Desde la entrada de la mina lunar, un rugido estremeció el aire como un trueno. El poder detrás de ese sonido era tan abrumador que hizo temblar las piernas de quienes estaban cerca. Minutos después, una avalancha de personas emergió desde los niveles uno, dos y tres. Muchos eran mineros que no estaban preparados para el combate. Algunos murciélagos salieron tras ellos, lanzándose sobre sus espaldas con chillidos estridentes. Los aventureros apostados afuera no tardaron en reaccionar. Algunos se apresuraron a eliminar a las criaturas para permitir la huida. Varios de ellos habían sido contratados por empresas de mercaderes para proteger a los obreros y explorar las capas más profundas de la mina.
En la quinta capa, dos jóvenes de la academia administraban pociones a sus compañeros que aún respiraban. Aunque sus cuerpos ya estaban más estables, seguían temblando por el eco de aquel rugido.
Mientras tanto, Arthur seguía al Lich hacia el séptimo piso. A mitad del camino se encontraron. El Lich, en su forma de cuervo, lo esperaba sobre una roca.
—Joven filósofo —dijo con voz seca. Parece que la bestia de la mina ha despertado por completo.
Arthur asintió, inquieto.
—¿Qué hacemos?
—Echemos un vistazo —respondió el Lich, con un brillo peligroso en los ojos. Quizás haya algo interesante que estudiar.
Arthur tragó saliva.
—¿Y si se complica?
—Tienes tu paso sombrío. Siempre puedes escabullirte como una rata, ¿no? Vamos.
Así descendieron hasta lo más profundo de la cueva. Mientras avanzaban por el pasillo, no encontraron enemigos. Solo rastros frescos. Alguien había pasado por allí no hacía mucho. Bajaron hacia el séptimo nivel, donde el eco de una batalla llegaba con fuerza. El sonido metálico de armas chocando los apuró.
Al llegar, Arthur se quedó sin aliento. Al fondo, dentro de una vasta sala iluminada por un resplandor cristalino, un inmenso dragón de cuarzo se enfrentaba a varios aventureros. Su cuerpo brillaba con reflejos afilados, como si estuviera tallado en diamante vivo. En los bordes del combate, había cristales translúcidos que atrapaban figuras humanas en su interior, como congeladas en hielo de maná. Arthur contó más de diez… y cada una parecía dormida dentro de su prisión brillante.
Cerca de uno de los cristales, un hombre inspeccionaba con atención. Parecía un profesor de la academia.
—Un dragón de cuarzo —murmuró el Lich. Normalmente se encuentran en los altiplanos grotescos del oeste. Este debió vagar hasta aquí, atraído por el maná acumulado.
Arthur sintió un escalofrío. Había leído sobre esas bestias. Mínimo rango de cuatro coronas. Resistentes a la magia elemental y capaces de cristalizar a sus víctimas con un solo aliento.
Sin querer acercarse demasiado al combate, se dirigió al académico.
—Disculpe… ¿Qué está ocurriendo exactamente?
El hombre lo miró de reojo antes de responder.
—Estoy tratando de liberar a estas personas. El aliento del dragón las cristalizó… y el maná denso en esta sala está impidiendo que el cuarzo se debilite. ¿Eres aventurero?
Arthur asintió.
—¿Ha encontrado alguna forma de romper los cristales?
—No. Tal vez sí derrotamos al dragón, pero no tengo certeza.
El Lich le susurró algo al oído. Arthur observó los cristales con atención, pensativo.
—Puede que si los alejamos de esta sala… el maná se disipe y los cristales se debiliten.
El académico lo miró con sorpresa.
—¡Buena idea! No se me había ocurrido.
Juntos comenzaron a mover los cristales con sumo cuidado. Mientras tanto, los aventureros seguían luchando, cada vez más exhaustos. Cuando los cristales estuvieron fuera de la sala, comenzaron a oscurecerse. Se agrietaron. Un sonido como de vidrio quebrándose llenó el aire. Y uno a uno, los cristales estallaron. Las personas cayeron al suelo, inconscientes.
