Prólogo

Era una ciudad próspera, rodeada por una muralla de metal bruñido y repleta de hogares construidos con concreto, ladrillo y madera, todos apiñados alrededor de una plaza que bullía de vida. En una casa amplia hecha de concreto, un niño estaba sentado en una mesa. Arashigo-un niño de piel clara con tonos dorados y cabello castaño rojizo. Sus ojos eran amatistas de gran pureza.

Sus padres estaban junto a él. Su madre, una mujer de hermoso rostro, acentuado por un sedoso cabello negro azulado y completado por los mismos ojos que su hijo.

Su padre era un hombre que igualaba la belleza sobrenatural de su madre: ojos de rubí, cabello blanco amarillento como hueso antiguo, y una constitución robusta que hablaba de años de batallas.

Su pequeña familia estaba reunida para festejar su séptimo aniversario. Sobre la mesa destacaba una tarta roja en el centro, azul en los bordes, con un degradado púrpura entre ambos colores. Amaya, su madre, la había creado con magia rúnica, algo que dejó al niño boquiabierto.

-Mamá, ¿cómo...? -La mirada asombrada que dirigió a Amaya endulzó su corazón más que el postre.

-Es solo cuestión de redistribuir los pigmentos -explicó ella, y al ver la expresión confusa de su hijo, no pudo evitar sonreír-. Moví los colores hasta que encontraron su lugar.

Arashigo se maravilló:

-¡Yo necesito hacerlo! ¡Yo quiero!

Amaya rió con dulzura, pero fue Dainar quien calmó al pequeño:

-Lo siento, Arashigo. Aún no puedes manipular la esencia. Todavía te faltan nueve años para siquiera intentarlo.

La decepción en los ojos del niño partió el corazón de ambos padres. Amaya, incapaz de resistirse, añadió:

-Pero puedes aprender lo básico de la magia rúnica antes de eso.

Arashigo recuperó el brillo en la mirada:

-¿Qué? Pero, ¿cómo? -en un breve destello de su inmadura inteligencia- ¿¡o sea que me puedes decir cómo funciona!?

Con un gesto de orgullo, Amaya explicó:

-Usa escritura y símbolos para interactuar con la esencia del mundo. Pero necesitarás una mente ágil para procesar la información que fluye al invocar las runas. Y sobre todo -acentuó-, NO puedes equivocarte al trazarlas.

Arashigo escuchaba como si cada palabra fuera un salvavidas.

Dainar intervino, arrancando la atención del niño:

-Es útil, sí, pero nunca verás a nadie derrotar a un ogro solo con runas.- Se rascó ligeramente el pecho para sacar esa incómoda sensación. Amaya le lanzó una mirada fingidamente ofendida, pero él continuó-: La magia elemental es distinta. Requiere un cuerpo resistente y una mente abierta al cambio. Se trata de moldear los elementos con imaginación, comprensión... y emociones. -Hizo relampaguear chispas entre sus dedos para ilustrarlo.

Arashigo arrugó la frente. No entendía todos aquellos conceptos, pero captó lo esencial:

-Puedo aprender ambas, ¿no?

Sus padres intercambiaron una mirada cargada de diálogo silencioso. Finalmente, Dainar respondió:

-Nada te lo prohíbe... pero el camino es arduo. Además del arma que deberás dominar, tendrás que entrenar sin descanso. No te quedará mucho tiempo para jugar.

Arashigo frunció el ceño, recordando algo:

-¿Pero mamá no juega con runas en su habitación?

Amaya se sonrojó al ser pillada in fraganti. Dainar soltó una carcajada:

-¡Eso no es jugar, pequeño! Tu madre estudia runas avanzadas hasta altas horas. -Le guiñó un ojo a Amaya-. Aunque a veces dibuje gatitos en los márgenes...

-¡Era una metáfora! -protestó ella, mientras Arashigo reía.

El niño, animado por el ambiente, golpeó la mesa con decisión:

-¡No importa! ¡Yo quiero estudiar como mamá y lanzar chispas como tú! ¡Prometo que no seré un vago!

Sus padres volvieron a intercambiar esa mirada cómplice que tanto lo intrigaba.

Arashigo durmió esa noche con runas dibujadas con zumo de mora en sus mejillas -una imitación torpe de los símbolos que vio hacer a su madre-. Soñó con tartas que cambiaban de color y chispas que bailaban entre sus dedos, hasta que…

"KRRRAAAACCCKKK-BOOOOM!!! 

¡CHUNK-CHUNK-GRIIND! 

