La Odisea del Lich y el Filósofo

Dentro de una cripta oscura y siniestra, donde los lamentos ahogaban cualquier otro sonido y el frío calaba hasta los huesos, Arthur se encontraba frente a un ser que no debería existir, una criatura cuyo aliento era la misma muerte. Las sombras danzaban al ritmo de las antorchas titilantes, proyectando siluetas fantasmales en las paredes de piedra mohosa.

—Dulce y tierna sangre que fluye como el río… o amargo es el sabor de la dura carne que se arrastra por la tierra —murmuró Arthur, lanzando una mirada cautelosa al Lich que lo observaba con sus vacías cuencas.

El sonido seco de aplausos resonó en la oscuridad, hueso contra hueso.

—Bien. Esas frases han tocado mi corazón inexistente —dijo el Lich con una voz profunda y áspera—. Te quedarás aquí mil años y crearemos muchas más.

Arthur sintió un escalofrío recorrer su espalda. Intentó negociar, pero las palabras del Lich eran tan inamovibles como las piedras de la cripta.

Parece que tendré que quedarme mil años… pensó, apretando los dientes. No… debe haber algo que pueda hacer para que me deje ir. El problema es que ahora que sabe que conozco frases poéticas, no me soltará. Espera… eso es…

Arthur levantó la cabeza, su mente trabajando a toda velocidad. Bien, maldito Lich. Si no me dejas ir, haré que me acompañes.

Se irguió, llenando sus pulmones con el aire gélido y estancado de la cripta, y exclamó:

—¡Viejo Lich! ¿Qué hay después de la muerte?

El Lich lo miró, sus ojos vacíos parpadearon con un destello azul.

—Yo.

Arthur asintió, sin perder el ritmo.

—¿Y qué eres tú?

—Un Lich —contestó la criatura, sus mandíbulas crujiendo con cada palabra.

Arthur negó lentamente con la cabeza.

—Te diré lo que eres. Eres las frases, eres las palabras… eres el ser que nació en este mundo para inmortalizar en pensamientos profundos la existencia, el mundo, la sangre… la muerte.

El Lich se quedó en silencio, como si las palabras de Arthur hubieran despertado algo enterrado en lo más profundo de su ser maldito. Un eco antiguo resonó en los pasillos, como si las mismas paredes escucharan y recordaran.

Arthur no se detuvo.

—¿Sabes quién soy yo?

El Lich inclinó ligeramente su cabeza.

—Soy quien el destino envió para darte un mensaje. Sal de estas cuatro paredes y explora el mundo. A través de derramamientos de sangre y miseria, inmortaliza cada momento en palabras. Solo experimentando la vida y la muerte entenderás la existencia. Solo existiendo podrás inmortalizar cada segundo. ¿Qué dices? Salgamos y veamos el mundo arder para dejar testimonio de cada instante.

El silencio que siguió fue tan profundo que Arthur pudo oír su propio corazón martilleando en su pecho, cada latido pareciendo desafiar a la muerte misma.

Después de un largo rato, el Lich soltó una carcajada tan fuerte que casi se le cayó la mandíbula. Miró a Arthur con sus cuencas vacías, donde apenas brillaba un pequeño orbe de luz azul, y dijo:

—Está bien… iré contigo.

Arthur suspiro aliviado.

El Lich recitó un hechizo en un lenguaje antiguo, sus palabras resonaron como cuchillas rasgando el aire. Alzó una mano huesuda y un agujero negro apareció en su palma, un remolino de sombras que comenzó a absorber todo a su alrededor. Los estantes de piedra crujieron y los libros, amarillentos por los siglos, fueron devorados sin dejar rastro. Ni siquiera el polvo quedó, solo las frías paredes y el suelo agrietado, como si la cripta misma hubiera sido despojada de su memoria.

