Amapola a las 14:15 p.m

Salvatore llegó a su casa, dejando el ramo de lirios en la mesa del salón. La fragancia floral llenaba el aire, pero nada comparaba con el torrente de sensaciones que recorría su cuerpo. Se dejó caer en el sofá, y, cubriéndose la mitad del rostro con la mano, permitió que un suspiro escapara de sus labios. Sus ojos, normalmente fríos e implacables, brillaban con una intensidad peligrosa. Pensó en él, en aquel florista.

Mierda gruñó Salvatore mentalmente, mientras una oleada de deseo lo invadía. Era el jefe de la mafia, un hombre cuya vida estaba teñida de sangre, pero incluso con su oscuridad, no podía evitar sentirse atraído por ese joven, tan puro, tan ajeno a su mundo. La contradicción lo torturaba.

Uno de sus hombres, al verlo sumido en sus pensamientos, rompió el silencio.

-Odiamos las flores, ¿por qué sigues yendo a esa maldita floristería?

Salvatore respiró hondo antes de responder, la voz grave, marcada por una necesidad que no lograba ocultar:

-Es solo para ver esos ojos... esos pequeños labios moverse... y tocar sus suaves manos cuando me entrega las flores.

Un escalofrío recorrió su espina dorsal al recordar el roce de esos dedos. Se levantó del sofá, la expresión endureciéndose mientras se dirigía a su oficina.

-No me molestéis, a no ser que sea urgente.

Con la puerta cerrada a su alrededor, se dejó caer en su sillón. Cerró los ojos un momento y revivió la imagen de esos ojos inocentes, la manera en que lo miraban, cómo lo hacían sentir vulnerable, pero también más vivo que nunca.

Mierda pensó una vez más, su mente completamente dominada por un solo deseo. Tengo que hacerle mío.