Capítulo 1

Yo estaba en el pueblo, pero no parecía haber ocurrido nada. Los edificios estaban en buen estado, no había ese horrible olor…

Escuché un estruendo, como si un edificio entero se partiera en dos. Los escombros volaron por todas partes, agujas afiladas que parecían querer romper el mundo. Sentí que tenía que correr, volver a… ¿casa? Pero algo estaba mal. Muy mal. No sabía qué, solo que tenía que moverme.

Corrí. Corrí tan rápido como pude, aunque mis piernas pesaban como plomo. El aire olía a humo y polvo. Tosí, y sentí un sabor amargo en la boca, pero no podía detenerme.

De pronto, todo a mi alrededor se volvió raro. Las calles se estiraban como si fueran de goma, las luces parpadeaban y las sombras… esas sombras horribles, negras y largas, cubrían todo. Como aquella noche. Como cuando todo cambió.

Grité, pero mi voz sonó lejana, como si no fuera mía.

—¡Mamá! ¡Papá!—

Nadie respondió. Solo el eco y el ruido de algo grande acercándose por detrás. Mi corazón latía tan fuerte que dolía.

No podía moverme. No quería acercarme a esa oscuridad, pero era como si una fuerza invisible me empujara. No quería, no quería…

De repente, escuché ese ruido otra vez. Garras, muchas garras, arañando el suelo.

—¡No, esas cosas no!—

Sentí que algo se rompía por dentro. Tropecé y caí de boca. El suelo estaba helado, tan frío que dolía.

Quise levantarme, pero el aire se volvió pesado, aplastándome contra el piso. Los sonidos se acercaban, cada vez más cerca. Mi corazón latía con fuerza, como un tambor sordo.

Intenté gritar otra vez, pero no salió sonido. Solo podía mirar las sombras que se estiraban hacia mí. No quería mirar, pero no podía cerrar los ojos. No podía moverme. No podía hacer nada.

Entonces, justo cuando las vibraciones del suelo se acercaban, sentí que el aire se calentaba. Como si algo estuviera detrás de mí. No sabía qué era, y no quería saberlo.

De pronto, el suelo se agrietó.

Caía. ¿A dónde? Solo caía, en la oscuridad, sin nada a mi alrededor. No sé cuánto tiempo pasó, solo que de repente me detuve. Era como si la nada me retuviera.

Intenté correr, saltar, gritar… pero mi cuerpo no me pertenecía. Como si lo que yo quería no importara.

—¿Por qué? —apenas me oí a mí mismo.

Todo lo que quería era poder hacer algo. Cualquier cosa. Pero ni siquiera podía ver. ¿Cómo iba a hacer algo si no podía ver?

—No pierdas la esperanza.

“¿Perder la esperanza?”

“¿Cómo perder algo que no se tenía?”

Como si la pesadilla se rindiera, desperté. Todavía no había abierto los ojos.

¿Por qué debería abrirlos? No hay razón para despertar.

El sudor se pegaba a mi camisa.

“El tambaleo de la carroza seguía siendo el mismo.” 

Había estado viajando a algún lugar… o eso creía. No importa, es solo un sitio más.

Había pasado aproximadamente una semana desde… desde ese día. Un guardia me acompañaba.

Solo que, ese familiar peso oprimía mi pecho… Decidí abrir los ojos.

El mundo seguía siendo el mismo: colorido y sonoro, pero sin esa chispa que le daba vida. Todo parecía igual, pero nada lo era.

La carroza también era la misma de siempre, amplia para dos pasajeros, con runas grabadas en distintas posiciones. Era un carruaje rúnico, uno que no necesitaba caballos. Mi madre me había explicado alguna vez que funcionaban gracias al viento y al fuego, atrapados dentro de las inscripciones mágicas.

El guardia que me acompañaba la dirigía. Mantenía la mirada fija al frente, atento a las sombras del bosque. Llevaba una armadura parecida a la que una vez vi usar a mi padre… las gemas incrustadas brillaban con un tono musgo. Su arma era un martillo enorme, también adornado con una gema musgo y runas inscritas a lo largo del mango y la cabeza.

Instintivamente, agarré el familiar collar que colgaba de mi cuello. El mismo peso, la misma imagen, el mismo dolor al verlo de cerca…

En la pequeña fotografía, mamá y papá me sostenían en brazos, sonrientes, durante mi séptimo aniversario.

“¿Por qué tenía que ser ese día?”

“¿No podía no haber ocurrido nunca?”

“¿Por qué ya no podía ver ese familiar brillo en sus ojos?”

