.

Sino por un llanto.

Un llanto de niño.

Rei también lo escuchó. Ambos se levantaron y siguieron el sonido hasta el ala este, una zona que aún no habían tocado.

Allí, en una cuna que no había estado antes, dormía un bebé.

No humano.

No del todo.

Sus ojos eran completamente negros, pero su llanto era real.

Yuki lo cargó con un cuidado instintivo.

—¿La casa… ha creado esto? —preguntó Rei, perplejo.

Yuki lo meció con suavidad.

—No. Nosotros lo hicimos.

El niño creció rápido.

En cuestión de días, caminaba.

En semanas, hablaba.

Pero no como los humanos. Hablaba con la casa. Con las paredes. Con las raíces. Con el viento.

Y a ellos, los llamaba "padres."

—No tiene nombre —dijo Yuki una noche—. No uno que le pertenezca.

—¿Qué tal… Aion?

Yuki sonrió.

—Aion. Como el tiempo eterno.

Aion era la prueba.

La casa ya no era solo una prisión viviente.

Ahora era un hogar.

Y sus nuevos reyes no gobernaban con miedo, ni castigo, ni rituales.

Sino con compasión.

Pero incluso en la paz, Yuki sabía que algo se aproximaba. Que no todos aceptarían la transformación. Que la casa tenía otras raíces… más profundas.

Y algún día, esas raíces despertarían.

Ese día aún no había llegado.

Por ahora, la casa vivía en ellos.

Y ellos, la cuidaban.

No por condena.

Sino por elección.