La noche había caído como un velo sobre las ruinas. El fuego de campamento chisporroteaba, lanzando sombras danzantes sobre los muros derrumbados. Cornerius limpiaba su rifle en silencio, mientras Tlāzohcamati olfateaba el aire con el ceño fruncido.
—No deberíamos estar aquí —gruñó el lobo—. Este lugar… huele a recuerdos.
—Justo por eso vinimos —respondió Cornerius sin mirarlo—. Aquí fue donde desapareció mi padre.
Tlāzohcamati bajó las orejas. Lo recordaba bien. Ese sitio, antes un oasis próspero, ahora era un nido de espejismos y murmullos lejanos.
Una figura se deslizó entre los arbustos secos. Evie relinchó, nerviosa. Cornerius se levantó de golpe y apuntó.
—¡No dispares! —exclamó una voz infantil.
Una niña de ojos amarillos y capa rota salió a la luz. En sus manos traía una brújula rota y una flor marchita.
—¿Qué haces aquí, niña? —preguntó Cornerius—. Este lugar no es seguro.
—La brújula me trajo hasta ti. Dice que tú también escuchas el susurro del oasis. Que tú también buscas la puerta.
Cornerius bajó el arma lentamente. La niña no tenía sombra.
Tlāzohcamati se acercó, olfateándola con cautela.
—No es una niña común —advirtió—. Hay magia antigua en su aliento.
La pequeña sonrió.
—La puerta se abrirá con una lágrima. Y ustedes ya han llorado mucho.
Antes de que pudieran responder, un temblor sacudió la tierra. El oasis seco se partió en dos, revelando una escalera de piedra que descendía al corazón del mundo.
Cornerius miró a su tonalli. El lobo asintió. Evie resopló. La niña bajó primero, sus pies flotando sobre los escalones.
El oasis había hablado.
Y la puerta al pasado… por fin se abría.