No podía seguir viendo la imagen. No, no podía con esto. Mis manos temblaban al ritmo acelerado de mi corazón.

Guardé el collar, pero el frío metal que enmarcaba la imagen declaró su presencia, como quien grita en las calles para llamar la atención. Sentí el peso helado sobre mi pecho, imposible de ignorar.

Cerré los ojos, pero la imagen seguía clavada en mi mente. No pude dormir otra vez; el insomnio me arañaba desde dentro. Tenía que hacer algo, cualquier cosa, para no quedarme atrapado en esos recuerdos.

Me acerqué a la ventana del carruaje. El vidrio estaba frío bajo mis dedos. Afuera, nunca había visto ese tipo de árbol: alto, imponente, y las sombras que proyectaba se movían bajo él, como si tuvieran vida propia.

No, no era solo el movimiento de las hojas. Había algo inquietante en la forma en que la luz y la sombra jugaban entre las ramas.

Suspiré, dejando que el vaho empañara el cristal. No había nada que hacer. Odiaba esa sensación de impotencia, como si el mundo siguiera girando sin mí.

Pensamientos oscuros intentaban infiltrarse en mi mente: dolor, tristeza, gritos, garras… Sacudí la cabeza, tratando de ahuyentarlos, pero volvían una y otra vez.

“¿No podía tener un solo momento de paz?”

Miré al guardia. Mi corazón, ya cansado de latir, parecía resignado, pero mi mente seguía tan activa como un caballero en un bar bullicioso.

—¿A dónde nos dirigimos? —pregunté, rompiendo el silencio por primera vez.

La pregunta lo tomó por sorpresa; noté cómo sus hombros se tensaban y un leve temblor delató su desconcierto. Sin embargo, mantuvo la mirada fija en el bosque, como si esperara que algo emergiera de entre las sombras en cualquier momento.

—Havlund —respondió distraído, como si recitara una orden.

—¿Ese es un pueblo costero, verdad?

—S-sí —respondió distraído, como si finalmente lo hubiera sacado de sus recuerdos.

“Ya, ese pueblo costero… si no recuerdo mal, es un pueblo mediano. Mamá… me había dicho que era bonito. ¿Por qué no pude visitarlo con ella?”

El guardia parecía más tenso a cada instante, así que no seguí con la conversación. Tuve que soportar los pensamientos nuevamente hasta que anocheció. No paramos; las runas al frente de la carroza iluminaban el camino.

No quería dormir; eso solo atraía pesadillas. Había más runas, y no quería verlas.

Subí a la parte superior del carruaje. ¿No había mencionado que se podía subir?

El guardia no pareció notar mi movimiento; estaba demasiado atento a los alrededores.

Me senté con las piernas entrelazadas en el centro del techo y miré al cielo nocturno. Para mi decepción, no se veían las estrellas porque las nubes las cubrían. Ni siquiera la luz de la luna atravesaba su gruesa capa, pero el aire nocturno era lo suficientemente dulce como para quedarse.

El aire era suave, como aquel traje de gala que una vez tomé prestado de papá para jugar a ser príncipe… Tan suave que casi podía sentir su mano acariciando mi cabello, como hacía cuando me contaba historias de estrellas.

El frío que traía era agradable, perfecto para el calor de las galletas de jengibre que mamá horneaba en invierno, cuando la nieve pintaba de blanco los cristales y su risa llenaba la casa.

Pero ahora ese frío no envolvía, sino que penetraba. No calentaba, sino que vaciaba.

“¿Por qué tuvieron que irse sin mí?”

“¿Mamá? ¿Papá?”

“¿Ni siquiera pudieron…?”

Apreté el collar hasta que el metal marcó surcos en mi palma. Las preguntas se enredaban en mi garganta como espinas, cada una más afilada que la anterior:

“¿Eran tan frágiles sus promesas?”

“¿Tan quebradiza su magia?”

“¿Tan poca cosa… su amor?”

El mundo seguía girando, indiferente. Los árboles susurraban, el carruaje crujía, las runas brillaban… Todo seguía.

“Todo menos ellos.”

“¿Por qué el universo no se detuvo?”

“¿Por qué no me llevó a mí también?”

Una lágrima cayó sobre el retrato. En la foto, sus ojos ya no brillaban.

Ya no quería estar ahí. Bajé del techo del carruaje y me acurruqué en la esquina donde solía dormir. Quería hundirme en la oscuridad, la misma que se llevó a mis padres.

El collar parecía pesar más que nunca.

¿Cómo no iba a hacerlo? El peso de las emociones que cargaba era más grande que todo el mundo.

