Ella había estado convencida —segura— de que Raymond estaba fanfarroneando. Que en cualquier segundo, él se volvería hacia ella con esa sonrisa divertida y susurraría que todo era una broma.
Pero no lo hizo.
Él permaneció allí, tranquilo. Sereno. Imperturbable.
Sus ojos oscuros no mostraban miedo. Ni vacilación. Ni arrepentimiento.
En ese momento Damien apretó los puños. Esto no estaba sucediendo.
—¿Cómo? —finalmente murmuró, su voz tensa por la incredulidad.
Su pregunta no estaba dirigida a nadie en particular. Solo necesitaba escucharla en voz alta.
Porque esto no tenía sentido.
¿Cómo un hombre como Raymond —un don nadie, un marginado, un supuesto tonto— acababa de hacer una transacción de 40 millones de dólares frente a una de las familias más poderosas del país?
El peso de esa verdad los aplastaba a todos.
Y de repente —ya no era Raymond quien parecía fuera de lugar.
Damien se quedó allí, su cuerpo rígido, su mente acelerada.
No. Esto no está bien.