No lo vi al día siguiente. Ni en la biblioteca, ni en los pasillos, ni entre el eco lejano de un grito en las canchas. Damián había desaparecido como si solo hubiera sido una alucinación causada por el aburrimiento. Y sin embargo, su ausencia pesaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Volví a sentarme en la misma mesa, con el mismo libro entre las manos, pero leí sin leer. Me encontré mirando el respaldo de la silla frente a mí, esperando que apareciera sin aviso, como ya había hecho dos veces. Pero no lo hizo.
Ese día no hubo balón rodando, ni libretas nuevas, ni preguntas extrañas que me hacían pensar más en mí mismo que en el mundo. Solo páginas que pasaban sin dejar rastro y un zumbido leve en el pecho.
El viernes, sin embargo, apareció.
No entró solo. Venía acompañado de dos chicos del equipo. Reían, hacían ruido, uno llevaba una botella de agua que se le derramaba en la mano. Lo vi detenerse un segundo al verme, justo cuando sus amigos ya iban adelante. Nuestra mirada se cruzó, pero no me dijo nada. Solo alzó un poco la ceja, como si se preguntara si debía acercarse o no.
No lo hizo.
Pasó de largo. Su risa se mezcló con la de los otros, y se perdió entre las estanterías. Me quedé helado.
Había algo dentro de mí que no entendía esa distancia. Algo que no quería que se comportara como todos los demás. No después de cómo me había mirado. No después de su pregunta.
“¿Y si alguien quisiera hablarte en lugar de escribirte?”
Las palabras se repetían como un eco en mi mente. Y lo peor de todo era que yo había querido una respuesta para él, pero no la tuve. Me fui, y tal vez eso fue todo lo que necesitó para alejarse.
Aun así, diez minutos después, lo vi regresar. Esta vez solo.
Dejó algo sobre mi mesa sin decir nada.
Una hoja, arrancada de un cuaderno. Con su letra. Ligeramente inclinada, desordenada, como él.
> “No sé cómo hablar sin arruinarlo, así que escribo.
No quiero molestarte. Solo quería seguir sentado ahí.”
Lo leí tres veces. Luego cinco.
Y por primera vez, sonreí.