Sentí la mirada del guardia sobre mí, un instante fugaz que se desvaneció cuando decidió ignorarme.

No esperaba otra cosa. No merecía más.

Me hundí en mí mismo, con el frío metal apretado contra el pecho, como si fuera el único ancla que me quedaba en un mar de incertidumbre y miedo.

El sueño me atrapó con sus duras manos y me arrojó al abismo de las pesadillas. ¿Por qué no podía volver a soñar que era el príncipe de los postres?

La realidad se desvaneció, y con ella, la voz de Arashigo se perdió en un susurro lejano. Fuera del alcance de sus propios pensamientos, el mundo comenzó a observarlo desde otra perspectiva.

Arashigo ya no era solo un niño atrapado en su miedo; era una figura pequeña y vulnerable en medio de un vasto y oscuro bosque, donde los mismos árboles lo juzgaban con miradas y palabras.

—¿Realmente te querían? —las voces crujían como si la madera se quebrara y recompusiera a la vez.

—¿Mereces amor?

—¿Por qué vives?

—Respuestas: no mereces nada.

—No, no, no. Sobras.

—No eres importante.

—Por eso te dejaron. No les importabas.

Arashigo no podía hablar, como si los árboles fueran jueces imponiendo sus sentencias. Pero las lágrimas sí podían escapar, aquellas que se negaban a salir en la realidad.

Se encogió sobre sí, en posición fetal.

“No quería estar aquí, pero… ¿ellos tenían razón?”

Las plantas, como espectadores, alababan a los árboles. No con palabras, sino con sonidos chillones y estruendosos; risas resonantes que llenaban el aire.

El guardia apareció al fondo, pero se dio la vuelta, como si nada de lo que sucedía le importara.

La pesadilla seguía envolviéndolo en su oscuro abrazo, cuando Arashigo sintió algo distinto: unos brazos firmes y metálicos lo sostuvieron, brindándole un leve consuelo en medio del caos. Un movimiento suave lo sacó de ese mundo sombrío, como si emergiera del agua aún fría.

En la realidad, el guardia acomodaba cuidadosamente al niño para que pudiera dormir mejor, como si intentara ayudarlo de la única manera que sabía.

Incluso intentó poner la mano sobre su cabeza, pero esta tembló y se retiró antes de poder hacerlo.

Se marchó para seguir manejando el carruaje.

Arashigo, sin ser completamente consciente de la situación, fue envuelto por el sueño, con una mano menos firme que antes.

Cuando finalmente escapó de ese abrazo, faltaban solo unos minutos para llegar a Havlund.

El aire tenía un sabor salado que llenaba sus pulmones con cada respiración. Los árboles se volvían más pequeños, y a su alrededor crecían plantas que el joven niño nunca había visto en su corta vida, extrañas y desconocidas, como sacadas de un sueño lejano.

En su visión apareció un pueblo junto a la costa, y más allá, el vasto océano que marcaba el fin del continente. La imagen le quitó el aliento: era la primera vez que veía el mar.

—Ese es el océano Linghai —dijo el guardia, con voz baja y sin mirar a Arashigo.

Arashigo lo observó con ligera sorpresa; el guardia nunca había iniciado una conversación antes.

El silencio se extendió entre ellos, pesado y torpe.

Finalmente, Arashigo rompió el silencio, con la voz entrecortada y sin mucho convencimiento:

—En-entiendo.

La incomodidad se prolongó hasta que finalmente llegaron a Havlund. Un grupo de guardias los detuvo para una inspección rápida, pero pasaron sin problemas y continuaron hacia un edificio cercano a la plaza principal.

Al entrar al pueblo, Arashigo observó los alrededores. El lugar estaba animado; las casas mostraban una arquitectura que combinaba elementos chinos y nórdicos, con toques sutiles de estilo inglés.

Las personas mantenían esas características, andaban por la ciudad viviendo sus propias vidas.

Pero Arashigo no podía compartir su felicidad. Sus puños se apretaron inconscientemente y su mirada juzgaba al mundo mismo.

“¿Por qué ellos pueden ser felices? ¿Y por qué no yo?”

Arashigo se resguardó en el interior del carruaje, incapaz de seguir observando hasta que llegaron a su destino: un edificio cerca de la playa.

El edificio era imponente, con muros que se extendían casi 300 metros desde la playa. Su diseño era similar a las demás casas pero con unos toques más militarizados.

—Este es el orfanato: Dragonfjord Base —dijo el guardián con voz baja, como si el lugar le pesara en el pecho. Sus ojos reflejaban algo entre miedo y una nostalgia que Arashigo no terminaba de comprender.