¡TUMBAAA-RUMBLE-RRRRR!"

Entonces, el estruendo no sonó como un trueno, sino como el universo rompiéndose por una costura. Arashigo despertó jadeando, el libro *Leyendas del Este* abierto sobre su pecho, sus páginas mostrando criaturas de ojos blancos y sonrisas dentadas. Un miedo antiguo, grabado en sus genes, lo arrancó de los sueños para arrojarlo a las pesadillas.

El aire se espesó de golpe, cargado con olor a metal quemado que se colaba por la ventana. Las sábanas, suaves al acostarse, ahora lo estrangulaban, enredándose en sus piernas como raíces malignas. Quiso gritar, pero su garganta era un arbusto de espinas; quiso levantarse, pero sus músculos parecían fundidos en plomo.

-No es real… no está pasando… -repitió en su mente, pero su cuerpo ya había decidido morir. Su corazón, un pájaro enjaulado, golpeaba sus costillas; el sudor le corría por la espalda como insectos voraces, y las imágenes se amontonaban: techos derrumbándose, voces ahogadas en estática, el crujido de mil huesos rompiéndose.

Algo lo hizo girar hacia la ventana, demasiado lento, demasiado rápido.

La muralla había sido perforada. En el hueco de piedra y metal retorcido, una silueta se movía, demasiado horrible para que su cerebro la procesara.

Su corazón dolió con cada latido, el sudor cegó sus párpados, y su mente se desconectó como una lámpara fundida.

-Ma… pa… -intentó llamar, pero solo logró un gemido que ni él mismo escuchó. Lágrimas escaparon, pero Arashigo no pudo seguirlas; su cuerpo se volvió un yunque arrojado al mar.

El mundo pareció apagarse. Su visión comenzó a empañarse, los sonidos se alejaron y su tacto se entumeció. Su mente, como si se apagara, empezó a desvanecerse. El tiempo fluía, y la situación empeoraba: sus sentidos se apagaban lenta y constantemente, hasta volverse infinitos en su vacío.

De pronto, unos brazos lo envolvieron, pero no fue suficiente para sacarlo de aquel trance.

-Arashigo, mírame -le habló su madre.

Oyó su nombre, aunque la voz sonaba distante, como si un velo los separara. Apenas sintió las manos de su madre sosteniendo su cabeza, obligándolo a mirarla a los ojos, ese tono púrpura familiar, distinto al violeta de los suyos.

Volvió en sí, como si el velo que lo oprimía se desgarrara. Sus sentidos se reenfocaron, pero no traían buenas noticias: gritos de las pocas personas que aún vagaban por las calles, el olor acre de la sangre y un aire ácido que quemaba la garganta.

Los temblores sacudieron la casa, desordenando las decoraciones y haciendo crujir las vigas.

-¿Ma-má, P-papá? -Arashigo apenas pudo pronunciar, la voz quebrada por el miedo.

Como si lo hubieran llamado, Dainar apareció. Su armadura ligera brillaba con símbolos intrincados que parecían moverse bajo la luz tenue, y las gemas rojas centelleaban como ojos vivos. En sus manos, un hacha de batalla forjada en una aleación de cobre y oro, con una gema tan intensa como sus ojos.

Arashigo sintió un escalofrío recorrer su espalda. No sabía qué era, pero algo en esa presencia le helaba la sangre.

La expresión de su padre le recordó aquellos regaños que tanto temía. Su mirada era un muro inexpugnable, y sus labios parecían sellados con un juramento silencioso. Definitivamente, algo no iba bien.

-Amaya, prepárate. Los ca… -Dainar reprimió un insulto-. Ya están aquí.

Amaya dejó a Arashigo con Dainar mientras buscaba su equipo.

Dainar intentó suavizar su rostro, pero su voz temblaba ligeramente.

-Arashigo, eres demasiado joven… pero lo que viene no es para niños. -Puso sus manos firmes sobre sus hombros-. Por favor, no te derrumbes. No pierdas la esperanza.

Una horrible sensación se formó en la garganta del niño, un frío que subía desde el pecho hasta la boca del estómago. Solo pudo asentir y abrazar a su padre, quien lo envolvió con la delicadeza de quien protege una joya preciosa, mientras un eco lejano de pasos y gruñidos rompía el silencio.

Si no fuera por los sonidos; garras rasgaban carne en la distancia, mezcladas con gritos que desgarraban el aire. El choque de fuego, piedra y metal resonaba como un tambor de guerra, mientras fragmentos de metal quebrado caían al suelo con un eco metálico y cruel.

