El aire era denso, casi sólido. Cada paso de Evie dejaba una huella profunda en la tierra agrietada del cañón. La luz del sol se filtraba a través de una nube roja que cubría el cielo, teñida por las cenizas de aldeas consumidas.
Tlāzohcamati Cuetlachtli se adelantó, olfateando algo invisible.
—No es solo humo. Huele a miedo… viejo, enterrado.
Cornerius se detuvo. Sus ojos verdes miraron el horizonte: una grieta en la montaña, demasiado perfecta para ser natural.
—Una entrada. Están allí.
El lobo gruñó, no por amenaza, sino por memoria.
—Aquí es donde murieron los primeros Tonalli.
Bajaron del lomo de Evie y se adentraron en la grieta. Las paredes rocosas estaban marcadas con símbolos olvidados, y cada paso hacía eco como si el tiempo retrocediera.
Dentro, encontraron un altar de obsidiana. Encima, dormía un niño cubierto de vendas negras. Su respiración era débil, pero presente.
—¿Es…? —susurró Cuetlachtli.
—Sí —respondió Cornerius, apretando los dientes—. Es uno de los hermanos lobo.
Un zumbido atravesó la caverna. Desde las sombras, surgieron figuras mecánicas: autómatas con ojos de cristal rojo. Uno de ellos llevaba una insignia oxidada: la marca de Brimurrojo.
—No están aquí para hablar —dijo el lobo.
Cornerius desenvainó su arma.
—Entonces, que hablen las balas.