Ren regresó a casa después de un largo día en la universidad. El cielo comenzaba a oscurecerse, tiñéndose de tonos malvas y dorados que se colaban por las ventanas del vecindario. Al abrir la puerta, el aroma cálido de la cena recién hecha lo envolvió como un abrazo. Su abuela lo esperaba en la cocina, con el delantal aún puesto y una sonrisa tranquila en el rostro.
Sin decir mucho, Ren subió a darse una ducha rápida. El agua caliente alivió el peso de las horas y, al salir, se puso su pijama de algodón antes de bajar a cenar.
Compartieron la comida en un silencio cómodo, interrumpido solo por el suave tintinear de los cubiertos contra la loza. Fue entonces cuando su abuela rompió la quietud con una voz suave y curiosa:
-¿Qué tal en la universidad?
Ren se encogió de hombros, sin levantar mucho la vista.
-Como siempre... Pero aún no tengo con quién ir al baile de graduación.
Al decirlo, miró de reojo a su abuela, quien lo observaba con una chispa traviesa en los ojos y una sonrisa que prometía alguna travesura.
-Yo sí sé a quién podrías invitar -dijo ella con picardía-. No me digas que no has pensado en ese hombre que siempre va a la floristería a comprar lirios...
Ren sintió cómo el calor le subía por el cuello hasta las mejillas, y bajó la mirada de inmediato, completamente ruborizado.
-¡No! Ni siquiera le conozco... no, no, no...
Su abuela soltó una risa suave, cálida como el pan recién horneado.
-Bueno, piénsalo -dijo encogiéndose de hombros-. Mejor eso que ir solo.
Ren terminó de comer sin decir más, aún con el rubor en las mejillas, y subió a su habitación. Se tumbó en la cama, dejando que el silencio de la noche lo envolviera. Poco a poco, sus ojos se cerraron mientras su mente se aferraba a una imagen: la de aquel misterioso hombre de los lirios.
Y, entre sueños, creyó oler de nuevo ese perfume a flores frescas.