Todos cometieron el mismo error… Pensaron que no escuchaba. Pensaron que no entendía. Pensaron que no recordaría. Pero lo hice. Y ahora... todos pagarán.
La habitación aún conservaba el tenue aroma de las velas consumidas. El silencio flotaba como una neblina, espeso, expectante. Alaric contemplaba el techo de su habitación, los ojos perdidos en el vacío, pero su mente era un torbellino de pensamientos agudos como dagas.
¿Cómo se supone que viva conociendo lo que sé? ¿Cómo se supone que mire a los ojos de aquellos que me dieron la espalda sin partirles el cuello?
Revivía una y otra vez los momentos más amargos de su otra vida. No solo la traición de enemigos… sino la de su propia sangre. Su clan. Su familia. Sus padres.
—Esta vez... esta vez haré que todos se arrastren por haberme menospreciado —susurró entre dientes, con la voz apagada y letal como un veneno antiguo—. Uno por uno... con una sonrisa, les arrebataré todo.
Primero, los traidores. Después, los hipócritas. Y por último… los indiferentes.
Un golpe suave en la puerta lo sacó de su trance. No necesitó mirar. Reconocía esa presencia. Siempre la reconocería. Su perfume, su andar elegante, su aura templada.
—¿Alaric? —La voz de Elena, su madre, se coló como seda por la madera—. ¿Estás despierto?
—Sí... pasa.
La puerta se abrió despacio. Elena entró envuelta en una bata color marfil, los cabellos recogidos con descuido y una sonrisa amable esculpida en su rostro. Cabello color negro, igual que el suyo. Ojos en brillante dorado que indica su linaje. Una nariz pequeña, pero elegante.
—Escuchamos todo lo que ocurrió... El despertar fue más fuerte de lo que imaginamos. ¿Estás bien, hijo?
¿Hijo, eh? Curioso cómo ahora pareces tan dulce… cuando en mi vida anterior no tardaste ni un día en descartarme.
Ella se acercó con lentitud, examinándolo como si aún fuera un niño frágil. Y en parte… lo era. Al menos, en apariencia.
—Dime, amor… ¿cuál fue tu talento? ¿Qué habilidad despertaste?
Alaric no respondió de inmediato. La miró fijamente, como si explorara un recuerdo enterrado en las ruinas del tiempo.
¿Quieres saber qué obtuve, madre? ¿De verdad te interesa?
En su vida pasada, también le había hecho esa pregunta. La misma noche de su despertar. Con el corazón rebosante de ilusión, se había levantado a escondidas y había ido hasta la habitación de sus padres, ansioso por compartir su logro.
“Les haré sentir orgullosos…” pensaba entonces, sonriente, inocente.
Pero al acercarse a la puerta, la escuchó abierta…Y entonces, todo se quebró.
Entre jadeos, risas y palabras que jamás debería haber escuchado, Alaric, de tan solo siete años, los oyó hablar como si no existiera:
—“Ese niño es un fracaso.”—“Su habilidad es inútil, apenas sirve para tranquilizar a otros. No es ni ofensiva, ni estratégica.”—“Necesitamos un nuevo heredero. Uno fuerte. No podemos desperdiciar más recursos en él.”—“¿Y si lo mandamos lejos? Una academia de tercera en el norte. Que al menos no moleste.”
Y así, lo enviaron. Lejos, desterrado de su propio linaje, a una academia olvidada por los dioses. Sin recursos, sin prestigio, sin amor.
Su error… fue creer que Rosa – Control Emocional era una habilidad débil. Y mi error… fue amarlos a pesar de eso.
Alaric soltó una risita contenida. Oscura. Burlona.
—¿Mi talento? —repitió, volviendo al presente—. Soberano del Color.
Elena parpadeó. No había registros conocidos de ese talento. Ni siquiera parecía uno registrado por el Consejo Imperial. Iba a preguntar más… pero entonces lo vio.
Los ojos de Alaric se tornaron rosa brillante, una luz que parecía atravesar el alma.
—Y mi habilidad... —susurró él— es destruir tu vida.
Elena se quedó helada. No comprendía. Y antes de poder reaccionar, la habitación fue invadida por un destello rosa tan intenso que los muebles crujieron, las sombras huyeron, y el mundo se volvió una explosión de pureza venenosa.
Cuando volví a parpadear, el rosa brilló hasta dejar la habitación a ciegas por un destello radiante. Y entonces, no yo, el Soberano habló, áspero, brutal, como quien le escupe órdenes a un perro.
—Sometete a tu señor.
El rosa brilló. Y en un parpadeo…
Elena cayó de rodillas.
No porque quisiera. No porque lo eligiera. Sino porque su cuerpo ya no le obedecía.
Sus labios temblaban, sus manos buscaban apoyo, pero el peso invisible del color la hundía como una esclava frente a un trono divino.
—¿Qué… qué es esto? —susurró con horror.
Alaric se inclinó hacia ella, su sonrisa apenas visible en la penumbra rosa.
—El fin de todo lo que conoces... y el principio de tu infierno.
Alaric se agachó con calma, observando a su madre desde arriba, y con una mano pequeña tomó su rostro por las mejillas. Sus dedos, suaves y aún infantiles, apretaron con delicadeza, obligándola a mirarlo a los ojos.
—No te preocupes —susurró con dulzura escalofriante—. Cuando vuelvas a abrir los ojos… todo habrá terminado.Así que no necesitas saber nada. Felices sueños, madre.
Una sonrisa tenue, casi radiante, se dibujó en sus labios. Entrecerró los ojos, como si acabara de recibir la mejor noticia de su vida. Luego, con una lentitud casi ceremonial, extendió su dedo índice.
Elena, aún arrodillada, lo miraba con horror. Sus pensamientos eran un caos: ¿qué estaba pasando?, ¿por qué su hijo hablaba así?, ¿quién era este niño?
Entonces, Alaric tocó su frente con un solo dedo…Y el mundo de Elena se tiñó de rosa.