Ya estoy casada.

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Denis cerró su portátil y miró su reloj de pulsera. Las manecillas señalaban las diez y media. Una mueca de disgusto apareció en su rostro mientras se preguntaba si Ana seguía en su escritorio, trabajando en el informe como él había ordenado.

Curioso, se levantó y salió de su oficina. Al llegar al piso principal, sus ojos inmediatamente se posaron en Ana, todavía en su escritorio, absorta en su trabajo.

«Ella sigue aquí».

La satisfacción se arremolinó en su pecho. Ana le había obedecido, como siempre. No importaba cuánto luchara, no importaba con qué ferocidad se resistiera, al final, seguía sus palabras.

Esta era la Ana que él prefería—la que trabajaba diligentemente, la que escuchaba, la que se sometía a él, no la mujer ardiente y rebelde que lo desafiaba. La quería así—suave, complaciente, a su alcance.

Una risa silenciosa escapó de sus labios. —Ya que estás trabajando tan duro, te recompensaré —murmuró—. Esta noche, te lo compensaré. Borraré todas tus quejas.