En el interior del Bosque Sombrío, un joven de cabello alborotado luchaba contra un grupo de esqueletos. El ambiente era lúgubre, el viento susurraba algo al pasar y en algunos lugares se alzaban montañas de huesos. La sensación de ser observado no desaparecía ni por un instante. Las sombras danzaban entre los árboles negros y retorcidos, proyectando figuras grotescas que parecían seguir cada movimiento de Arthur.
El joven avanzaba con cautela cuando un grupo de esqueletos emergió de una montaña. Desenvainó a Filo del Ocaso, tomó su espada con fuerza y se preparó para la batalla.
Sabía que estas criaturas eran débiles ante ataques contundentes y que la magia tenía poco o ningún efecto sobre ellas. A diferencia de las bestias, no se podía medir la fuerza de un no muerto a simple vista, ya que no poseían coronas. Solo enfrentándolos en combate se podía averiguar su verdadero nivel.
Los esqueletos avanzaron con movimientos torpes, sus mandíbulas chasqueando como si intentaran gritar sin voz. Arthur lanzó varios cortes certeros, rompiendo cráneos y costillas con precisión. El aire se llenó de polvo de hueso y un hedor seco, como de tierra antigua.
Debo seguir... aún queda camino.
Según su mapa, el sendero que seguía le permitiría cruzar el bosque con relativa seguridad. Evitaría el centro, donde se encontraba una antigua cripta. Se decía que muchos aventureros habían desaparecido al intentar investigarla.
Cuando estaba por llegar al desvío, un sonido como el retumbar de cientos de huesos rompiéndose se elevó entre los árboles. De una montaña de restos emergió una gigantesca figura, un gólem de más de tres metros, empuñando una gran espada de piedra. Su cuerpo era una amalgama de huesos humanos y de bestias, y un denso miasma negro emanaba de cada grieta, envolviéndolo como un sudario de muerte.
Arthur sintió un frío que lo heló por completo. No era producto del clima, sino del puro terror.
La criatura giró su calavera hacia él, sus ojos huecos se encendieron con un brillo maligno, y el miasma que lo rodeaba comenzó a extenderse, agrietando el suelo a su paso.
Sin previo aviso, el gólem levantó su espada y lanzó un corte descendente. Arthur rodó por el suelo, sintiendo las rocas afiladas desgarrar su ropa y piel. El impacto del golpe dejó un cráter profundo donde había estado segundos antes, enviando fragmentos de hueso en todas direcciones.
El gólem soltó un rugido gutural, un sonido que parecía provenir de las mismas almas atrapadas en su cuerpo, y se abalanzó sobre él.
Arthur rodó de nuevo, pero esta vez el monstruo lo alcanzó con un golpe de costado, enviándolo por los aires como una muñeca de trapo.
El dolor lo atravesó como una lanza al aterrizar varios metros más lejos. Sintió cómo sus costillas crujían y algo caliente subía por su garganta. Vomitó sangre y alzó la vista. La bestia avanzaba con pasos lentos pero firmes, sus ojos huecos fijos en él.
No puedo quedarme aquí… ese golpe me rompió varias costillas… y si sigue…
El miasma que rodeaba al gólem comenzaba a corroer su piel. Oscuros hilos de energía se enroscaban en sus brazos, devorando la carne con cada segundo que pasaba.
Debo correr. No puedo matarlo. Ese golpe no me mató de milagro, pero no resistiré otro.
Con cada paso que daba, sentía cómo sus músculos ardían, cada fibra protestando con un dolor profundo y persistente, pero no tenía opción. Giró sobre sus talones y corrió hacia el otro sendero, el que llevaba directo a la cripta.
El gólem lo persiguió; su espada de piedra cortando el aire provocaba una ligera brisa. Arthur podía escuchar el crujir de huesos tras él, el sonido de las almas atrapadas gimiendo por liberación.