—¡Funcionó! —exclamó el académico.
Poco a poco, los liberados comenzaron a moverse. Un grito salvaje sobresalió entre ellos. Era una mujer alta y musculosa, con un aire salvaje y poderoso. Su piel, curtida por el sol y la batalla, brillaba con el sudor de la cueva. Tenía el cuerpo de una diosa guerrera: músculos definidos, cicatrices de viejas batallas y una mirada que intimidaba tanto como fascinaba. Su cabello anaranjado, salvaje como el fuego, caía en cascada sobre sus hombros. En su frente destacaba un pequeño cuerno negro, símbolo de una herencia incierta. Llevaba una armadura ligera de placas y cuero, diseñada para moverse con agilidad. Sus brazos y piernas estaban descubiertos.
Arthur se quedó pasmado. Miela era fuerte, pero esta mujer representaba algo más crudo, más feroz.
La mujer se acercó al académico con mirada inquisitiva.
—¿Tú nos salvaste?
Él negó con la cabeza y señaló a Arthur.
—Fue él.
Ella se giró hacia el joven.
—¿Tu nombre?
Arthur dudó un segundo.
—Arthur.
Ella le estrechó la mano con fuerza.
—Gracias, Arthur.
Cuando la mujer se alejó, el cuervo susurró:
—Esa mujer es fuerte.
—¿Qué tan fuerte? —preguntó Arthur.
—Al nivel de los que están luchando contra el dragón. Quizá rango adamantita.
Arthur la observó con más atención. Buscó un collar o una placa, pero no llevaba ninguno.¿No era aventurera? ¿O era tan fuerte que no necesitaba identificarse?
—¿Crees que es más fuerte que tú? —preguntó, curioso.
El Lich lo miró de reojo.
—Obviamente soy más fuerte… aunque si se juntaran contra mí, podrían resultar molestos.
Arthur desvió la mirada hacia la batalla, intrigado.
—¿Quién es el más fuerte en ese grupo?
—El semihumano de la lanza —respondió el Lich.
Arthur lo vio. Era una mezcla entre humano y pantera: musculoso, ágil, y cada uno de sus movimientos era preciso y letal. Empuñaba una lanza extraña, forrada de escamas que se contraían y expandían como si respiraran.
—Diría que está un poco por debajo de la mujer —murmuró el Lich—. Tal vez sea por su raza.
Los combatientes comenzaron a reagruparse. La mujer habló con voz fuerte, sin gritar:
—¡Ese maldito de Lasian quiere robarme la presa! —bufó con desdén. Le partiré la cara después. Pero por ahora...
Se volvió hacia el grupo.
—Si alguien quiere marcharse, hágalo. Pero los que quieran luchar, vengan conmigo. Cuanto antes derrotemos al dragón, mejor. Si vuelve a usar ese ataque en área y nos congela, estamos muertos.
Con un grito de guerra, se lanzó hacia la criatura. De la nada, sacó un mandoble negro, decorado con grabados brillantes. El semihumano la vio avanzar.
—¡Al fin despiertas, Friana!
—¡Lasian, gato malnacido! ¡No dejaré que robes mi presa! —rugió la mujer.
El mandoble descendió como un rayo oscuro y golpeó al dragón con tal fuerza que lo estrelló contra el suelo. La cueva entera se sacudió. Fragmentos de cristal salieron disparados por todas partes, y el piso se resquebrajó como si el mundo estuviera a punto de romperse.
El dragón rugió con una furia abismal. Todo el maná de la cueva empezó a converger hacia su cuerpo en espirales caóticas de luz y energía.
—Esto es malo —susurró el Lich, con un deje de emoción sombría—. Está empezando a evolucionar.
Arthur desenfundó su espada, los ojos fijos en la criatura.
La verdadera batalla… apenas comenzaba.