Margaritas a las 12:30 a.m.

Ren estaba tras el mostrador de la floristería, rodeado de fragantes ramos que daban vida al pequeño local. La luz cálida de las lámparas creaba una atmósfera tranquila mientras sus manos trabajaban hábilmente, envolviendo flores frescas para los pedidos de los clientes. A pesar del ajetreo, su mente parecía estar en otro lugar. La campanita de la puerta sonó y, al levantar la vista, vio a su abuela entrar con una sonrisa.

-Ren, querido, es hora de que tomes un descanso -dijo con suavidad mientras le entregaba un abrigo. Sabía que él tenía que ir a la universidad, y aunque Ren intentaba retrasarlo todo lo posible, la mirada de su abuela era firme-. Anda, no querrás llegar tarde.

Ren suspiró, colocando cuidadosamente el ramo que estaba preparando en la mesa antes de salir. Subió a su bicicleta, las ruedas chirriando ligeramente mientras avanzaba por las calles que aún respiraban el fresco de la mañana. El aire le acariciaba el rostro, pero algo en su interior lo inquietaba, como si el día tuviera algo más por ofrecerle. Algo que ni él mismo entendía bien.

Cuando llegó a la universidad, lo primero que vio fue a Bartholomew, apoyado contra un árbol cerca de la entrada. Con su habitual porte sereno y una mirada que parecía conocerlo más de lo que Ren deseaba, Bartholomew levantó la mano, señalando su presencia.

Ren, aún un poco distraído, le devolvió el gesto, una sonrisa pequeña pero genuina, antes de seguir su camino hacia las aulas. A pesar de la familiaridad de su amigo, su mente seguía viajando, saltando sin querer de pensamiento en pensamiento. ¿Aquel hombre de la floristería? ¿El hombre que había comprado los lirios? ¿Cómo se llamaba? ¿Qué lo había hecho tan diferente?

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En clase, Ren no podía concentrarse. Los números en la pizarra se desvanecían frente a sus ojos, y las palabras del profesor se mezclaban con la imagen de ese extraño, que parecía ocupar cada rincón de su mente. Ese hombre, tan distinto a todos, con una mirada tan intensa, tan profunda. Las flores en su mano... el suave perfume de los lirios aún parecía estar flotando a su alrededor, como un recuerdo que no lograba sacudirse.

Era un pensamiento tonto, lo sabía. Pero, al mismo tiempo, no podía evitarlo. ¿Qué era lo que lo inquietaba tanto? ¿Qué lo atraía de ese hombre, si ni siquiera había hablado con él más de unos minutos?

Durante la hora del almuerzo, Bartholomew, que se había dado cuenta de que Ren no estaba prestando atención, se inclinó hacia él, observando su rostro pensativo con una leve sonrisa burlona.

-Oye -dijo en voz baja, su tono juguetón-. ¿Qué te tiene tan distraído? No me digas que ya has pensado a quién invitar al baile de graduación.

Ren se sonrojó suavemente, apartando la mirada hacia su bandeja, aunque la sonrisa nerviosa que se le formó no pudo evitar delatarlo.

-No, aún no... -respondió, su voz un poco más suave de lo habitual-. Tampoco tengo ningún interés en invitar a nadie, la verdad.

Bartholomew lo miró fijamente por un momento, sin dejar de sonreír, pero luego dejó escapar un suspiro. No estaba convencido. Sin embargo, la mirada de Ren se desvió involuntariamente hacia la ventana, donde el día seguía pasando con una calma inquietante. Su mente volvió, una vez más, al hombre de los lirios.

¿Cómo se llamaba?

Y en ese instante, se dio cuenta de que no podía dejar de pensarlo.