Cuando Agustín se elevó sobre ella, jadeó, sin aliento.
—Me arruinarás —sonrió.
—Quiero arruinarte —dijo él con voz ronca, alineándose con ella—. Para poder reconstruirte. Una y otra vez.
Cuando entró en ella, fue lento, profundo, dolorosamente íntimo. Se movía dentro de ella como si perteneciera allí. Cada embestida enviaba chispas bailando detrás de sus ojos. Cuando supo que ella estaba cerca, se retiró.
Ana lo miró con confusión. Antes de que pudiera articular sus pensamientos, él agarró sus caderas, la volteó sobre su estómago y se inclinó, su aliento caliente contra su oído.
—Me vuelves loco cada vez —susurró—. Y ahora voy a mostrarte lo que eso significa.
La levantó sobre sus rodillas y empujó dentro de ella desde atrás con una embestida feroz y profunda que la hizo gritar. No esperó. Estableció un ritmo implacable, cada movimiento duro y exigente. Una mano agarraba su cadera mientras la otra se deslizaba alrededor para acariciarla, empujándola hacia el borde nuevamente.