Después que terminó su hechizo, caminaron hacia la salida dejando atrás solo el eco de sus pasos. Arthur iba al frente con el Lich flotando detrás de él como un espectro silencioso. Sus sombras alargándose y encogiéndose con la luz trémula de las antorchas, mientras trataba de curar su brazo. De repente, un escalofrío le recorrió la espalda. Antes de que pudiera reaccionar, sintió una mano huesuda posarse en su hombro.El frío del tacto atravesó su ropa como el filo de una cuchilla, y el susurro putrefacto le rozó la oreja; su aliento rancio parecía colarse en su piel.

—Joven filósofo… ¿cómo es que tienes tanto conocimiento sobre la existencia y pensamientos tan profundos a tu corta edad?

Arthur, a punto de caer de rodillas por el terror, se obligó a mantener la calma. Tragó saliva, su corazón latiendo como un tambor de guerra en su pecho. Con esfuerzo, esbozó una sonrisa torcida.

—Es porque soy un aventurero —respondió, su voz apenas un susurro—. He visto masacres, desesperación, miedo… toda la oscuridad de este mundo me inspira a reflexionar sobre la existencia.

El Lich soltó una carcajada seca.

—¡Excelente! Estoy ansioso por ver el suelo empaparse con la sangre de los inocentes —dijo, su voz reverberando en las frías paredes de la cripta.

Antes de salir al exterior, Arthur se dio cuenta de algo crucial. No podía vagar por ahí con un Lich siguiéndolo como una sombra sin levantar sospechas. Lo tomarían por un sirviente de la muerte y sería cazado como un traidor en cada reino que cruzara.

Pensó por un momento, sopesando sus opciones.

—¿No tienes alguna forma de transformarte en algo más discreto? —preguntó Arthur, tratando de imaginar cómo cargaría con un Lich sin atraer la atención de todo el continente.

El Lich se detuvo un momento, girando su calavera hacia él, como si la pregunta hubiera sido un insulto personal.

—¿Qué crees que soy? ¿Una simple alma errante que necesita esconderse?

Arthur casi se desplomó del susto, pero se obligó a reaccionar rápidamente.

—Como verás, aún soy débil. Si empiezo a masacrar gente, el gremio enviará a sus mejores guerreros y me matarán. Muerto, no podría expresar el dolor del mundo.

El Lich soltó un suspiro seco, como un viento rancio escapando de un osario.

—Hmm… supongo que tienes un punto. Tengo una habilidad de ilusión. ¿Te sirve?

Arthur asintió, aliviado.

Sin decir más, el Lich comenzó a distorsionar su forma, los huesos de su cuerpo se contrajeron y encogieron con un crujido que resonó en los pasillos de piedra. Poco a poco, su figura se convirtió en la de un cuervo siniestro, un poco más pequeño que una cabeza humana. Sus ojos brillaban con un fulgor verdoso, y sus plumas parecían hechas de sombras solidificadas. Se posó en el hombro de Arthur, quien sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Era como si la esencia misma de la muerte se filtrara en su carne, drenando su vitalidad poco a poco, como un veneno invisible envenenando su alma.

—Así será menos llamativo, ¿no crees? —susurró el cuervo, sus ojos brillando con una malicia que parecía devorar la luz.

—No me estarás absorbiendo vida o algo así, ¿verdad? —preguntó Arthur, inquieto.

El cuervo esperó un momento y luego respondió:

—Es una habilidad pasiva… ya la desactivé.

Aunque no estaba seguro de que fuera cierto, dejó de sentir esa molestia.

Mientras caminaban, el Lich miró por un momento la marca en el brazo de Arthur y dijo:

—Joven filósofo… ¿dónde obtuviste esa marca?

Arthur se sorprendió.

—Hace poco me desperté en un lugar y… solo estaba ahí.

—¿Sabes qué es?

Arthur negó con la cabeza.

—Es una marca maldita.

Arthur se detuvo en seco y lo miró, asustado.

—¿Maldita? ¿Qué tipo de maldición?

—Si me escribes unas cuantas frases, puede que te lo cuente —dijo el Lich, soltando un graznido seco que resonó como huesos al chocar.

Arthur suspiró.

—Está bien… cuéntamelo y te escribiré un libro más tarde.