—Ya… veo.

Era algo que Arashigo ya había supuesto, pero no le gustaba. Recordar que sus padres habían fallecido seguiría siendo una dolorosa herida.

El guardia lo llevó hasta la entrada y con mucha cautela, tocó la puerta. Unas runas comenzaron a brillar débilmente, y la puerta se abrió con un crujido estruendoso que resonó en el silencio.

Con pasos temblorosos, el guardia guió a Arashigo por el interior del edificio. La sala principal estaba vacía, a pesar de que era pleno mediodía.

Arashigo se fue tensando con cada segundo que pasaba. Algo en aquel lugar no se sentía correcto. El guardia permanecía a su lado, como si estuviera listo para defenderlo en cualquier momento.

Avanzaron hasta la parte trasera del edificio, donde se conectaba con la playa. El guardia parecía indeciso; dio un paso atrás y regresó a la sala principal.

En ese instante, Arashigo deseó con todas sus fuerzas saber qué pasaba por la cabeza del guardia.

—¿Qué sucede?

El guardia se sobresaltó apenas al escuchar su pregunta, como si esperara a alguien más o algo que aún no había llegado.

—Es… mejor no molestar… mientras entrena —su respuesta fue seguida de varios asentimientos. Como si quisiera convencerse a sí mismo.

—¿A quién? —Arashigo miró al guardia, sus ojos oscilando entre curiosidad y juicio.

—Magnhao —respondió el guardia, y al pronunciar el nombre pareció encogerse, como si no soportara el peso del pasado.

Una mala sensación invadió a Arashigo. Si el guardia reaccionaba así, ¿quién sería realmente ese tal Magnhao?

Tendría que esperar mucho para conocerlo, pues no hubo movimiento hasta que el sol se ocultó.

Un grupo de alrededor de treinta niños, de entre cinco y once años, apenas pudo entrar por la puerta trasera. Sus pasos eran lentos y torpes; el cansancio en sus rostros era como el de un caballero exhausto tras una batalla interminable.

Algunos tenían raspaduras, otros sufrían espasmos musculares, e incluso uno parecía al borde de un calambre. Ni siquiera las niñas se salvaron de ello.

Pero la atención de Arashigo y el guardia se dirigió hacia el hombre que estaba detrás, con una mirada seria y cargada de decepción.

Era un hombre de rasgos nórdicos y chinos, de gran altura. Su ojo izquierdo era color mostaza; el otro estaba ciego, rodeado por una marca de ácido. Una cicatriz atravesaba la comisura derecha de su labio hasta la oreja, y sus brazos también estaban cubiertos de cicatrices. Vestía un uniforme de un verde oscuro implacable.

Llevó a los niños a sus habitaciones, sin siquiera darles una mirada.

—¿E-ee-ese es él?

El guardia, con su armadura castañeando a cada movimiento, tardó un momento en responder.

—S-sí… ese es Manghao. Vendrá en u-unos momentos.

No tardó más de tres minutos en volver, con pasos lentos, constantes y precisos, y los alcanzó rápidamente.

—Soldado Rowan, ¿fuiste tú quien trajo al niño? —su voz fue potente, impregnada de la madurez de quien ha peleado cara a cara con la muerte.

Su postura era firme, con los brazos cruzados detrás de la espalda y la espalda recta, como si calculara el ángulo más perfecto posible.

Arashigo y el guardia se pusieron firmes.

—Señor, el único niño que sobrevivió de Klingstad —respondió Rowan, con una firmeza que nunca antes había mostrado.

Arashigo pareció ver a través de su armadura el anhelo de un niño que buscaba en esa figura paterna un orgullo silencioso.

—Preséntate, niño —ordenó Manghao.

—A-Arashigo, hijo de Dainar y Amaya —respondió.

Manghao no pareció reconocer los nombres.

—Edad y conocimientos —exigió, con una mirada penetrante.

De alguna manera, esas palabras transmitían exactamente lo que Manghao necesitaba saber.

—Siete años, una semana y un día. Apenas he comenzado a aprender sobre runas.

—Informe, ¿qué pasó exactamente? —Manghao estrechó la mirada, juzgando cada detalle con implacable rigor.

Rowan intentó hablar en nombre de Arashigo, pero se silenció de inmediato ante una sola mirada.

Arashigo se congeló. No quería, en lo absoluto, recordar. Pero una aura profunda, como una puñalada invisible, le obligó irrefutablemente a hacerlo.