Cuando creyó haberse librado, un peso aplastante cayó desde el cielo como un martillo.
¡Mierda!
Corrió, pero el impacto de la gran espada lo envió volando de nuevo. Sintió como su espalda se rompía al chocar contra un árbol muerto. Gritó de dolor, y el miasma comenzó a devorar su piel con furia renovada.
Tras una larga persecución, logró perder de vista al gólem, aunque su estado era miserable. Costillas rotas, hemorragia interna, un brazo fracturado y la piel en carne viva; cada movimiento era una tortura.
Se dejó caer junto a un árbol seco y roció sobre su cuerpo una poción de purificación. La masa negrusca se disipó tras varios minutos, dejando su piel roja e irritada. Se vendó con manos temblorosas, usó más pociones de curación y se levantó con dificultad.
Ya no me queda casi nada… maldita sea.
Después de media hora, sus heridas habían sanado lo suficiente para mantenerse en pie, aunque había gastado casi todas sus pociones. Avanzó por el sendero hasta que finalmente se detuvo frente a una tumba vieja y destruida. Detrás de ella se alzaba la entrada subterránea de la cripta, una grieta oscura que parecía absorber la luz misma. Un denso humo negro se filtraba entre las piedras rotas, y siniestros gritos resonaban desde las profundidades, como si las almas atrapadas allí suplicaran por liberación.
Arthur miró hacia atrás. Las sombras del bosque parecían acercarse lentamente, como si el mismo bosque lo empujara hacia esa entrada.
Con ese gólem bloqueando el camino… no tengo opción.
Se adentró en la cripta. El aire se volvió aún más frío, denso y pesado, como si la misma oscuridad se aferrara a sus pulmones. Cada paso resonaba en las paredes de piedra, amplificado por el silencio sepulcral que lo envolvía. Las piedras que iluminaban el pasillo parpadeaban débilmente, proyectando sombras que se estiraban como manos esqueléticas a su paso.
En lo profundo de la cripta, Arthur escuchó un murmullo. Alguien pronunciaba palabras en un tono bajo y cadencioso, mientras el suave sonido de páginas siendo pasadas rompía el silencio sepulcral. Apretó los dientes, aferrando con fuerza a Filo del Ocaso, cuyos bordes oscurecidos parecían responder a su determinación. Avanzó con pasos calculados, cada uno retumbando como tambores de guerra en el abismo de muerte que lo rodeaba.
Al cruzar el umbral de la sala principal, la visión que lo recibió le heló la sangre.
Una figura esquelética, envuelta en una capa negra desgarrada, caminaba de un lado a otro entre estantes polvorientos. Sus huesos pálidos crujían levemente con cada movimiento, y sus ojos, dos pálidas luces azules, brillaban con una inteligencia antinatural. El aire mismo parecía estremecerse a su paso, como si la misma muerte hubiera tomado forma física.
Arthur tragó saliva, sus manos sudorosas resbalando ligeramente en la empuñadura de su espada.
Solo le falta la guadaña... pensó, con el corazón martilleando en su pecho.
De repente, la criatura alzó la vista, su mirada fría atravesando las sombras y clavándose en Arthur.
—Otra alma perdida —murmuró con voz rasposa, llena de un desprecio antiguo y cansado—. Últimamente recibo muchas.
Sin previo aviso, levantó una mano descarnada, y la sala entera pareció estremecerse. El suelo de piedra retumbó cuando diez esqueletos y cinco zombis emergieron de las grietas, sus huesos golpeando entre sí con un sonido seco y macabro.
Arthur retrocedió un paso, el aire escapando de sus pulmones en un jadeo incrédulo.
No... imposible...
Siempre se había rumoreado que en las profundidades de la cripta habitaba un Lich, pero se consideraba una leyenda, un cuento para asustar a los novatos. Decían que si uno realmente existiera, ya habría arrasado ciudades enteras con su poder.
Y ahora uno estaba parado frente a él.