El Lich asintió, sus plumas negras brillando a la luz mortecina del bosque.

—Esa marca se llama Devora Habilidades. Se decía que estaba maldita porque todos los que intentaban usarla morían al instante. Fue creada en la antigüedad, específicamente para personas sin marca, pero se prohibió porque nadie que la usó sobrevivió. Su poder consiste en absorber sellos para fortalecerte y desbloquear habilidades.

Arthur quedó impactado.

No esperaba encontrar información sobre mi marca en este bosque sombrío…

Pensó un momento y preguntó:

—Pero… si es una marca maldita que mata a sus usuarios, ¿por qué sigo vivo?

El Lich lo observó, sus ojos vacíos centelleando con un destello antinatural. Tras un largo segundo, respondió:

—Es simple. Esa marca fue creada por un dios, pero no ajustó bien el flujo de maná que el usuario necesitaba. Drenaba toda la energía vital del cuerpo hasta secarlos, dejándolos como cáscaras marchitas. Por eso morían. Supongo que tú has sobrevivido porque posees más maná que un humano común. Pareces más una bestia… diría que tienes el doble, si no el triple.

Arthur sintió un escalofrío recorrerle la columna.

Este Lich sabe demasiado…

Inspiró profundamente antes de hacer la siguiente pregunta:

—¿Tienes alguna información sobre cómo hacer que un cuerpo absorba maná?

El cuervo inclinó su cabeza, sus ojos brillando con una malicia antinatural, y soltó una carcajada seca que resonó como el graznido de un pájaro de mal agüero.

—ka,ka,ka… eres como esos demonios de antaño. Creo que la Iglesia podría tener algo. También está la Prueba de las Cinco Puertas o alguna secta demoníaca. Ellos suelen manejar ese tipo de rituales.

Arthur se quedó pensativo, sopesando las posibilidades.

—¿Crees que la Iglesia tenga algo que pueda ayudarme?

—En mi opinión, son los que más secretos ocultan. También son los más fuertes de los cinco reinos… sobre todo su santa. Solo pensar en esa magia de purificación me eriza los pelos.

Pero… eres un esqueleto… pensó Arthur, conteniendo una sonrisa.

—Bueno —murmuró—, pensaré en eso más tarde. Por ahora necesito salir de este bosque.

Tras un día de caminata, Arthur emergió de la espesura. Los árboles muertos quedaron atrás y un claro se extendía frente a él, con un cielo grisáceo que parecía observarlos en silencio. A lo lejos, las murallas de una ciudad se perfilaban como sombras borrosas. El aire frío mordía su piel, pero al menos las criaturas no muertas mantenían su distancia, temiendo la presencia del Lich.

Arthur se estiró, preparándose para continuar, cuando el cuervo en su hombro graznó:

—¿Vas a caminar hasta el próximo pueblo?

Arthur asintió, pero el Lich dejó escapar un sonido que, si aún tuviera pulmones, habría sido un suspiro de impaciencia.

De repente, el suelo se estremeció. Del polvo y la tierra reseca emergió un caballo de huesos, sus cuencas vacías iluminadas por una luz verdosa y su aliento exhalando niebla negra. Las costillas resonaron como cadenas cuando se sacudió, listo para cabalgar.

—Es mejor si vas en esto —dijo el Lich con una voz que parecía retumbar en los huesos del corcel—. Quiero llegar pronto para empezar el derramamiento de sangre.

Arthur se congeló.

¡Maldición! Lo convencí con la promesa de ver el mundo arder… si llegamos a un pueblo y empieza a matar gente, será un problema… debo pensar en algo por el camino.

Subió al siniestro corcel, sintiendo el frío de la muerte filtrarse por su piel, mientras el cuervo se posaba en su hombro, sus ojos vacíos brillando con malicia.

Y así, un humano y un Lich se embarcaron en una aventura para inmortalizar sus nombres en las páginas más oscuras de la historia.

Arthur sabía que esta odisea solo podía terminar en una cosa: sangre, muerte y poesía.

Fin del capítulo.