Capítulo 1: El Ruido De Los Otros

Nunca me gustaron los pasillos llenos de gente. Hay demasiado ruido. Gente riendo muy fuerte, gritando nombres como si gritar acercara a las personas. Me muevo rápido entre ellos, con los audífonos puestos y el volumen justo para no escuchar lo que no quiero.

La biblioteca es mi lugar favorito. Ahí nadie me exige sonreír. Nadie me obliga a hablar. Solo están los libros, el olor a papel viejo y el silencio. Sobre todo el silencio. Me gusta eso.

Hasta que un día, él entró.

No lo vi llegar. Escuché el golpe. Una pelota rodó entre las mesas. Y luego, una disculpa atropellada:

—¡Perdón, de verdad! No vi que había alguien...

Cuando levanté la vista, estaba frente a mí. Castaño claro, moreno, con una sonrisa culpable y la mirada de alguien que no sabe estar quieto. Él. Damián. El capitán del equipo de fútbol. El que todos saludan. El que nunca había notado que yo existía.

—¿Estás bien? —preguntó, recogiendo la pelota.

No contesté. Solo lo miré. Tal vez con más frialdad de la necesaria.

Se quedó unos segundos más, luego se fue. Dejó un leve olor a colonia y desorden.

Pensé que no volvería.

Me equivoqué.

Al día siguiente, apareció de nuevo. Esta vez sin balón. Traía algo en la mano. Una libreta. La dejó sobre la mesa, frente a mí.

—Siento lo de ayer. Te arruiné la tuya, ¿no? Toma.

La tomé en silencio. Era nueva. Negra, de pasta gruesa. Buena elección.

—Gracias —dije. No sonreí. No hacía falta.

Él tampoco lo esperaba. Solo asintió y se fue.

Y así fue como empezó algo que aún no entiendo del todo. Algo que no se parece a ningún capítulo que haya leído antes.

Esa noche intenté concentrarme en mi lectura. Un ensayo sobre Kafka me esperaba para el lunes, pero no podía leer más de dos párrafos sin que su cara apareciera en mi mente. ¿Por qué había vuelto? ¿Qué buscaba?

No era normal que alguien como él se acercara a alguien como yo. Lo sabía. No era odio ni rencor, simplemente costumbre. Hay personas que existen en planos distintos. Damián era uno de ellos. Ruido, luces, vida. Yo era... sombra, silencio, rutina.

Y sin embargo, ahí estaba. En mi memoria. De pie frente a mi escritorio, disculpándose, con esa mirada traviesa que no parecía encajar en la biblioteca.

El jueves lo volví a ver. Otra vez en la biblioteca. Y esta vez no fue casual.

Caminó directo hacia mi mesa y se sentó sin preguntar.

—¿Qué lees hoy? —dijo, como si ya fuéramos conocidos.

Le mostré la portada. No habló más por un momento. Solo miró el libro como si esperara algo de él.

—No entiendo cómo te gusta esto —dijo después, sin burla, más bien con sincera confusión.

—Porque a veces prefiero lo que está escrito a lo que está dicho —respondí.

—¿Y si alguien quisiera hablarte en lugar de escribirte?

Lo miré. Él también me miraba. Pero esta vez no sonreía. Esperaba.

No respondí. Me limité a cerrar el libro con cuidado y levantarme. No como un rechazo, sino como un escape. A veces no se necesita una respuesta cuando la pregunta ya lo dice todo.

Damián no me detuvo. Solo murmuró un “nos vemos” casi en voz baja.

Salí. El pasillo estaba vacío. Y por primera vez en mucho tiempo, no me sentí cómodo con el silencio.