Después de que su pasión se desvaneciera lentamente en quietud, un silencio se instaló entre ellos. Ana yacía acurrucada contra el pecho de Agustín, su cuerpo cálido y dócil de satisfacción, su respiración lenta y constante.
Agustín tiró de la manta sobre ellos y apoyó su barbilla en la parte superior de la cabeza de ella. Sus brazos la rodeaban protectoramente.
Miró al techo, perdido en sus pensamientos. —Esta noche... me perdí en ti. Cuando te toco... Es como si el mundo desapareciera. No hay nada más—solo tú—sentí como si me estuvieras atrayendo más profundamente hacia ti, cuerpo y alma.
Ana estaba tan cansada que solo pudo emitir un murmullo. Sus pestañas revolotearon levemente.
Sus dedos jugaban distraídamente con un mechón de su cabello. —Eres mi calma en el caos, Ana. La forma en que me miras con tanto amor—no sé cómo contenerlo todo.
Una leve sonrisa se dibujó en sus labios. Quería responder, pero el sueño ya había comenzado a reclamarla.