Arthur giró para huir, pero un muro de huesos se alzó detrás de él, sellando la salida con un crujido seco, como un grito ahogado en la oscuridad.
Con el pánico golpeando su mente, se obligó a concentrarse. Cerró los ojos un segundo, inhalando profundamente. Su núcleo de maná respondió con una oleada de energía que recorrió sus venas. Filo del Ocaso se cubrió con una densa aura negra, vibrando con una siniestra intención.
El Lich inclinó ligeramente su cabeza, intrigado por el repentino cambio en su presa.
—¡Corte Profano! —rugió Arthur, lanzando un tajo horizontal de energía oscura que partió el aire mismo. La ráfaga se estrelló contra los no muertos, pulverizándolos en una nube de polvo y huesos astillados.
El Lich soltó una seca y escalofriante carcajada, aplaudiendo lentamente con sus huesos, como si disfrutara de un espectáculo.
—Excelente… ese ataque tuyo rebosaba malicia —dijo, con un tono que casi sonaba admirativo—. Jajaja… creo que eso amerita unas palabras.
Arthur frunció el ceño, su respiración aún agitada.
¿Está... loco?
El Lich carraspeó, alzó sus brazos y comenzó a declamar con voz teatral:
—La espada del joven, negra como la tinta… y siniestra como el Lich en la cripta.
Arthur lo miró incrédulo, como si acabara de presenciar el acto más absurdo en medio de una pesadilla.
¿Acaba de lanzarme una horda de zombis… y ahora se pone poético?
El dolor en su brazo izquierdo, donde un hueso sobresalía bajo la piel ensangrentada, le recordaba la gravedad de su situación. Sabía que no podría ganarle. Según el Bestiario de Lost, un Lich equivalía a una bestia de cuatro coronas. Casi imposible de vencer.
Mientras luchaba por encontrar una salida, el Lich continuó su discurso.
—Joven aventurero, tu cita con la muerte se ha atrasado. Pero al menos hemos aprovechado el tiempo para sacar una buena frase. La anotaré en mi libro… es de las mejores que he creado en siglos.
Arthur soltó un resoplido, su mente girando en busca de una oportunidad.
—Vaya frase de mierda… hasta mis gases suenan mejor que esa basura.
El Lich se quedó inmóvil por un segundo, y luego su aura opresiva se intensificó, llenando la sala con un frío que calaba hasta los huesos.
—¿Te atreves a insultar mis pensamientos, insignificante humano? —rugió, su voz resonando como un trueno entre las paredes de piedra—. Después de matarte, te convertiré en un zombi y escribirás todos mis diálogos hasta que tus dedos se caigan. ¡Ja, ja, ja!
Arthur cerró los ojos un instante, luego los abrió con una chispa desafiante en su mirada.
Si le gustan tanto las frases, entonces tal vez pueda distraerlo...
Se irguió, ignorando el dolor que le recorría el cuerpo, y con un tono sarcástico exclamó:
—La muerte solo sigue al que espera. El que espera, sigue a la muerte. La vida muere… y la espera sigue.
El Lich, sorprendido, inclinó ligeramente la cabeza.
—Joven aventurero… me saco el sombrero ante ti. Qué palabras tan profundas y significativas.
Arthur soltó una risa interna, sin creer su suerte.
Está loco... pero esto podría funcionar.
Durante media hora, Arthur recitó frases de grandes pensadores de su mundo, y el Lich las anotaba encantado, llenando páginas y páginas con cada palabra.
Cuando finalmente agotó sus ideas, Arthur se arriesgó.
—Si me dejas ir, podría volver y traerte más frases. Tengo cientos.
El Lich lo miró, sus ojos brillando con un extraño entusiasmo.
—¿Y si mejor te obligo a decírmelas ahora?
La opresiva aura volvió a caer sobre Arthur, aplastando su esperanza.
Mierda... no resultó.
Fin del capítulo.