Pocos sonidos escaparon de la audiencia amplificándola de Dainar.

El abrazo envolvió a Arashigo, suspendiendo el tiempo por un instante. La última calma antes del huracán. Solo tuvieron que esperar un parpadeo hasta que Amaya emergiera de su estudio, equipada para la huida.

Llevaba una túnica larga de seda verdeazulada, cuyos pliegues ondeaban como hojas al viento a pesar de la quietud. Las mangas estaban bordadas con runas púrpuras que brillaban tenuemente. En su mano, un cincel de plata con punta de amatista del mismo violeta que sus ojos.

Dainar tomó un escudo circular de bronce, en cuyo centro latía una esmeralda oscura, pulsando con un ritmo sordo, como un corazón antiguo.

Unos chillidos estridentes rasgaron el aire, seguidos por gritos lejanos que retumbaban en la calle desierta.

-¡Vámonos, ya! -ordenó Amaya mientras colocaba un collar a Arashigo, idéntico al que ella y Dainar llevaban: el collar poseía un retrato de la familia rodeado de runas.

Lo cargó con un brazo, y el cincel en su otra mano estalló en una luz violeta que iluminó sus facciones decididas.

Dainar se puso frente a ellos, y el escudo resonó con un gruñido metálico al chocar contra su brazalete, como si la tierra misma protestara.

Amaya sacó de su túnica un pergamino delgado como una lámina, cubierto de runas que parecían sangrar tinta púrpura. Sus dedos se cerraron sobre él y susurró:

-“La visión depende de la luz, la audición de las vibraciones, el olfato del aire… pero hoy, ninguno nos delatarán.”

Los collares brillaron brevemente, y el pergamino se consumió en un destello amatista, transformándose en cenizas plateadas que flotaron un instante antes de esfumarse.

Arashigo sintió que un peso invisible se desprendía de sus hombros, como si una cadena que nunca supo que llevaba se rompiera de repente. Contuvo el aliento, consciente de que algo había cambiado.

-No preguntes -murmuró Amaya al ver su expresión.

Dainar empujó la puerta principal con el hombro, y el mundo exterior los recibió con un coro de gritos lejanos y el olor a hierro quemado.

Amaya avanzaba con Arashigo a cuestas, sus brazos temblaban levemente bajo el peso del niño, cuyas piernas ya no daban para más. Seguían a Dainar tan cerca que podían oír el entrechocar de su armadura con cada paso apresurado.

Las calles yacían en un silencio antinatural, como si el aire mismo los ignorara. Era noche de luna nueva, y la oscuridad era tan absoluta que hasta el polvo flotante parecía devorar los últimos vestigios de luz.

Un velo invisible los envolvía, una barrera que los ocultaba de ojos y sentidos ajenos, pero también los aislaba en un mundo que parecía contener la respiración, esperando el siguiente movimiento.

Un hedor metálico se les enredó en la garganta cuando el polvo -frío y espeso como ceniza de pira funeraria- se les adhirió a las fosas nasales. Dainar, cuyos ojos de rubí brillaban como ascuas en la negrura, escrutaba cada rincón con la tensión de un felino acorralado. A pesar del hechizo de ocultamiento de Amaya, la nuca le ardía con la certeza de miradas invisibles acechando desde cada portal sombrío.

Arashigo sintió el peso firme y cálido de su madre, el único contacto real en un mundo donde la oscuridad y el silencio parecían absorber todo lo demás.

Su vista apenas captaba sombras que se desvanecían, y los sonidos llegaban distorsionados, como ecos lejanos. Pero el tacto era inconfundible: la textura áspera del manto de Amaya, el latido fuerte de su corazón contra su pecho, el temblor de sus propias manos que se aferraban con fuerza.

El miedo se enroscaba en su garganta, un nudo que le impedía gritar. No entendía qué acechaba en la penumbra, solo sabía que estaba cerca, invisible, debía confiar en el contacto que aún sentía para no perderse en ese abismo.

Cada paso que no sonaba, cada latido era una cuenta regresiva. Escuchaba cómo su corazón se aceleraba, un tambor que marcaba un ritmo frenético e implacable. Eso no le gustaba, no era normal. ¿Verdad?

De repente, sintió algo cálido deslizarse sobre su cabeza. Alzó la mirada y el terror se enredó en su mente como las raíces de una secuoya milenaria: su madre estaba sangrando. Un hilo rojo manaba de su nariz, lento pero imparable.