—Era mi cumpleaños… Ma… mi madre… era de noche… estaba durmiendo y, y algo enorme… horrible, derribó el muro —Arashigo sintió cómo su pecho se contraía, y su corazón latía con fuerza desbocada, como un caballero que escala una cascada embravecida.

El sudor comenzó a brotarle, empapando su ropa que se pegaba a la piel, mientras el aura que lo envolvía lo impulsaba a continuar. En un movimiento reflejo agarró el collar en su cuello.

—No, no puedo describirla, era… era… —dejó escapar un suspiro profundo, cargado de todo el miedo y la impotencia que necesitaban saber.

Arashigo se obligó a mirar a Manghao a los ojos, o bueno a su ojo.

—Luego todo parecía ¿apagarse? Como si el mundo desapareciera.

Manghao no cambió ni un ápice su expresión, impasible, como si nada de lo que escuchaba lograra conmoverlo.

Pero Rowan puso una mano firme sobre su hombro.

—Mi madre… me ayudó a que el mundo volviera a la normalidad… me dejó con mi padre mientras él se equipaba…

—¿Luego? —Arashigo tragó saliva— Luego salimos… no sé qué pasó… mi madre me tapó los ojos… solo escuché gritos… garras… y ese olor, ¿ácido? —Se encogió sobre sí mismo, arrugando el ceño con cada detalle que revivía.

—Corrimos… mi madre me llevó, pero esas… esas cosas nos alcanzaron… —Un nudo espinoso se formó en la garganta del niño, y sus ojos comenzaron a arder, como si los rozaran con lija.

—Pa… pa-papá se quedó atrás. No… no lo volví a ver… —su voz se negaba a seguir, pero su voluntad no se cumpliría… como aquella vez.— y una de esas criaturas nos siguió. Mamá corrió con todas sus fuerzas y logramos llegar al refugio…

Arashigo hizo un esfuerzo enorme para no quebrarse por completo en ese instante. El agarre en el collar se apretó, el recuerdo de la imagen en él se proyectó en su cabeza.

El agarre de Rowan se apretó ligeramente. Manghao colocó sus manos al frente, pero su expresión permaneció imperturbable.

—Cu… cuando llegamos… mamá tenía… una espina clavada en la espalda… venas negras que se extendían… ya no podía hablar, pero ella sonrió. Y, y luego… luego murió…

La presión lo liberó. Arashigo bajó la mirada, incapaz de sostener la de Manghao. Este último cerró los ojos y bajó levemente la cabeza. Rowan no supo qué hacer más que quedarse allí, brindándole su apoyo silencioso al niño.

—Rowan, informe —ordenó Manghao, abriendo los ojos.

—Señor, los Syreblod atacaron durante la luna nueva. Usaron un ataque mental que redujo a los civiles a cascarones vacíos —dijo Rowan, manteniendo su mano firme sobre el hombro de Arashigo. Pero su otra mano rechinó cuando el metal se apretó, como una prensa industrial.

Arashigo sintió el ligero temblor en la mano de Rowan.

—Tuve que luchar contra un Syreblod de clase soldado junto a otros guardias de sexto rango —continuó Manghao, poniendo las manos en su espalda nuevamente, mientras su mirada se volvía más seria—. El pueblo estaba perdido; tuvimos que evacuar a los pocos que lograron sobrevivir al ataque mental. Solo, solo fueron unos pocos —el temblor de Rowan se intensificó—. Los Syreblod acabaron con casi todo… me ordenaron traerlo.

Manghao contempló las palabras de ambos, juzgando sus actitudes.

—Puede quedarse. Tráelo mañana; ya es tarde para las presentaciones —dijo con un tono neutro, sin dejar escapar nada, lo que desconcertó a Arashigo.

Arashigo miró a Rowan, prácticamente preguntándole qué estaba sucediendo exactamente.

Rowan no contestó directamente; lo guió de nuevo al carruaje. Durante el camino no apareció ningún niño, ni siquiera un encargado de limpieza, por lo que el trayecto fue aburrido y silencioso.

Rowan parecía mucho más aliviado que antes. Sus pasos eran firmes y su postura más relajada, aunque seguía manteniendo la mano sobre el hombro de Arashigo, guiándolo.

Arashigo no tenía muchas ganas de hablar, solo quería saber qué estaba pasando. Si no fuera por el caballero que estaba taladrándole el cerebro con preguntas, ya habría preguntado él mismo.

“¿Y mañana qué?” fue el último pensamiento que Arashigo dejó escapar antes de quedarse dormido en la esquina del carruaje.

Rowan permaneció despierto, vigilando en silencio.

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Fin del capítulo