La esfera encadenada vibraba en la mano de Cornerius mientras el grupo descendía a una caverna oculta bajo las tierras quemadas. Allí, entre raíces petrificadas y estalactitas como colmillos, yacía una figura metálica cubierta de polvo y líquenes: el cuerpo inerte de un viejo autómata.
—Esto no es un simple artefacto —susurró Cuetlachtli—. Su alma aún respira.
Cornerius colocó la esfera en el pecho del robot. Las cadenas se deshicieron con un crujido metálico y, con un chasquido seco, el ojo central del autómata se encendió: un fulgor azul, viejo y sabio.
—Identidad… E.N.Y.0.1… Activación completa —dijo con voz oxidada—. Códigos maestros: Brimurrojo. Cornerius. Tonalli activo detectado: Tlāzohcamati Cuetlachtli.
Los tres se miraron. El pasado acababa de regresar.
—¿Qué eres? —preguntó Cornerius.
—Soy memoria. Soy testigo. Soy el guardián de las visiones selladas.
Del pecho del robot emergió una pequeña proyección: imágenes de una época perdida. Cornerius, más joven, junto a Brimurrojo. Un mapa de fuego. Y una torre que se alzaba sobre un océano seco.
—Tú luchaste a su lado —dijo Cuetlachtli, sorprendido.
—Y lo traicioné —admitió Cornerius en voz baja—. Por eso todo esto comenzó.
E.N.Y.0.1 levantó su brazo y apuntó al horizonte subterráneo, donde brillaba un símbolo olvidado: el umbral a la Torre del Silencio.
—Última coordenada activa. Punto de no retorno… alcanzado.