No entendía del todo qué le pasaba, pero ese simple hecho fue suficiente para que un frío helado se apoderara de su pecho. La certeza de que algo terrible estaba ocurriendo se filtró en su alma, más profunda que cualquier miedo que hubiera sentido antes.

-Ma… mamá -su voz no salió de su boca, pero de alguna manera Amaya entendió. Le sonrió, una sonrisa tensa, como las cuerdas de un violín a punto de romperse en medio de una ópera. Parecía sostener dos mundos con hilos invisibles, luchando por mantenerlos unidos.

Arashigo sintió un nudo en el estómago, un frío que le recorrió la espalda. Entendió, sin palabras, la profundidad de aquella preocupación que Amaya no podía expresar. Sabía que no debía interrumpir; en ese silencio cargado de miedo, se aferró a su madre como a una manta, buscando en ese contacto una frágil esperanza.

La mente de Arashigo se perdió en un laberinto sin salida; ¿qué más podía hacer? El tiempo pasaba, pero él no lo contaba, porque ¿cómo hacerlo si nada sentía?

Un recuerdo amargo se abrió paso en su mente: el sabor dulce y cremoso de la tarta de cumpleaños, ahora distorsionado por una textura esponjosa y destruida, como si la felicidad se hubiera desmoronado en su boca. Ni siquiera ese instante de inocencia podía traerle paz; la realidad lo acechaba, y hasta la sombra de ese dulce recuerdo parecía teñirse de miedo y desesperanza.

Luego de ese momento, el hechizo se rompió sin que Arashigo supiera cómo ni por qué. De repente, un coro de espantosos rugidos los envolvió, llenando el aire con un horror palpable. Su madre cubrió su visión con sus brazos protectores, mientras escuchaba los familiares pasos de su padre acercándose con determinación, como si supiera exactamente por dónde avanzar.

Un sonido cortante rasgó el aire, seguido de un choque metálico que resonó en la oscuridad. La voz susurrante de su madre entonaba hechizos, un resplandor violáceo iluminó la escena, mientras la carne era desgarrada y el ácido chisporroteaba en el ambiente.

Dainar corrió con todo lo que pudo, cada músculo tenso, consciente de que debía conservar la mayor cantidad de energía posible para lo que aún estaba por venir. A su alrededor, el eco ominoso de aquellos pasos no humanos resonaba cada vez más cerca, una amenaza implacable que parecía devorar el espacio entre ellos.

-Solo dos calles más -susurró, con voz firme pero cargada de urgencia-, y estarán a salvo.

El aire vibraba con la tensión del momento, y cada latido acelerado de Arashigo parecía sincronizarse con el ritmo de la persecución, mientras la esperanza y el miedo se entrelazaban en una carrera contrarreloj.

Dainar los lanzó hacia adelante con fuerza, y el grito de Arashigo rompió el silencio de la noche:

-¡Papáaáaaaá! -

Era el primer grito que soltaba en horas, un estallido de miedo y desesperación que resonó en el aire oscuro y tenso.

Amaya aterrizó con Arashigo aún en sus brazos, bloqueando su visión como si pudiera proteger su inocencia de la oscuridad que los rodeaba. Pero, además de la sangre que ya manaba de su rostro, otro líquido comenzó a filtrarse, surcando su piel hermosa y cansada. A pesar de ello, no se detuvo; con las pocas energías que le quedaban, siguió corriendo, aferrada a la determinación de proteger a su hijo a toda costa.

El sonido de rayos y carne quemada, enmarcado por el estruendo del trueno, cubrió su escape, envolviendo la noche con una furia eléctrica que parecía protegerlos. Sin embargo, detrás de ellos, se escucharon pasos que rompían el rugido de la tormenta. Un sonido agudo y cortante rasgó el aire, y Arashigo sintió un impacto en la espalda de Amaya, pero ella no se detuvo.

En un acto desesperado, levantó la voz y pidió ayuda:

-¡Ayuda, alguien por favor, necesitamos ayuda!

A una calle de distancia, llegaron las primeras señales de vida humana: el retumbar de martillos destrozando algo indescriptible, el choque y corte de espadas, y el estrépito del metal quebrándose. Cada sonido era una mezcla de furia y desesperación, un caos controlado que resonaba con fuerza en la oscuridad.

Para Arashigo, esos ruidos eran más que ruido; eran la única esperanza tangible en medio del horror que los perseguía, la promesa de un refugio donde podrían encontrar protección y resistencia contra la amenaza que acechaba.

Arashigo sintió su collar enfriarse, como si algo vital se estuviera escapando de él. Pero su atención se centró en los sonidos de pasos que se acercaban, esta vez revestidos de metal, firmes y decididos.

