Capítulo 9: Bajo el Cielo de Obsidiana

La noche caía como una sábana húmeda sobre el desierto. Ni una estrella se atrevía a mirar. Cornerius, envuelto en sombras, montaba en silencio. Evie avanzaba con pasos lentos, pesados, como si el aire mismo se hubiera vuelto espeso. A su lado, Tlāzohcamati Cuetlachtli caminaba en forma de lobo, con el pelaje erizado.

—No me gusta esto —dijo el tonalli—. El viento no huele a vida… huele a espera.

Frente a ellos se extendía un claro, rodeado de piedras negras como carbón. En el centro, una figura metálica los esperaba. Alta, delgada, con ojos blancos brillantes y una mano mecánica extendida. Sus partes oxidadas chasqueaban al moverse.

—Ese no es un enemigo cualquiera —susurró Cuetlachtli—. Eso… es un testigo.

El autómata habló con voz fracturada:

—C0rn3r1u5... H3r3d3r0 d3 Br1murrojo... ¿r3c0n0c3s 3st3 lvg4r?

Cornerius frunció el ceño.

—Este sitio… era un santuario. Antes de que Brimurrojo lo destruyera.

—D4t05… c0rr0mp1d05… —dijo el robot—. P3r0 3st4 m3m0r14 s1gu3… —Extendió un brazo, y del pecho salió un brillo rojo. Un fragmento.

Una visión golpeó a Cornerius con la fuerza de una tormenta: Brimurrojo, joven, enfrentando a otro hombre idéntico a él… su hermano perdido. Luego, fuego. Y los lobos huyendo.

Cornerius cayó de rodillas.

—¿Qué fue eso? —gruñó Cuetlachtli, agitado.

—Una verdad. O una mentira tan vieja que ya se parece mucho —dijo Cornerius, levantándose.

El autómata tembló.

—D3b3s s3gu1r… Qu3d4n má5…

Y explotó. No en fuego, sino en ceniza y viento.

Cornerius volvió a montar.

—¿Y ahora? —preguntó Cuetlachtli.

—Ahora seguimos las ruinas. Quiero saber qué más destruyó mi linaje.

El cielo, oscuro como obsidiana, no respondió.