Las balas silbaron como serpientes metálicas. Cornerius se movía con precisión letal, cada disparo golpeaba justo donde los engranajes eran más frágiles. Evie se mantenía detrás, resguardando el cuerpo del niño lobo con una determinación casi humana.
—¡Son demasiados! —gritó Tlāzohcamati Cuetlachtli, lanzándose contra uno de los autómatas con furia salvaje.
Las chispas volaban. El eco del combate llenaba la grieta como una tormenta atrapada. Cornerius recargó mientras giraba, evitando un brazo mecánico que casi le parte el rostro.
Entonces, una figura apareció entre los escombros: alta, delgada, con una capa rota ondeando como ceniza. No era Brimurrojo, pero llevaba su sello fundido en el pecho. Su voz era distorsionada, como si hablara desde detrás de mil voces.
—Él no puede despertar. El equilibrio se rompería.
—Ya está roto —espetó Cornerius—. Y tú solo eres otra grieta más.
La figura extendió el brazo. Un rayo oscuro salió disparado hacia Cuetlachtli. El lobo aulló, retrocediendo con una herida luminosa en el costado. Cornerius gritó su nombre, pero no hubo respuesta.
Una furia sorda llenó sus venas. Las lentes verdes de sus ojos comenzaron a brillar más fuerte. No por rabia. Por decisión.
—Te advertí —susurró.
Y apretó el gatillo.