El viento susurraba entre las torres quebradas del viejo bastión de Duskvarr, como si los fantasmas de su linaje se negaran a desaparecer. Las piedras negras, cubiertas de líquenes y musgo, aún conservaban la dignidad de una época de poder y gloria.
Pero ahora, solo el silencio y el abandono llenaban sus salas.
En el corazón del gran salón, iluminado apenas por la luz de un crepúsculo moribundo, Caelan abrió los ojos por primera vez en esta nueva vida.
El frío de la piedra bajo su cuerpo desnudo le recordó que ya no era el guerrero invencible de antaño, sino un recién nacido en un mundo que lo había olvidado.
Pero su mente... su mente era un torbellino de recuerdos, de luchas, de antiguas traiciones.
Recordaba. Todo.
Recordaba el juramento que había roto siglos atrás.
Recordaba el Concilio, recordaba a aquellos que lo habían sellado en un pacto oscuro y olvidado.
Y ahora, reencarnado en el último vestigio de la Casa Duskvarr, tenía una oportunidad.
Una oportunidad para reclamar su legado...
...o para destruir todo aquello que una vez juró proteger.
Una sombra se movió cerca de él.
Desde las ruinas surgió una figura encapuchada, una anciana de rostro arrugado como pergamino seco, que se acercó lentamente apoyándose en un bastón torcido.
—Despiertas... al fin —dijo, su voz tan quebradiza como el eco del viento—.
—Tu bestia te espera, niño de sombras.
—El mundo ha cambiado, y no para bien.
A sus pies, emergió una criatura de ojos como carbones encendidos: un lobo oscuro, su pelaje cargado de brumas negras, su respiración dejando estelas en el aire.
La Bestia Guardiana de Caelan, nacida del elemento Espíritu y Sombra, tan antigua como el linaje que había jurado proteger.
Caelan se arrodilló, instintivamente, y sus dedos rozaron la frente de la bestia.
Una corriente de magia olvidada recorrió su cuerpo, forjando un vínculo indestructible entre hombre y criatura.
Su dominio... su elemento... su naturaleza misma: Espíritu y Sombra.
Un legado que los otros habían temido tanto, que prefirieron erradicar su sangre antes de permitir su regreso.
La anciana, que no era otra que la última vestal de Duskvarr, le ofreció un manto negro bordado con hilos de plata: el Manto del Guardián Perdido.
—Levántate, Caelan —susurró ella—.
—Levántate, y reclama el mundo que te fue arrebatado.
Y mientras la noche caía como un presagio, en lo alto de las torres arruinadas, los antiguos símbolos de Duskvarr ardieron una vez más, iluminando el cielo con llamas plateadas.
Lejos, en los salones dorados del Concilio de las Coronas, los oráculos temblaron.
Una profecía había sido desencadenada.
Un eco olvidado en el tiempo volvía a resonar, y esta vez, no habría misericordia.
[FIN DEL CAPÍTULO 1]