-¡Rápido, lleva a un niño! -exclamó una voz de hombre mayor, cargada de urgencia y un atisbo de regocijo.

Los pasos se intensificaron, y pronto escuchó cómo los que los perseguían comenzaron a ralentizarse. Entonces, una breve pelea estalló cerca, el choque de metal y gritos mezclándose en la oscuridad.

Lo siguiente que supo Arashigo es que fueron llevados a un refugio seguro, un lugar donde por fin su madre le permitió volver a ver el mundo. Allí, lejos del peligro y la oscuridad que los perseguía.

Arashigo sintió un escalofrío recorrer su cuerpo cuando vio que unas venas negras se extendían por el cuello de su madre, como raíces oscuras que la consumían desde dentro. Su regocijo por estar a salvo se desvaneció de golpe al notar una presencia desconocida: una mujer que usaba runas mucho más complejas y poderosas que las de su madre.

No la había percibido antes en medio de la confusión, pero ahora un olor putrefacto impregnaba el aire, un hedor que le revolvía el estómago y aumentaba su terror. La mujer, una maga rúnica especializada en curar como la cruz roja lo indicaba, intentaba desesperadamente contener el daño, pero Arashigo comprendió con un nudo en el pecho que era demasiado tarde.

-Q… qu… -el nudo en su garganta estranguló cada palabra que intentó escapar. La mujer no tuvo el corazón suficiente para mentirle.

-Tu madre fue alcanzada por una espina de esas malditas criaturas… no puedo hacer más que retrasarlo -dijo con un dejo de autodesprecio, la voz cargada de impotencia y tristeza.

La crudeza de sus palabras cayó sobre Arashigo como un golpe helado, una verdad brutal que desgarraba cualquier esperanza que aún albergaba. En ese instante, la realidad se volvió más oscura y aterradora que cualquier sombra o criatura que hubieran enfrentado esa noche.

-¡No, mamá, no… no…! -Arashigo no se atrevió a pronunciar la palabra que su corazón temía; un nudo de espinas le estrangulaba la garganta y le impedía hablar.

-Ari… no quiero… pe… no puedo… hacer lo… -su madre apenas logró articular, pero Arashigo entendía cada silencio, cada pausa, el peso de lo que no decía.

En ese momento, la comunicación entre ellos trascendía las palabras: la tristeza, el miedo y la aceptación se entrelazaban en un vínculo silencioso y profundo. La realidad que enfrentaban era terrible, pero la presencia de su madre, aunque débil, le daba a Arashigo un último refugio de amor y comprensión.

Arashigo apenas podía respirar. Las palabras de su madre flotaban en el aire, pero parecían distantes, como si vinieran de un lugar muy lejano. Su mirada se clavó en las venas negras que serpenteaban por su cuello, y por un momento, todo perdió sentido.

-No… no entiendo -murmuró, la voz rota y pequeña, sin saber si esperaba una respuesta o simplemente intentando aferrarse a algo tangible.

Amaya apretó sus labios, luchando contra el dolor que la consumía. No tenía fuerzas para explicarle, ni para consolarlo, solo podía sostenerlo, compartir ese silencio pesado que los envolvía.

Arashigo sintió cómo el calor de su madre se desvanecía poco a poco, y con él, la seguridad que había conocido toda su vida. Por primera vez, el mundo se le presentó oscuro y confuso, sin promesas ni certezas.

No había héroes, ni palabras grandilocuentes. Solo el sonido sordo de su propio corazón, y la sombra creciente de algo que no entendía pero que sabía que no podía ignorar.

Con las últimas fuerzas que le quedaban, Amaya posó su mano sobre la cabeza de Arashigo. A pesar del frío que la consumía, su mano aún conservaba una calidez efímera, un último vestigio de vida. Sonrió, una sonrisa manchada de sangre oscura, pero sonrisa al fin y al cabo. En ese instante, el bloqueo emocional de Arashigo se rompió y sus lágrimas fluyeron libres, breves pero sinceras.

Su mano cayó, inerte.

El frío del collar le caló hasta los huesos. En el retrato, los ojos de su madre ya no brillaban.

Arashigo se quedó inmóvil, con el frío del collar extendiéndose por su pecho como un presagio helado. Afuera, el viento había cesado, pero un silencio pesado y opresivo llenaba el refugio. La luz parpadeante de una vela proyectaba sombras danzantes en las paredes, que parecían susurrar secretos que él no podía comprender.