El suave tintineo de la campana colgante marcó la apertura de la floristería como si fuera una ceremonia. Ren dejó el abrigo en el perchero de madera y se calzó el delantal beige que usaba todos los días. Las flores lo esperaban con la misma calma de siempre: jazmines, peonías, tulipanes y su rincón favorito... los lirios blancos.
El sol de la mañana apenas se filtraba por el ventanal, tiñendo las hojas de un verde dorado. Mientras cortaba los tallos con manos ágiles y cuidadosas, Ren dejó escapar un suspiro. Otro martes. Otra entrega. Otra hora sin entender por qué alguien querría comprar lirios blancos todas las semanas.
Pero él venía. Siempre.
Y siempre a la misma hora.
9:12 a.m.
Puntual como un reloj maldito, la campana sonó.
Ren se giró sin necesidad de mirar.
Ya sabía quién era.
Traje gris oscuro, abrigo largo y un leve aroma a cuero caro y café amargo. Era alto, con una mirada que parecía examinar todo sin decir palabra. A Ren le temblaban un poco los dedos cuando se acercaba al mostrador, no por miedo, sino por... otra cosa. Algo que aún no entendía.
-¿Lirios blancos? -preguntó Ren, aunque sabía la respuesta.
El hombre asintió. Su voz grave rompió el silencio como el primer trueno en medio del cielo despejado.
-Sí. Cinco.
Ren ya los tenía listos. Le gustaba fingir que los preparaba en el momento, pero en realidad los escogía antes de que él llegara. Sin saber por qué, solo lo hacía.
Mientras los envolvía, no pudo evitar preguntar:
-¿Sabes lo que significan los lirios blancos?
Un silencio corto. Luego, la respuesta:
-Lo sé. Por eso los elijo.
Ren alzó la vista.
El hombre lo miraba. Firme, sereno. Como si viera algo más allá de las palabras.
Y entonces, sonrió. Apenas una línea torcida en una cara de mármol.
Pagó sin decir nada más, tomó el ramo y se fue.
Ren se quedó mirando la puerta cerrarse tras él.
La campana sonó de nuevo al cerrarse.
El reloj marcaba las 9:16.
-Un día... -murmuró para sí- te preguntaré tu nombre.